Producto, cercanía, sostenibilidad y mínima intervención.
Guipúzcoa nos recibe con un poso de melancolía. Cobalto, petricor, bruma y salinidad. El frío seco y las gotas de txirimiri constituyen un paisaje que discurre entre lo bucólico y lo sensorial en esa carretera rodeada de hayas, fresnos, abedules, abetos y pinos que transita desde Hondarribia hasta Donostia y que deja la fiereza del Cantábrico a mano derecha. Transitaremos el paseo del Árbol de Guernika, adentrándonos hasta la desembocadura del Urumea, que vertebra y disecciona la ciudad entre Zurriola y la Concha. Antes de llegar a la desembocadura se perciben las siluetas del Maria Cristina y el Teatro Victoria Eugenia a mano izquierda, y la Tabakalera y el Gran Kursaal a la derecha. Giraremos antes de la Plaza de España, para dirigirnos a la Catedral del Buen Pastor, a través de la calle de San Martín. A sus pies encontraremos el Hotel Arbaso. Y en su planta baja, Narru.
Arbaso significa antepasado, ese cuyo legado ha constituido la esencia de la cultura vasca a través de valores, símbolos, identidades y certezas hereditarias y perennes. Tiempo y territorio. Espacio y durabilidad. Tierra. Fuego. Aire. Agua. Elementos indisolubles que vinculan un lugar y un momento. Una ciudad y un entorno que se resignifica con cada visita desde la tradición hacia la modernidad. Y que fluctúa del recogimiento al abrazo. De la hospitalidad a la eternidad. Porque si algo tiene Donostia es que permanece eterna en el recuerdo y en la memoria. Pero se cincela poco a poco como una catedral gótica en cada visita. Catedral, de estilo neogótico, que se divisa a través de las ventanas del hotel. A través de las cristaleras de Narru.
Atardecerá en la parte vieja y tras un paseo por la Concha, nos recibirá Íñigo Peña, el chef de Narru que ejerce de anfitrión en un local luminoso con varios salones y un equipo tremendamente sólido cuya principal virtud es la hospitalidad. Tras ubicarnos en la mesa que divisa todo el comedor empezará la función. Un par de entradas exquisitas: croqueta cremosa de jamón y boquerón aliñado. Tras estas, el vino. Artadi viñas de Gaín vendimia seleccionada. Un miura con cuerpo y cremosidad que funcionará de ancla durante la cena. La ventresca de atún con la que prosigue es literalmente untuosa. Un lujo que se repetirá en los siguientes platos. Un espárrago blanco con guisante lágrima al pil-pil espectacular y unos perretxicos en su punto óptimo.
En el ecuador de la cena, y como plato literalmente fundamental, nos topamos con un póker de kokotxas. Póker que hay que degustar gradualmente de menor intensidad a mayor. A saber: confitadas, rebozadas, al pil-pil y por último a la brasa. Ojiplático. Para finalizar el menú dispuesto por Íñigo. Hay que dejarse llevar y aconsejar. Recibimos un salmonete de anzuelo del Cantábrico a la parrilla de una calidad asombrosa. Y es que si algo caracteriza la cocina de Narru, son los pilares en los que se fundamenta: producto, cercanía, sostenibilidad y mínima intervención. Tras ellos los postres con una Crema de queso templada con helado de frutos rojos de la que dimos buena cuenta. En definitiva Narru es un restaurante que visitar una vez en la vida, en el que dejarse mecer y abrazar. Un restaurante en el que ser feliz, sabiendo que el presente es mágico, pero que el futuro será eterno.