VALÈNCIA. Levantarse ayer era cosa de valientes. “Creo que voy a dormirme, hoy será un día horrible”, que canta Confeti de Odio, la banda sonora perfecta para un desayuno bien jodido. Adiós a Pepita Lumier. Con esa noticia abría Culturplaza en un miércoles negro que se completaba con la despedida de dELUXE Pop Club. Y no son los únicos. Librería Dadá, Flexi Discos o Paz y Comedias también han bajado la persiana en un año que está siendo generoso en obituarios culturales. La fotografía contrasta con la imagen de esa València vibrante, la València de la borrachera de eventos y los llenazos con fecha de caducidad. Poco puede hacer el ibuprofeno contra una resaca que está dejando por el camino un desierto de comercios culturales. Mientras tanto, nos acicalamos para la siguiente fiesta.
“En València haces una inauguración y se llena, pero luego, muchas veces, la compra del original viene de fuera”, explicaba Lucía Vilar, 50% de Pepita Lumier junto a Cristina Chumillas. Tocado y hundido. Donde antes paseaban los cuestionados elefantes blancos, esos macroproyectos que se intuían caprichosos y excesivos, hoy campan a sus anchas los ponis blancos, mucho más pequeños y dóciles, pero con patas demasiado cortas como para recorrer largas distancias. La fiebre del ‘sarao’ de pequeño formato, que resulta en flor de un día, funciona a la perfección como espejismo de una industria que necesita más carbón para seguir funcionando. “Las empresas culturales siguen siendo deficitarias”, declaraba hace unos días, MªÁngeles Fayos, presidenta de la Asociación Valenciana de Empresas de Teatro y Circo (Avetid), poniendo negro sobre blanco la realidad de un presente empresarial que se barre bajo la alfombra. Entretanto, ponis.
El cierre de Pepita Lumier coincide en el tiempo con la reapertura de Espai Tactel. Un año después de despedirse de su local en Ruzafa, y tras abrir subsede en Barcelona, los galeristas Ismael Chapaz y Juanma Menero regresan a València, aunque con un proyecto bien distinto, que lleva la sala de exposiciones a su casa. “Hemos hecho una galería para el público especializado. El curioso, si es curioso de verdad, entrará”, nos explicaban la pasada semana. La galería abandona así la ‘primera línea’ de calle, con un nuevo concepto que apuesta por alejarse del público general y poner su atención en la experiencia privada del cliente. Bajo esta decisión resuena el mismo contexto: la inexistencia de una red de consumidores culturales –consumidores, sí- lo suficientemente potente como para sustentar la oferta privada en València. Una oferta, a su vez, clave para enriquecer con nuevos discursos artísticos una ciudad poco amable con la ‘resistencia’ cultural.
No eran pocos los que ayer se deshacían en halagos a Pepita Lumier, una lluvia de merecidos cumplidos que, por cierto, tenían un eje común en su discurso: la necesidad de un análisis de la industria cultural valenciana. ¿Por qué cierran los comercios culturales?¿existe una industria cultural real? Las preguntas del millón de euros. El bote, para quién dé con la solución. Ojo, que aquí no se trata de buscar culpables, aunque sí de enfrentarse de una vez por todas a una realidad que necesita ser atacada con el máximo rigor. Ni ponis ni elefantes. Tanto empresas privadas como administración pública han de digerir este presente para capear el futuro, planteando cuáles son las necesidades a largo plazo para levantar una red cultural que ha visto a demasiados valientes dejarse la piel para, poco después, desaparecer del mapa. Ese mapa en el que, por cierto, no se sitúa València por su cara bonita, sino aupada por las decenas de proyectos –bien sean de financiación pública o privada- que elevan la ‘marca València’ desde la excelencia.
Insisto: largo plazo.
También la convivencia entre espacios públicos y privados o la competencia programática entra en el juego de una reflexión que tiene muchas capas de lectura. Todas importantes. Incluida la de cada uno de los que participamos de una manera u otra de las distintas iniciativas culturales de la ciudad. El objetivo está claro: que los negocios culturales sean sostenibles, porque todo lo demás no puede ser una opción. “Yo soy una pose”, continúa la canción Hoy será un día horrible (todavía suena mientras digerimos el desayuno). Conforme llegamos a la conclusión, mantengamos la pose y que corra la cerveza. Miren, ahí llega otro poni, que no se escape.