VALÈNCIA. Todo esto comenzó hace tres años. Un artículo sobre la inesperada reunión de Velvet Underground en 1990, cuyas imágenes, por una cuestión absurda, nunca emitió Canal 9. Ese fue el pistoletazo de salida.
A continuación, la experiencia de hablar por teléfono con Grace Jones después de semanas de persecución. Luego la locura de entrevistar a los Stones en un mismo hotel de Milán pero por separado, y ser consciente del embrujo que transmite Keith Richards. Perseguir a John Cale cuando visitó València por primera vez y seguir sus pasos hasta la mismísima Pepica. Y rescatar también las imágenes borrosas –todas estas imágenes están siempre borrosas- pero inolvidables, de cuando conocí a Krist Novoselic y Dave Grohl, de Nirvana, en la Plaza de Toros de València, y luego acabamos en un italiano con la gente de Teenage Fanclub.
Tres años hablando de mis experiencias profesionales en primera persona. Un punto de inflexión, no sólo por el hecho de que gracias a ello me incorporé a la plantilla de colaboradores de Valencia Plaza. Los recuerdos no pueden esperar ha sido un agente de cambio. Puedo verlo cuando regreso a los artículos que durante este tiempo he ido escribiendo. Recuerdos impacientes como los de aquellos primeros años ochenta, cuando conocí a Glamour y les acompañé a ellos y a Esteban Leivas, su productor, a grabar sus álbumes a Madrid; de cuando Esteban –que entonces ya era mi hermano mayor- y yo hicimos radio en Intervalencia y nos trajimos desde Dènia a Jorge Albi; de cuando empecé a explorar las noches de mi juventud en Brillante. El enfoque ha ido evolucionando y con él, mi manera de escribir. A estos artículos les debo mucho más que el gusto de una colaboración fija en un medio de prestigio. Les debo mucho más que el hecho de haberme permitido hablar de lo que he hecho a lo largo de 35 años ejercitando la escritura y el periodismo. Gracias a esos textos he revisado capítulos de mi propia vida, y he podido hacerlo rompiendo el corsé de la objetividad.
Una paella con Alan Vega en La Eliana y una rueda de prensa con él en Brillante a la que solamente acudió el compañero J.R. Seguí. La visita que hizo David Lynch a València justo cuando su carrera estaba en pleno apogeo. Un encuentro algo accidentado con Madonna en Londres y un par más con Lou Reed en Madrid y Nueva York. David Bowie sacando con discreción una bolsa de plástico misteriosa para entregársela a Coco, su asistente, que espera fuera de un camerino de TVE. Trastocarle un programa al mismísimo Jesús Hermida haciendo un playback con Bongos Atómicos y brillar en el plató de La Edad de Oro de la mano de la irrepetible Paloma Chamorro. Los Pixies pisando suelo de Benimaclet. Los Cramps entrando en el Portal de Valldigna, a casa de Pistolo.
No era la intención cuando empecé con estos artículos, pero ahora me doy cuenta de que en el periodismo musical (y seguramente, en el de otras áreas) no es habitual hablar de uno mismo. Y lo es mucho menos hacerlo dejando a un lado los reparos, mostrando vulnerabilidad, intentando evitar que el exhibicionismo no acabe estropeándolo. Pero sobre todo, hablar de música desde un lateral, para que la música sea simplemente una excusa que permita hablar de otros asuntos. Y al final, una cuestión. ¿Por qué no aprovechar ese espacio para explicar por qué haces lo que haces, qué motivos te han llevado a ello? Todo el mundo sabe lo que son los críticos musicales, una profesión un tanto extraña, sobre todo en este país. Lo que al público se le escapa es por qué lo son. Porqué alguien decide dedicarse a una labor que a priori puede parecer muy fea o muy hermosa.
Recibir un correo con las respuestas de Morrissey a tus preguntas y tener la certeza de que nadie le ha suplantado porque solamente puede contestar así. Hablar con Marc Almond sobre Chernóbil en el camerino de Arena. Abrazar a Lou Reed en Prado del Rey y darle la mano a Bowie en Nueva York. Rememorar mi relación y admiración con amigas y amigos artistas como Ajo, Pablo Sycet, Moli, Roberta Marrero, Fotolateras, Dwomo, Miqui Puig, Fernando Alfaro, Chico y Chica. Recordar mis primeros encuentros con Ana Curra y Carlos Berlanga, con Alaska y Nacho Canut. Y las dos veces que visité la mansión de Camilo Sesto en Torrelodones, o mis devaneos adolescentes por las urbanizaciones de Pobla de Farnals, cuando Bruno Lomas vivía allí. Y poder contar también el proceso de gestación de Lejos de todo, mi primera novela.
Como ya he contado en alguna otra ocasión (siempre tengo la sensación de que todo lo he contado ya en otra ocasión, pero como decía André Gide, todo lo que necesita ser dicho ya se ha dicho, pero como nadie estaba prestando atención, debe de ser dicho de nuevo), el nombre de esta sección proviene de una canción de Talking Heads que también se llama así. Es cierto, hay recuerdos que no pueden esperar; otro, en cambio siguen dormidos porque no se han enterado de que los necesito. Otros en cambio están ahí, llamándome desde alguno de los cajones donde acumulo fotos, recortes y memorabilia. Cuando comencé con Los recuerdos no pueden esperar no tenía intención de explicar nada, hasta que me di cuenta de que no era cierto. Los recuerdos te obligan a revisar tu vida y a explorar capítulos de ella, sensaciones, cosas que ni siquiera te acordabas de que hubieran existido. Uno a prende a amar el futuro comprendiendo su pasado, dijo Patrick Wolf. Los recuerdos, paradójicamente, me han ayudado a definir el presente y el futuro de mi escritura, que es una de las cosas más importantes que tengo. Unos tienen a sus hijos, otras a sus parejas, otros a sus mascotas. Yo tengo el fruto de todo aquello que escribo.