VALENCIA. Malilla. Una Valencia (muy) real, tan fuera de los focos. Alrededor de su puente, franja de Peris y Valero, el desorden cósmico asalta la visión. La Pantera Rosa al acecho, su cortina de agua haciendo ‘chof-chof’ a todas horas. Entre el puente de Malilla la maraña inmensa de coches aparcados. En los márgenes muchos de los comercios padecen de decoloración y tienen los carteles raídos y sin lustre. Por allí el Club Tifanis. Unas banderas colgando del balcón, valenciana y española, están a punto de volverse grises. Una ciudad en los sesenta. Coches y coches. Incluso ante el puente un concesionario haciendo vértice en cuya techumbre también se exhiben más automóviles. Nadie al volante.
Entre tanto despuntan como venidos del futuro elementos aparentemente caídos del cielo. Las naves reformándose, líneas tiradas en el suelo que esbozan el maná, lo prometido, el Parque Central; estamos trabajando en ello.
Es especialmente alienante el entorno del puente. La representación gráfica de las geografías de la nada. Cavidades de la ciutat vaciadas por completo de contenido, convertidas en descampados para acampar los coches, dejados caer. Pluff. Una muestra definitoria del abandono de un barrio constantemente a la espera, cuyas infraestructuras e instalaciones se han quedado congeladas esperando la obra definitiva. “El puente de Malilla simboliza muchas cosas, es una señal de expectativas. Cuando nuestros padres vinieron a vivir a la zona ya preveían la construcción del parque… Y ahora tenemos 33 años”, cuenta la vecina Leticia Álava. “La muestra de lo que no ha sido”.