VALÈNCIA. Si hubiera que dar una receta sobre cómo convertir una fiesta hegemónica en una celebración abierta, transversal, descentralizada, casi todas las soluciones pasarían por aplicar algunos de los principales fundacionales de las Fallas: unidades comunitarias en todos los barrios de la ciudad, a lo largo de un continuo de demarcaciones; fomento de la intergeneracionalidad; equilibrio entre presencia de hombre y mujeres; actos protagonistas de carácter abierto y sin coste; escalabilidad de esos mismos actos a lo largo del resto de la ciudad; conexiones de gobernanza entre municipios metropolitanos…
Claro que las Fallas sufren un exceso de muchedumbres, bordean la saturación hasta el punto del descalabro. Claro que sufren intentos de captación por intereses puramente privados o partidistas, y sortean la tensión de que su propia esencia se convierta en un escaparate para comercializar. Una tensión que, por otra parte, planea en el día a día de la sociedad en todo su sentido. Desde luego que son la expresión de maneras antediluvianas (el protagonismo masivo del fallermayorismo…).

- Imagen de archivo de las Fallas de 2024 -
- KIKE TABERNER
Pero si algo no son son privativas, no son un coto cerrado. Si las Fallas es cosa de unos pocos, habría que preguntarse entonces la representatividad de buena parte del resto de actividades urbanas. Su fórmula festiva es un éxito, un modelo de representatividad bien amplio que, precisamente por esa amplitud, causa números inconvenientes. Si estuviera acotada a un recinto, si estuviera limitado a una porción del plano, la carga hater se reduciría. Los inconvenientes también. Al mismo tiempo, no sería una fiesta que pone en común a un número elevadísimo de vecinos, una especie de tercer lugar, en concepto del sociólogo Ray Oldenburg, quien en los ochenta definió esos espacios de interacción social que escapan de los lugares de trabajo o del propio ámbito doméstico. Oldenburg ponía como ejemplo las tabernas y los cafés, donde se encuentran vecinos que de otra manera no lo harían. Las Fallas, lo lamento por los ofendidos, es un tercer lugar con la potencia elevada. Con sesgos propios de quien tiende a reunirse con personas más proclives a su propia burbuja (también sucede en los cafés), pero al fin y al cabo un espacio entre medias que acerca a quienes, de otra manera, apenas tendrían excusa para reunirse.
Las Fallas son un tercer lugar porque, como prácticamente ninguna actividad, se extiende a lo largo de toda la ciudad y más allá. El cruce de caminos, la conjunción de calles que define buena parte de la nomenclatura de las comisiones, es una demostración palpable de su importancia urbana. Tanto que, incluso un barrio nuevo (o intento de barrio) como Turianova, antes que casi cualquier equipamiento, tiene una falla. Se inauguró el año pasado entre las calles Gonzalo Tejero y Chuliá Campos. Como si, ante indicios de urbanismo, creciera exponencialmente la posibilidad de una falla. Al igual que los desarrollos urbanos no son inocentes, ni están libres de riesgos, sus apariciones falleras tampoco: Nou Campanar fue un ejemplo ilustrativo.

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- EVA MÁÑEZ
Las cerca de 350 comisiones existentes en el término municipal, con presencia en cada uno de los barrios, son la prueba de algodón de su amplitud y transversalidad. Por medir la capacidad de agrupación comunitaria, la Federación de Asociaciones Vecinales tiene poco menos de 70 asociaciones federadas. No, evidentemente no cumplen la misma función ni tienen una vocación igual, pero son de la misma forma una unidad de proximidad.
Aunque los censos de la Junta Central están cargados de sesgos (sufren el hinchazón de quienes se ‘apuntan’ a la ofrenda), ofrecen una dimensión reveladora: al cierre de 2024 había 114.722 falleros inscritos. En una ciudad (real) de cerca de un millón de habitantes, suponen un potencial colectivo de difícil comparación. El desglose de quienes participan (50.438 mujeres, 38.607 hombres, 13.644 niñas, 12.033 niños) ofrece una estructura demográfica con un rejuvenecimiento por encima de la media de la población.
La de las Fallas es una fiesta acostumbrada a medirse, en exceso, por su impacto económico (ligado, a su vez, a la capacidad para atraer visitantes), pero parece más relevante, por saludable, medirse a partir de quienes participan, esquina tras esquina. Forma parte del centro de esa tensión inevitable entre ser un producto al que exponer en el mostrador de la ciudad, o ser un ejercicio de musculación de la propia ciudadanía.

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