Como relata magníficamente Ignacio Sánchez Cuenca, durante mucho tiempo izquierda y derecha se han repartido roles y relatos. El profesor sostiene que la empatía por los derechos y la situación del prójimo ha situado la superioridad moral en el terreno de la izquierda. Es difícil argumentar contra la idea de que, objetivamente, existe una altura ética distinta entre quienes defienden la universalidad de la atención sanitaria o la igualdad de derechos y quienes los reservan sólo para aquellos que pueden proporcionárselos, la mayoría de las ocasiones por poder pagarlos. Ante esto durante décadas la contestación conservadora no ha provenido de negar la bondad de esta forma de entender el mundo, si no de relegarla al terreno de lo imposible o en mayor medida, de lo excesivamente costoso. Confrontar lo moral con lo racional.
La idea central en esa tesis ha consistido en lo siguiente; sería deseable que todos nos preocupáramos de los otros, pero esto costaría tanto que no es posible o deseable. Y ese coste se traduciría especialmente en términos económicos o de oportunidades. Es decir, planteaba la necesidad de elegir entre lo bueno y lo rentable. Entre moral y economía.
Este argumento está detrás de la oposición a cualquier medida de renta universal, pero también de muchas prestaciones sociales, a la existencia o extensión de los límites del Estado del Bienestar. ¿Cómo puedes convencer a una persona que puede beneficiarse de un derecho como, por ejemplo, la asistencia sanitaria universal y gratuita en el centro de su propio barrio, de que es mejor un seguro privado? ¿Cómo puede alguien considerar contraproducente que las personas con mayores dificultades puedan obtener una prestación? No desde el punto de vista ético, ni siquiera de lo deseable, sólo desde el punto de vista del coste o el de la renuncia.
El primero consiste en enfrentar a gente corriente contra personas que, estando más cerca de ellos que quienes más recursos concentran, se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad. La mayoría contra las minorías más desfavorecidas. Y el segundo argumento consiste en hacer pasar la igualdad por antitética al progreso económico.
Aunque la historia demuestre que los periodos de mayor crecimiento económico han sido a su vez los más redistributivos, existen ríos de tinta intentando negar esta circunstancia. ¿Cuántas ‘voces autorizadas’ han afirmado que unos impuestos redistributivos ahuyentan la inversión? ¿Cuántas hay hoy diciendo que dejar de cobrar impuestos a las herencias millonarias favorece a quienes nunca van a heredar nada o heredaran a lo sumo la vivienda familiar de sus padres y unos cuantos ahorros? Es decir, ¿cuántos han contrapuesto obtener los recursos necesarios para construir igualdad con la posibilidad de crecer?
Para combatir la superioridad moral de la izquierda la derecha no ha propuesto una justicia alternativa, sino que ha esgrimido una mayor capacidad de gestión económica. Nadie más torpe y claro que Almeida cuando jaleó aquello de ‘seremos fascistas, pero sabemos gobernar’. Para que no importe lo moral había que plantear esa elección, la de sanidad pública o inversión, ayudas sociales o crecimiento, redistribución o empleo… preguntas para hacer apetecible o justificable lo que para todos es injusto.
Pero, como recordó ayer en el día de la rosa la vicealcaldesa Sandra Gómez, Serrat cantaba que ‘nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio’ y para la derecha la Comunitat Valenciana es un hecho incómodo. Se ha convertido en el ejemplo, en la verdad, contra el que no pueden argumentar.
Un territorio que ha aumentado su inversión sanitaria y el número de profesionales ha recuperado departamentos de salud privatizados y los ha retornado a lo público, ha mejorado la calidad de la educación pública, reducido sus ratios y rebajado, como nunca antes, el fracaso escolar o que ha mejorado y ampliado las prestaciones sociales. Y lo ha hecho bajando los impuestos a quienes menos recursos tienen y aumentándoselos a quienes tienen la suerte de ganar más dinero. Contra toda lógica neoliberal.
El resultado lógico en el manual conservador sería decir que, a lo sumo o incluso sin lugar a duda, hubo en la izquierda buenas intenciones, pero esas políticas estaban condenadas al fracaso económico. El problema para ellos es que, a su vez, se ha multiplicado por siete la inversión extranjera. De hecho, la inversión industrial más importante del sur de Europa se ha producido en Sagunto y, a pocos kilómetros, Ford ha elegido Almussafes para fabricar sus nuevos modelos eléctricos. Mientras tanto, los principales motores de atracción de inversiones como la de HP son las dos universidades públicas de la ciudad de València, evidenciando que es mucho más valioso, para quienes buscan donde establecerse, el talento que la competencia a la baja en impuestos. Una suma de elementos que ha producido que, por primera vez, haya más de dos millones de valencianos y valencianas trabajando y que, además, el porcentaje de contratos indefinidos sea el más alto de la historia.
El éxito del modelo valenciano es un elefante en la habitación del relato conservador, especialmente en un ciclo electoral donde la economía ocupará la centralidad del debate. Por eso, la Comunitat Valenciana es el gran rival a batir por la derecha, no porque quieran gobernarla, si no porque el modelo que constituyó su ejemplo para toda España ha quedado claramente superado por uno que no sólo ha aportado más justicia social, como era de esperar hasta por ellos, sino que además ha demostrado que sus resultados son mejores. Hasta la fecha siempre se ha escrito que si las elecciones tratan de economía gana la derecha, la Comunitat Valenciana puede tumbar también este mantra.