MURCIA. El pasado 6 de agosto, Josefina salió de su trabajo a tomar un café. El día transcurría como cualquier otro, pero el destino dio un giro inesperado. Mientras cruzaba la Plaza de Santa Catalina, su pie se hundió en un hueco traicionero del asfalto, descuidado y en mal estado. En instantes, sintió cómo su tobillo se torcía violentamente. Perdiendo el equilibrio, se precipitó hacia el vacío, logrando aferrarse, en un reflejo desesperado, al macetero enclavado en la esquina, del que su cuerpo colgó por unos segundos eternos.
Viandantes, alarmados, la ayudaron a levantarse. Mareada y con dolor punzante, a pesar del malestar y la vergüenza, Josefina intentó recomponerse. Su vivienda estaba cerca y en situaciones similares, había encontrado alivio aplicando frío en lesiones menores. Esta vez, pensó, no sería diferente y visualizó la "bolsa de guisantes" que tenía en el congelador.
"Al borde del colapso, Josefina no asimilaba lo que le decían"
Con esfuerzo titánico, remolcando el pie herido, marchó a casa llamando a sus compañeros para informarles del accidente, diciéndoles que solo necesitaba un poco de hielo, que pronto estaría de vuelta. No quería molestar ni generar alarma. Sabía que podía llamar a la Policía para que documentaran el mal estado de la calle, iniciar un proceso contra el ayuntamiento y solicitar una ambulancia. Los testigos estaban ahí y su situación justificaba cada uno de esos pasos, pero ella solo pensó en "una bolsa de guisantes congelados".
Sin embargo, el alivio no llegó. A mediodía, el dolor se intensificó y se volvió insoportable al comenzar la tarde. El pie se había convertido en una pieza de jamón york, y la hinchazón era tal que ningún zapato servía. Apoyarlo en el suelo suponía un tormento, apoderándose de ella la angustia y el miedo.
Comprendiendo que la situación era más grave de lo que había imaginado, se calzó como pudo una chancla y, con dolor lacerante a cada paso, bajó hasta la portería donde llamó un taxi para que la llevara al Centro de Urgencias del Servicio Murciano de Salud más cercano.
El taxista, al ver su estado, corrió para auxiliarla. Tras acomodarla con dificultad en el asiento delantero, comenzaron un penoso trayecto hacía el dispensario.
Se detuvieron delante del edificio del Centro de Urgencias de San Andrés, situado junto a un pequeño jardín. A la altura de la acera, un árbol se erguía junto a dos ambulancias aparcadas. El taxista, nuevamente, ayudó a Josefina, quien se aferraba tambaleante a su brazo.
Advirtió con alivio que la sala de espera estaba vacía. En el mostrador entregó sus datos, mientras su pie alzado se retorcía de dolor. Al otro lado de la sala, apareció una doctora, cuyo rostro se contrajo al observar el miembro afectado.
—No puedo atenderte aquí —dijo con una firmeza que resonó como sentencia cruel en el pecho de Josefina. —Tu pie presenta un aspecto alarmante, y no tenemos los medios para hacer una radiografía… Deberías ir al hospital de La Arrixaca.
—¡La Arrixaca! —exclamó Josefina. Estaba a kilómetros de distancia, en una pedanía fuera de la capital. Con el tremendo dolor y sola, no podía imaginar cómo iba a llegar allí sin asistencia. —No puedo trasladarme… —dijo mientras veía las dos ambulancias estacionadas afuera, a través de los cristales. —Tengo un seguro privado, pero este centro está más cerca, y voy a precisar una baja médica…
—Si tienes seguro privado, ve a él —agregó la doctora. —Mañana llama a tu médico de cabecera, remítele el informe evacuado y te tramitarán la baja.
Al borde del colapso, Josefina no asimilaba lo que le decían. Su pie era ya un leño ardiendo. A saltos y arrastrándolo, logró salir de la clínica. Al hacerlo, los 40 grados del exterior la sumergieron en un horno abrasador.
En intento sobrehumano, se aferró a la baranda de la rampa que conducía a la acera alcanzando el árbol frente al edificio. Se abrazó al tronco, tratando de soportar en él el peso de su cuerpo con el pie herido en alto. El sudor le empapaba la ropa. Llamó otro taxi, pero el vehículo tardaba en llegar, y cada segundo era una eternidad mientras contemplaba las ambulancias estacionadas y ociosas a su lado. ¡Con el tiempo que llevaba esperando, ya podrían haber coordinado su trasladado al hospital en condiciones humanas!
Desde el confort del aire acondicionado, el equipo sanitario podía observar la escena tras las ventanas, con la figura de Josefina desdibujada por el calor.
De repente, sintió algo extraño en su brazo: un ejército de hormigas negras lo cubría. El árbol, que la sostenía, estaba plagado de estos insectos, que habían confundido su extremidad con una rama más. Intentó una sacudida para quitárselos pero, al hacerlo, perdió el equilibrio. Con un pie en el aire y el otro en trance, estuvo a punto de caer al suelo. En ese instante, apareció el taxista, quien saltó hacia ella y, con notable trabajo, la transportó al coche.
Al llegar al Centro de Salud privado, Josefina fue atendida: el diagnóstico: esguince con rotura de ligamentos. Le inmovilizaron el pie y le entregaron informe facultativo con prescripción de reposo y pautas farmacológicas. Con la movilidad reducida y un intenso dolor, pasó esa noche al fresco de una "bolsa de guisantes congelados".
"Con un pie en el aire y el otro en trance, estuvo a punto de caer al suelo"
A las ocho de la mañana, siguiendo indicaciones, comunicó con su ambulatorio. La operadora le prometió que sería contactada por su médico de cabecera. No recibió noticias hasta el mediodía. Intentó explicar su situación, pero el facultativo la interrumpió: el siniestro en horario laboral no era de su competencia y debía dirigirse a la mutua. Sin más, terminó la conversación.
Josefina, sintiéndose vulnerable, con manos temblorosas se encajó la chancla y salió al calor sofocante, repitiendo el doloroso ritual de buscar otro "taxista-celador".
En la mutua, tras tiempo de espera, le desmontaron el pie empaquetado, con el consiguiente padecimiento, volviendo a inmovilizárselo después. Luego, le informaron que la tramitación de la valoración de "accidente laboral" debía ser gestionada por otro departamento. Finalmente, la entidad dictaminó que no se trataba de un accidente laboral, devolviendo la responsabilidad a su médico de cabecera.
El Sistema de la Seguridad Social desatendió a Josefina, vulnerando su derecho fundamental a la salud pública, en virtud del Art. 43 de la Constitución Española. Rechazada en Urgencias, por falta de medios y sin coordinación para su traslado a un hospital u otra entidad, quedó desamparada. Solo su seguro privado le permitió recibir la atención necesaria.
Su médico de cabecera, mostrando falta de empatía y profesionalidad, la remitió a la mutua contraviniendo, según ésta, la Ley General de la Seguridad Social, dejándola atrapada en la burocracia del sistema, indiferente a su sufrimiento. Además, ignorar sus necesidades y poner en riesgo su salud, obligándola a desplazarse repetidamente en estado precario, roza el delito de omisión de auxilio según los arts. 195 y 196 del Código Penal.
La Administración está gestionada por políticos y funcionarios. Esta adversidad, ¿es acaso consecuencia de la terapia de una bolsa de guisantes congelados, de las políticas sanitarias impuestas,o de la mala praxis aislada de dos facultativos? Josefina ha iniciado las acciones pertinentes para su esclarecimiento.
Como funcionaria de la CARM, consciente del vínculo de servicio público que me obliga al ciudadano, al transcribir esta historia, no puedo por menos que ¡sonrojarme!