VALÈNCIA. Hola. ¿Qué tal? Que vengo a hablar de series. Ya, ya lo sé. Internet está lleno de gente, puede que demasiada, hablando de series. Igual no hace falta añadir más. Y encima va y la columna se titula Las series y la vida. Toma arrogancia.
No, si tienen razón. ¿En serio hace falta prestar tanta atención a las ficciones cuando la realidad nos da tantos motivos para hablar de ella? ¿A quién le importan las series con la que está cayendo?
Respuesta rápida: a casi todo el mundo. Hasta a esas personas que se sienten obligadas a poner en su perfil de Facebook: “Pues yo no veo Juego de Tronos ni sé quién es Toni Soprano y tan feliz, oiga”. Que hay gente que hace eso.
Respuesta lenta: vayamos al principio. Cuando pensamos en los inicios de la aventura humana (sí, era muy al principio), evocamos la caza, la recolección, la búsqueda de refugio, la construcción de objetos, la conquista de espacios, pero olvidamos que los relatos también estaban ahí, desde que el lenguaje comenzó a atravesarnos. Alguien narraba algo a los demás, alguien pintaba un motivo en la pared. Tal vez me he ido un poco lejos con la evocación, que no estamos en Twin Peaks, pero el resumen es fácil: no podemos vivir sin agua, sin comida, sin aire, pero lo cierto es que tampoco sin arte ni ficciones, por elementales que sean.
La ficción es una preciosa e insuperable herramienta para nuestra relación con la realidad y con nosotros mismos, nos ayuda a crearnos la ilusión de una identidad y del control sobre el mundo y la vida, igualito que si fuéramos personajes de Lost. Es una necesidad que dio origen a los mitos, las religiones, las epopeyas, el teatro, los cuentos, el arte, la poesía, las novelas, luego el cine y ahora las series. Está visto que no podemos dejar de inventar formatos con los que construir y consumir ficciones. Que se lo digan a Manuel Bartual y su culebrón estival en twitter.
Este apresurado y poco matizado resumen de los inicios del relato viene a cuento de que las series importan, vaya si importan. Y cada vez ocupan más espacio: en nuestros discos duros, en las estanterías de los grandes almacenes, en la investigación académica, en las aulas, en nuestras conversaciones, sean en el bar o en las redes, y hasta en nuestros afectos. Todo el mundo habla de ellas, sean políticos, sociólogas, periodistas, profesoras, el tendero de la esquina, la quiosquera y hasta nuestro primo segundo del pueblo, sí, hombre, aquél con el que no teníamos nada que ver ni hablar y ahora, mira qué cosas, resulta que es fan de Master of None y en la boda de la prima María ya tenemos tema de conversación.
Tal vez con las series pasa como con el fútbol, que se ha convertido en el auténtico opio para el pueblo. Se habla de él a todas horas y ocupa laaaaaargas horas de programación estridente y aburridísima en radio y televisión. Una confesión: estoy convencida de que en este país solo se producirá una auténtica revolución el día que prohíban la liga profesional de fútbol. Entonces sí que veríamos protestas y huelgas pero de verdad, al estilo francés. Ahí dejo la idea, por si cuela.
Sobre eso del opio del pueblo tenemos un perfecto ejemplo en el anuncio de este mes del operador televisivo que trae a España Juego de Tronos, lleno de metáfora facilonas, pero efectivas.
“¿De verdad crees que una corona te da poder?”, le dice el gran Tywin Lannister a Tyrion mientras deportistas alzan y besan trofeos deportivos. “Los ejércitos te dan poder”, contesta nuestro amado Tyrion sobre enfervorizadas masas de hinchas enarbolando banderas. Eslogan final: “Si tienes todo lo que quieres, tienes el poder”. Y todo lo que quieres es, por supuesto, fútbol, coches, motos, competición… y series. Me dirán que esto no es poder, sino consumo puro y duro, pero no es más que la versión actual del clásico pan y circo, aunque cada vez haya más circo y menos pan.
El fútbol es parte esencial del circo, además de un negocio suculento y muy millonario y mucho millonario. ¿Forman parte del circo las series? No hay duda, están producidas por grandes compañías dedicadas a alimentar, a veces con fast food y otras con delicatessen, nuestro ocio y entretenimiento. Pero aun formando parte de él, ¿de verdad hay que incluir en alguna de las pistas de ese circo una obra tan compleja y poco complaciente como The wire? ¿Una tan heterodoxa y libérrima como The young Pope?
Unas, las series, son obras culturales, y otro, el fútbol, no lo es (hala, primer artículo y haciendo amigos). Son espectáculo y nos piden horas de nuestra vida, a cambio nos dan algunas de esas herramientas para lidiar con la realidad de las que hablábamos antes. Pocas cosas cuentan tan bien y tan lúcidamente el capitalismo salvaje y despiadado en el que vivimos como The wire. Y esos zombis de The Walking dead o los que atacan Poniente en Juego de Tronos son muy eficaces como imagen de nuestro miedo al terrorismo, o a un otro indeterminado, con ese inmenso muro de hielo tan del gusto de Trump o de la Europa fortaleza. Nada mejor que Catastrophe para entender la falacia del amor romántico o The leftovers (tenemos que hablar un día de esta maravilla) para sentir lo azaroso de nuestras vidas y la dimensión del dolor y la pérdida, que es también nuestro dolor y nuestra pérdida. Ese, el de la ficción, sí es poder.
Vida y ficción mezcladas. Una confusión muy habitual, ciertamente parte sustancial de nuestra relación con un mundo en el que los medios construyen la realidad. “Sé fuerte. Vuelve Narcos”, dice la pancarta. Y el vídeo de promoción nos cuenta “cómo llevar una caja B", con un consejo: “Sobre todo, que no pillen al tesorero". Está claro que cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.
Aunque no solo se trata de vender. Juego de Tronos se nos revela como espejo de la realidad política y de otras cosas, algo sobre lo que han reflexionado un buen número de libros y artículos. Con El ministerio del tiempo se enseña historia en las aulas pero también debatimos sobre nuestro pasado y nuestra identidad. Y llega El cuento de la criada y se convierte en inspiración de la lucha feminista en las calles.
Un ejemplo más extremo. Amnistía Internacional nos sorprendía hace unos días con una llamativa campaña para el Día Mundial contra las Desapariciones Forzosas.
Desconcertante ¿verdad? Se entiende la necesidad de llamar la atención y de destacar entre tantas imágenes como nos rodean. Pero ¿está el anuncio equiparando la desaparición de un personaje de ficción a la desaparición forzosa de personas reales? ¿Presupone que vamos a sentir con ello la empatía necesaria como para poner en marcha nuestro activismo? Muy arriesgada la propuesta, sin duda. Sabemos que no es lo mismo Antonio Alcántara o Marge Simpson que el abuelo o la bisabuela desaparecidas durante la guerra civil, y dicho así parece una ofensa. No tenemos duda de que unos son imaginarios y otros son dolorosamente reales. Y sin embargo…
Sin embargo, ahí estamos. Dentro de las series. Somos nosotros y nuestros miedos, anhelos y emociones, desplegados en un amplísimo repertorio y cientos de capítulos donde elegir. Así que me temo que sí, las series y la vida. Es lo que hay.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame