VALÈNCIA. Un taladro perfora el suelo de la calle Alta y hace que retumbe el cerebro de todo el que anda por ahí. Pero Manuel Pastor, que tiene la puerta de su tienda de frutos secos abierta por eso del virus, ni se inmuta. De vez en cuando también circula algún camión que se traquetea por encima de los adoquines y tampoco parece incomodarle. Pero acaba de hacerse unas gafas, por primera vez, y no soporta que, en cuanto cruza el puente y entra en el casco histórico, se le llenen los cristales de polen y polvo. Eso, en cambio, le da mucha rabia.
La tienda es pequeña, al menos en apariencia -luego contará que tiene un altillo y un sótano-, y está repleta de frutos secos: kikos, avellanas, almendras, pistachos, nueces, anacardos, nueces de macadamia, pipas, pipas de calabaza, garbanzos, piñones, higos secos... Una mujer entra y se lleva dos kilos de pipas. "Eso, hoy en día, es rarísimo. Ya no se consumen tantas pipas. Pero hace años, cuando yo era un niño, recuerdo que volaban los sacos de pipas", advierte Manuel, que lleva una tienda de frutos secos en el Carmen con 47 años de historia.
El negocio lo fundaron sus padres el 13 de febrero de 1975. Él, Manuel, era de Segorbe y ella, Carmen, de Jérica. Aquel hombre vivía en la posguerra de buscar metralla por el campo y venderla a peso. Era un negocio arriesgado, pero bien remunerado. "Mis padres, como casi todos los de aquella generación, aprendieron a firmar, a leer algo, sumas básicas y poco más. Mi padre buscaba restos de la Guerra Civil: bombas, cartuchos, balas, ametralladoras... El metal estaba a un precio bárbaro. Te ibas a trabajar un día al campo y te pagaban, a lo mejor, tres pesetas por estar todo el día doblando el lomo. Y te encontrabas un nido de ametralladoras y solo con una cinta de la ametralladora, con medio kilo, ya tenías diez pesetas. Pero si yo fumaba Camel en mi casa cuando los agricultores se hacían el tabaco con piel seca de patata. Mi padre ganaba dinero porque se jugaba la vida".
Cuando Manuel y Carmen se casaron, se mudaron a València. Él se puso a trabajar en Mariner, una empresa de lámparas de la calle Jesús, y ella se quedó una portería de la calle Juristas, donde nacerían sus dos hijos. Hasta que el padre enfermó y tuvo que dejarse el trabajo. "Lo pasó muy mal y yo llegué a despedirme de él. Se salvó y le concedieron una pensión miserable. Pero como era un hombre muy decidido, convenció a mi madre para buscar una planta baja y montar una tienda de frutos secos, que era algo que les sonaba más o menos cercano porque habían crecido en el campo. Al lado, en la plaza del Tossal, ya había una tienda de frutos secos y algunos vecinos nos dijeron que íbamos a durar dos días porque la otra llevaba muchísimo tiempo, pero mis padres lo tenían muy claro: ofrecer el mejor género a un precio razonable. Y hasta hoy".
La calle Alta no tiene nada que ver con la de hace cuarenta años. Cuando abrieron los Pastor, estaban rodeados, como en todo el barrio del Carmen, de pequeños comercios: una expendeduría de quinielas, una alpargatería, una paquetería, una pescadería, dos plantas bajas donde se intercambiaban revistas, una barbería y el infalible bar de la esquina. Pero el barrio entero ha ido cambiando y Manuel, como otros comerciantes que resisten casi por puro romanticismo, no está contento. "Yo llevo 46 años en este barrio y está totalmente olvidado. Además, los Amics del Carmen lo hicieron todo zona ZAS porque querían una zona residencial. Pero si esto está lleno de solares, no hay autobuses, las calles están sucias... ¿Tú quieres hacer una zona residencial? ¿De dónde salen? Estos no han conocido la época de los punkis y los okupas, cuando estaba todo lleno de mierda y de droga y butrones en las paredes... Cuando llamabas a la policía porque había unos punkis bebiendo litronas en la puerta y tirándolas al suelo, y la policía te decía que para qué les llamabas...".
Él sí recuerda los años de la heroína, de los yonkis deambulando como zombis, de los zumbados que acababan tumbados en un solar con la jeringuilla colgando del brazo, de los compañeros que un buen día dejaban de ir a clase, en el colegio de San Nicolás, y semanas después se los encontraba con la mirada perdida y tres dientes menos. Los ochenta, que no todo fueron canciones pop. "Y luego llegaron los punkis y los okupas. Aquí no venía nadie. Ponías un piso a la venta, en el mismo centro de València, y no lo quería nadie". O la época que el Cojo Manteca, convertido ya en una triste celebridad al que entrevistaba hasta el loco de la colina, llegó con una pierna y dos muletas hasta el casco viejo a fumar porros y protestar por lo que le dijeran. "Pues aquí el Cojo Manteca -un punki vasco al que le faltaba una pierna- se fue calentito...".
-¿Y eso?
-Se fue calentito porque no nos gustó. Y ya está.
Fueron tiempos duros. Luego llegó la época dorada de los antros del Carmen. "Empezaron a abrir sin licencia ni nada. Esto parecía el salvaje Oeste. Pero si tenía una tía con un pub debajo que un día bajó a protestar y, días después, le lanzaron un cóctel molotov. Eso es así. Y por eso la gente no quería vivir aquí".
A la mínima le sale la vena reivindicativa, pero, en el fondo, está enamorado de su barrio. Y por eso sigue ahí vendiendo en su tiendecita, donde antiguamente, en el interior, todavía había un pozo, y presume de que su hija, Rocío, que solo tiene diez años, seguirá con el negocio. Da igual que sea una niña. Él intuye que lo mantendrá vivo. "Le gusta estar aquí y le gusta la gente, y eso es lo más importante", advierte. La niña, por si acaso, ya cogió un día una plantilla y escribió el nombre de todos los productos para etiquetarlos.
En una pared, detrás de donde atiende a la clientela, tiene colgados dos retratos. Uno de su padre, que murió en 2011, y otro de su madre, que dejó de trabajar porque le dolían mucho las rodillas pero que sigue viva e independiente, en su piso del Carmen, con 87 años. El negocio es suyo desde 1994, cuando cambiaron la titularidad. Antes probó con otras cosas porque, en realidad, a él no le gustaba eso de estar todo el día detrás del mostrador. Al acabar la FP, hizo la mili en Vitoria y Burgos, de donde salió como cabo primero. Y entonces lo intentó como comercial de una empresa de artes gráficas, pero a los dos años sus padres le pusieron en la disyuntiva y volvió al redil.
Ya lleva veintiocho años como propietario y hace quince que compró la planta baja. Hace dos puso en marcha la tienda online. Parece contento, pero a la mínima se desvía y empieza a arremeter contra todos por el olvido del barrio. Se queja porque, dice, parece que solo esté el Mercado Central y que los otros comercios no existan. Pero cuando vuelve a rememorar los orígenes todo se dulcifica, y entonces recuerda a sus padres metiendo los altramuces en agua, dentro de una enorme pila de mármol, y cómo luego los cocían para quitarles el amargor. Pero las modas cambian y ahora la gente demanda otras cosas, como productos ecológicos. Pero que lo que más piden es que sea barato. "La gente es muy rácana. Solo preguntan cuánto vale. Y hay mucho más que saber: el tipo de almendra, por ejemplo, o el tamaño, o su procedencia... Pero solo les importa cuánto vale y que no tengan sal ni estén fritos porque piensan que eso es peor, cuando no hay color".
Al acabar la entrevista sale a la calle con su delantal granate y sus gafas nuevas. Al momento, un joven se le acerca y le da las gracias. Es un vecino que vive desde hace diez años con su mujer en la finca de al lado, un edificio de cuatro alturas con algunos balcones con un par de sillas de tijera, que son las que delatan que es un apartamento turístico, pues nadie más mete dos sillas en un balcón de dos metros. Le da las gracias a Manuel por haber movido los hilos para que desalojaran a unos okupas que se habían colado allí. Manuel asiente, le escucha el agradecimiento, y luego le pregunta: ¿Y vives aquí al lado? Pues nunca te he visto en la tienda...".