el joven turco / OPINIÓN

¿Pato o pata?

1/07/2024 - 

Nadie está exento de equivocarse. Es más, aunque solo sea pos estadística, las personas con más exposición pública corren más riesgo de cometer errores. Pero no todos los errores delatan lo mismo y, como en los aciertos, las equivocaciones también cuentan algo de quien las comete. Y, sobre todo, nada nos define mejor que cómo nos enfrentamos a ellas.

Esta semana la alcaldesa de València hizo unas declaraciones que, estoy seguro, no repetiría hoy. Trató de darle normalidad al hecho de no colgar la bandera LGTBI+ del balcón municipal, a pesar de que se hacía hasta este mismo año, comparándolo con la no presencia de símbolos que tienen que ver con enfermedades como la ELA, el Alzheimer o el Cáncer.

En un primer momento, trató de que sus palabras no tuvieran relevancia e incluso presumió de que una agencia había borrado de sus redes sociales la información. Algo bastante grave, por cierto. Pero el vídeo existía y, como es lógico, ha recibido una condena casi unánime. Incluida la de muchas personas que le han votado o simpatizan con sus ideas.

Porque las declaraciones existen y son homófobas. Lo son como que el agua moja. Ni bulo, ni montaje, ni campaña orquestada. Solo hay que ver el vídeo para llevarse las manos a la cabeza.

Y, además, son falsas. Son una mentira. Una más. Como lo era que no pudo votar a favor de la capitalidad verde porque le sonó el teléfono. De hecho, en el Ayuntamiento de València, con ella como alcaldesa, se han colgado pancartas que coinciden con los propios ejemplos que ella utilizaba. Están las imágenes en las propias redes sociales municipales para quien quiera comprobarlo.

Lo cierto es que decidió sacar las reivindicaciones sociales del balcón municipal para llevarlas a unas pantallas pequeñas. Quitándoles la carga simbólica que les da su presencia en el balcón del Ayuntamiento y reduciéndolas a una valla publicitaria cualquiera. Porque al aparecer en el balcón de la ciudad, que es lo que realmente es ese espacio, València hace suya una causa y se enorgullece de mostrarla. Y en su actual ubicación, lo que se proyecte, podría pasar por una campaña de centro comercial.

Quizás pensó que con este cambio había encontrado una excusa para evitar poner banderas o reivindicaciones que le incomodaran; a ella, a sus socios o a los sectores más ultraconservadores de esta ciudad. Que, por cierto, son una minoría, aunque los tenga muy presentes. Y el boomerang le ha vuelto con fuerza.

De hecho, aunque, indudablemente, es menos extravagante, María José Catalá no es menos conservadora que su socio de Vox, Juanma Badenas. Tiene mejores modales, habla con un tono más bajo y utiliza menos histrionismos, pero lejos de lo que quiere aparentar está muy lejos de ser una persona moderada. Un poco como aquella mentira de que Gallardón era un alcalde progresista, ella se destaca por estar más cerca de corrientes como la que representaba Juan Cotino. Y en estas se ha formado su ideario político.

Como decía el ministro Marlaska, durante su presencia en la manifestación del Orgullo en la ciudad, a aquellas personas que tienen asumidas las reivindicaciones del colectivo LGTBI+ no les nace hacer ese tipo de comparaciones. Les nacen a personas que viven o se han formado en entornos donde esas comparaciones son habituales y no provocan ningún reproche. Y a pronunciarlas llegó porque, evidentemente, algún prejuicio las sustenta. Esta frase o lapsus, cada cual que la llame como quiera, es comparable con el de las peras y manzanas de Ana Botella. Unas declaraciones que, por cierto, le persiguieron durante toda su trayectoria política, como lo hará esta comparación a María José Catalá.

Aunque, siendo lo dicho grave, la reacción de los días posteriores es mucho peor. Ella sabe que fue un error. Pero, por sus hechos, parece que lo piensa, exclusivamente, por el efecto sobre su reputación. Parece que le preocupa más su mala reputación, que su mala conciencia. Porque ha tratado de justificarse, pero no de pedir perdón.

Está claramente molesta porque la gente piense que es homófoba, porque esto afecta a su imagen pública, pero no parece preocupada por aquellas personas que se hayan sentido insultadas y que no han recibido aún su disculpa pública. Tampoco por la imagen que se ha trasladado de València.

Esta dolida por lo que piensen de ella, algo muy humano, pero que en todo caso queda en el marco de lo personal. Y, en este caso, en un tercer o cuarto plano. A ella como alcaldesa se le exige que se ocupe de la realidad de las personas que sufren discriminación por ser y mostrarse como son. Esas personas que al escuchar esas palabras han visto un discurso legitimador de quienes les estigmatizan o incluso les agreden. Han escuchado un aval público a ese 27% de hombres jóvenes (generación Z) que declaran sentirse incómodos al ver una pareja homosexual. Una alcaldesa ha de hacerse cargo del contexto en el que habla. Que, tristemente, es este.

Sin embargo, en ausencia de perdones ha habido un intento de victimización propia, e incluso ha amenazado con denunciar a personas que, como yo mismo, le hemos acusado de homofobia por sus palabras. Pero ¿cómo quiere que se le defina tras esas palabras? o, ¿qué quiere que le digamos si en el mismo Pleno donde se está debatiendo este asunto su teniente alcalde dice que defiende las ‘unidades de convivencia natural’ y ella no arquea una ceja?

Como citó el otro día el periodista Carlos Francino, ‘si parece un pato, nada como un pato y grazna como un pato, coño, posiblemente sea un pato’.

Si no fuera un pato, si lo que hubiera cometido fuera una grave metedura de pata, habría pedido perdón. Desde el primer momento y todas las veces que hubieran hecho falta. Lo habría hecho, salvo que por su ego sea incapaz de hacerlo.

Pero en ese caso estaríamos asumiendo que tiene más ego que responsabilidad. Y por eso, pato o pata, lo que no ha estado es a la altura de lo que València merece de una alcaldesa.

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