En cuanto Pepe sale de las casas de los pescadores, en el Perellonet, y el aire apenas le ha rozado la cara, suelta: “Hoy sopla de poniente y como pare el viento va a calfar de valent”. Aquello es su territorio y se lo conoce como la palma de su mano. Merodea por allí desde niño. “Yo iba por aquí desnudito, cuando no había ni un apartamento y eran todo montañas enormes de arena. Te subías y caías rodando desde allá arriba”. Sus palabras desprenden una añoranza comedida. Le gustaba más aquel Perellonet de su infancia, salvaje y auténtico, pero no se fustiga por ello. Pepe carga al hombro con un saco de tela. Dentro lleva un par de redes, de ralls, que ha hecho él mismo, como lleva haciendo toda su vida. Es un aparejo que también es del terreno, que se utiliza para ‘rallar’, para pescar la llisa (el mújol) y el llobarro (la lubina) desde hace décadas. Un arte en retroceso.
Esto no pretende ser un tratado sobre la pesca al rall. Esta es la historia de Pepe Lorente, un hombre de 81 años que ha vivido de la pesca, del cultivo del arroz y de cualquier trabajo que le proporcionase unas monedas. Su vida siempre fue austera y recuerda entre risas que al principio vivían en una modesta barraca en mitad de la playa y que bajo ese techo de paja comían y dormían sus padres, sus siete hermanos, él, tres bueyes y una jaca. Apretados, pero felices. O que su madre iba al horno y le debía todo a la Tía Ramona porque no tenía para pagar el pan.
Camino de la playa, pasamos al lado de un edificio donde hay un cartel hecho de azulejos: Cofradía de angulas del Perellonet. 1959. Pepe dice que ya hace tiempo que cerró, pero que no hace tanto él salía de madrugada a coger angulas y que, mientras las pescaba, su cuñado ponía una paella al fuego con un chorrito de aceite, unos ajos y una pebrereta, y que cuando estaba todo preparado se pegaban un festín de angulas. “Pero ya casi no hay”. A cada paso, le asalta un recuerdo. “Encima de una de las dunas que había entonces, tenía la caseta la Guardia Civil. Y cada mañana venía desde Pujol una pareja con la capa y el tricornio. Esos eran de aúpa”.
Pepe es uno de esos hombres sabios que apenas pisó la escuela. Su escuela, como le gusta decir a los cursis, fue la vida. Cuando él era un niño no había una escuela como tal y los chavales de la época aprendieron a escribir y a sumar gracias a un profesor de música que se acercaba al Perellonet a echarle una mano a los hijos de los pescadores.
Nos sentamos en un banco enfrente del canal que hay, tras las esclusas, en la desembocadura de la gola del Perellonet. Justo delante hay una mujer que lleva calada una gorra y que espera, con la caña echada, sentada en una silla de pícnic. Hace un día radiante y el agua regala sus reflejos de plata a los pocos que esta mañana han venido a dar un paseo. Ya queda poco para que lleguen las hordas de veraneantes y conviertan la orilla del mar en un eslalon en el que hay que sortear bañistas, castillos de arena con una almena rota, toallas, sombrillas, jóvenes jugando a las palas, lectores, chulos de playa y demás fauna veraniega.
A Pepe le harta todo esto, pero lo asume con resignación. Cosas peores le han pasado en una vida en la que no ha parado de trabajar para intentar ayudar a la familia. Pepe cuenta que la barraca donde vivían y otras que había por la playa eran propiedad de Manolo Martínez, un antiguo matador de toros. Es muy probable que se refiera al torero también conocido como ‘El Tigre de Ruzafa’ (1897-1966), quien, al parecer, vivía en un motor de la Albufera.
Pepe abre el saco y saca un trozo de ‘rall’. La red es de nailon y forma una malla redonda. Del borde cuelgan unos plomos. Si el pescador la lanza con pericia al mar, formará un redondel del que tirarán los plomos para hundirla con los peces que haya debajo. Del centro de la red sale una cuerda de la que tira el pescador para recuperar el ‘rall’ y coger los peces que se han quedado atrapados. Pepe muestra con orgullo su carnet de ‘rallador’ y aclara que ya hay muy pocos que dominen este arte de pesca.
Pepe Lorente nació en 1943. El lunes cumple 81 años. Su padre, que era tornero y vivía en la calle Ruzafa, en València, se fue al Perellonet para trabajar en el campo con los bueyes y la yegua. Al principio vivían en esa barraca que ha contado, en mitad de la playa, a 50 metros del mar. Una ubicación que prácticamente condicionó su vida, consagrada a la mar. “Éramos ocho hermanos. En la barraca no había luz y mis padres no paraban de hacer chiquillos…”. Ya solo quedan tres: una hermana y dos hermanos. “Aquí hemos sufrido mucho”, recuerda con un mohín de tristeza.
En el Perellonet no había escuela cuando era pequeño. Lo poco que aprendió, leer, escribir, sumar y restar, se lo enseñó aquel maestro de música del Palmar. “Con el maestro no iba mucho. Cuando él tenía que irse al Palmar, a veces venía su mujer, y la hacíamos sufrir… Luego venía el hombre, cogía una vara y nos pegaba malas palizas. Es que éramos muy rebeldes”. Pepe iba a clase cuando podía porque muchos días tenía que acompañar a su padre a segar la hierba de los campos de arroz. A los 14 años ya se fueron al barrio de los pescadores. “Hicieron 27 casitas, y la iglesia, 28. Las hizo el Instituto Social de la Marina. Creo que pagábamos 44 o 45 pesetas al mes. Mi casa me la compré yo”.
A los 16 años ya iba a ‘rallar'. Siempre detrás de su hermano Felipe, que fue su maestro. En el arte de la pesca y en la forma de manufacturar los ralls. “Había días que se ponían veinte ralladors y venían a comprar la llisa de Catarroja y de todos los pueblos, que la pagaban a 16 o 17 pesetas el kilo, que era mucho. Muchos vivíamos de eso y de hacer horas en el campo. Había mucha llisa. Me acuerdo que venían de Algemesí, de los hornos, y se formaba una cola. Había veces que del rall sacabas 50 o 60 peces”.
Los días más favorables, rememora, eran aquellos que soplaba el Garbí, el viento que sopla desde el mar hacia el interior. Aunque el viento de poniente favorece el vuelo del rall hacia el interior del mar. Los mejores días de pesca se reunían los ralladors del Perelló, Pinedo, El Saler y el Perellonet. “Aquí ha habido muy buenos ralladors. Pero a veces venían los forestales y como te hubieras pasado… Había un forestal que le llamaban Pajardo que era temible".
El tiempo lo ha borrado todo. Desaparecieron las grandes dunas de la playa, levantaron las anodinas torres de apartamentos y se fueron muriendo los ralladors. Ya quedan muy pocos. Y que fabriquen el rall, menos aún. Él es el último del Perellonet. “O viene alguno a aprender o esto se perderá para siempre”. Por el camino hacia la playa, entre los callejones de las pequeñas viviendas que hay en esa zona, la gente le va saludando. “Bon dia, Pepe”. Una mujer le comenta que hay unos chicos que quieren aprender a hacer el rall. “Si vienen, les enseñaré. Como me enseñaron a mí. Como me enseñó mi hermano, que tenía unas manitas para el rall… A veces vienen desde Oliva a comprarme las redes”.
Pepe, que habla todo el rato en valenciano, empieza a contar cómo se hace el rall. El artesano parte de 112 mallas y a cada dos pasadas, como dos escaques de la red, las va ensanchando. “A veces acabas con 600 o 700 mallas, empezando de 112. Es muy pesado, se hace con un canuto y te pasas muchas horas. Parece que no, pero lleva mucho trabajo. Sólo para poner los plomos te tiras un día entero. Ahora hacen unos de plástico, pero eso no vale nada”.
Este veterano rallador sigue contando en palmos y brazas, como en el pasado. Y explica que hace ralls de 12 o 14 palmos, y que si alguien le pide uno de 16, es que tiene que ser “molt bon rallador”. Su hermano le hizo a él uno cuando tenía 16 años y, a los 18, Pepe ya comenzó a fabricarlos. “Yo siempre iba detrás suyo rallant y él me enseñaba, aunque de vez en cuando me pegaba un calbot”.
Salir a rallar solo servía de ayuda. Tenían que trabajar en otra cosa para poder vivir. Por eso se levantaba a las cuatro de la mañana para ir de noche a la angula. Luego, al amanecer, a la llisa. Y durante unos años salía a pescar en una barca que le hizo un armador de Dénia. Pepe no tenía dinero y se lo avaló un amigo banquero que solo le puso una condición, que la barca se llamara ‘Nausica’, “como la querida de Ulises (Nausícaa, en griego)”.
La barca le costó un millón de pesetas. A los cinco años se compró otra más cara. Muchos días, cuando volvía de la barca, aún se iba al campo, a los arrozales de la Albufera, para completar el jornal. Durante 18 años estuvo plantando y segando el arroz. Pepe tiene buen recuerdo de los años en la barca, cuando la pesca era abundante y excelente.
“Salías a las cinco y regresabas a las diez con 60 o 70 kilos de tellinas. Era tan buena que me la comía cruda. Y almeja, lenguado, sepia, pulpo, langosta… Pescado no faltaba en casa. Una vez cogí una langosta que pesaba 3,750 kilos. Tenía hasta caracolillos de lo vieja que era. La cogí en la Espioca, a más de 27 brazas”. Al parecer la roca Espioca está delante de la Devesa del Saler y puede tomar su nombre de la Torre Espioca -los marinos muchas veces cogían los nombres de las referencias que tenían desde el mar-.
A su mujer la conoció hace muchos años. Ella trabajaba de camarera. Primero, a los 15 años, en El Saler. A los 16 empezó en el Bar Perellonet, donde se enamoraron. Águeda Júlia era de Sinarcas y Pepe iba a verla los domingos en el autobús de línea. Muchas veces se llevaba un saco cargado de pescado para obsequiarla. Luego se casaron y tuvieron dos hijas: Sandra y Julia. Las hijas de un pescador que, paradojas del destino, acabaron viviendo de una granja de animales -una de pollos y otra de cerdos- en Sinarcas.
Pepe no tuvo para grandes derroches durante su juventud. Su primer coche fue un Seat 127 de segunda mano con matrícula de Barcelona -antiguamente las matrículas empezaban por la letra o las letras de la provincia donde se habían matriculado-. Con el tiempo ya se pudo comprar un Ford Fiesta. Y, más tarde, un Opel Astra que aún conserva. No hubo muchos más lujos, aunque sí recuerda “cuatro o cinco años muy buenos” con la barca. Aquello fue en los años 70, cuando salían de madrugada para ir a pescar hasta Alboraya o incluso a ir a por almejas a Canet. Valía la pena. “Hacíamos 300 kilos de almeja porque entonces no había tope. A 90 pesetas el kilo, que era mucho dinero”. Pero no siempre hubo tanta abundancia. “Yo he trabajado mucho y calamidades las hemos pasado todas…”.
Ya en la playa, delate de las torres de apartamentos, dejando atrás la gola, Pepe hace una demostración de tirar el rall. Muerde un plomo con la boca, se enrosca la cuerda en una mano y con la otra va soltando la red hasta que queda como él quiere. Entonces gira el cuerpo y la lanza hacia adelante. Cae redonda sobre la arena, completamente extendida, perfecta. Pepe, ufano, sonríe. “Parece fácil, pero ya te digo yo que no lo es. Muy pocos la tiran así”.
La mañana está en calma. El graznido de las gaviotas y las olas batiendo contra la orilla rompen el silencio. Una vida en paz. Por allí, unas horas antes, Pepe ha salido a caminar. Tiene el azúcar alto y le viene bien dar un paseo cada mañana. Cuando empieza a subir el sol, se vuelve a casa, de donde no le gusta salir a su mujer, Julia, que tampoco para de hacer cosas. Él se pone con sus redes. “Mientras me siga viendo, seguiré. Y cuando no pueda más, se acabó”. Detrás de un rompeolas se ve el perfil de la gran ciudad. Las grúas del puerto, la silueta de los edificios colosales de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, el puente de l’Assut… Igual que el Perellonet es otro, València es otra.
Justó ahí, en un trozo de arena firme junto al canal, Pepe recuerda que allí jugaban al fútbol descalzos, y que, a veces, los jugadores del Valencia CF que habían ido a comer al Blayet, se picaban con ellos, pero que nunca les ganaban porque los jóvenes pescadores estaban más habituados a jugar descalzos sobre un terreno irregular como la arena. Pepe ha conocido a las tres generaciones que han regentado el restaurante Blayet. Y habla también del padre del primero, el Tío Blay, que fue alcalde. Son muchos años y muchos recuerdos de un Perellonet que ya casi no existe.