Tras la hecatombe electoral de las elecciones autonómicas y municipales del 28 de mayo, Pedro Sánchez hizo lo que mejor sabe hacer: doblar la apuesta, convocando de inmediato elecciones, y lanzarse a la campaña. Con sus vaivenes y dificultades, y por la mínima, pero la cosa le volvió a salir bien: le dio la vuelta a una situación imposible y jugó al límite para, al final, seguir mandando. Le ha costado cuatro meses armar su mayoría, pero en el fondo en la noche electoral ya podía intuirse cómo iba a acabar la cosa, porque era o continuar Pedro Sánchez o repetir elecciones, con el riesgo, para los partidos que votaron el jueves a favor de su investidura, de que tras dicha repetición PP y Vox lograsen sumar mayoría absoluta, lo cual habría tenido un seguro coste electoral para el partido o partidos que no se hubieran prestado a investir a Sánchez.
En aquella época, el 23J, Pedro Sánchez aún no era universalmente conocido como Perrosanxe, ese pretendido insulto de la derecha española hacia el presidente del Gobierno que durante la campaña fue apresuradamente reconvertido en icono cultural por parte del PSOE (hay que decir que algunos ya habíamos visto su potencial meses e incluso años atrás). Pero ya estaba totalmente establecida la especie de que Sánchez es un dirigente al que le gusta jugar en el alambre, extraordinariamente hábil para forjar alianzas y pactos que luego abandona o incumple sin que, en apariencia, sus socios del pasado escarmienten, pues ahí están de nuevo, deseando pactar otra vez (véase el ejemplo de Compromís, uno de tantos socios pagafantas de Pedro Sánchez, y su voto solemne, investidura tras investidura, Presupuestos tras Presupuestos, a cambio de reformar la financiación autonómica, jajaja, me permitirán que me ría como se rio el pasado jueves Sánchez de Alberto Núñez Feijóo y su "no soy presidente porque no quiero"). Así que parece normal que, finalmente, todo el mundo acabe considerando a Pedro Sánchez "Perrosanxe", ese hombre que sabe más por perro que por sanxe, inigualable forjando mayorías parlamentarias e inigualable pasando después de cumplir los compromisos con sus socios parlamentarios.
Para muchos, incluso para sus propios votantes, es sorprendente la capacidad que tiene el presidente del Gobierno para desdecirse, para "cambiar de opinión" siempre según lo que le convenga en cada momento. En efecto, no es que parezca muy normal que Sánchez haya hilado un pacto con los independentistas, con los que ha firmado acuerdos insólitos hasta justo antes de las elecciones del 23 de julio; es lógico que desde la derecha española (y no sólo desde ahí) se le reproche la desvergüenza con la que Sánchez va virando, si bien es posible que lo que más moleste no sea los pactos que forja, sino que éstos le salgan bien y conduzcan a seguir en La Moncloa.
Sánchez aprendió de pasadas investiduras que marcarse líneas rojas es dispararse en el pie. Así fue cuando su partido, la "vieja guardia", le obligó en 2016 a negociar su investidura sólo con Ciudadanos, rehuyendo a Podemos y muy especialmente a los malvados partidos nacionalistas. Eso condujo, en efecto, al fracaso de Sánchez en su primera intentona. A partir de ahí, Sánchez tuvo claro que los principios y las declaraciones altisonantes son muy importantes, tal vez, pero no tanto como mandar. Y así ganó sus tres investiduras (técnicamente, dos y una moción de censura, pero para el caso es lo mismo): pactando con todo el que se dejaba, hasta sumar una mayoría que le ha permitido forjar un Gobierno sorprendentemente estable, que ha aprobado muchas leyes y que ha durado casi hasta agotar la legislatura (como es el caso de la legislatura 2019-2023, que ha durado tres años y medio).
Se supone que ahora no sucederá lo mismo, porque la mayoría es mucho más ajustada y depende de más partidos, que además tienen intereses antagónicos entre sí (Podemos-Sumar, PNV-Bildu, ERC-Junts). Pero uno se imagina a Perrosanxe (perdón: Pedro Sánchez) sonriendo seráficamente desde su trono monclovita, mientras unos y otros andan a la gresca por ser el más reivindicativo de cada binomio, como gatitos que se amontonan juguetonamente en torno al perro que ordena y manda. Nadie como él, además, para administrar los tiempos, para incumplir una promesa tras otra mientras parece que no lo hace por culpa de la derecha, de la Unión Europea, de la tesitura internacional o de las condiciones climáticas, pero nunca por culpa suya.
Sánchez sabe que tiene un superpoder, un bálsamo de Fierabrás, y es el siguiente: no ser el PP, o al menos este PP. Mientras exista este PP apoyado en Vox y que necesita a Vox en casi todas partes, todos los demás partidos virarán hacia Sánchez y el PSOE, por mucho que les engañen una y otra vez, porque no quieren asumir el coste político de, por acción o inacción, permitir que gobierne el PP. Algo que Sánchez sabe perfectamente, pues de hecho es el principio motor de sus tres mayorías parlamentarias: una moción de censura para echar a la malvada derecha, un pacto de investidura para cerrar el paso a la malvada derecha que pretende pactar con la ultraderecha (¡justo después de pasarse meses tratando de pactar con Ciudadanos, parte de esa malvada derecha!), y ahora otro pacto de investidura con el mismo guion que los anteriores.
Además, la situación es beneficiosa para Sánchez en otro sentido: estos pactos con los independentistas hacen que a Sánchez le salgan las cuentas (por poco, pero le salen), sobre todo gracias a Cataluña y País Vasco; pero, a su vez, provoca una erosión pequeña, pero significativa, en el voto a la izquierda en múltiples elecciones locales y autonómicas (como pudo constatarse el 28 de mayo), provocada por la complacencia de Sánchez y el PSOE con nacionalistas catalanes y vascos. Lo cual genera una hipertrofia en el PSOE, porque los posibles rivales o contrapesos de Sánchez en el partido pierden su base territorial y, con ello, pierden su poder. ¿Alguien se acuerda de Javier Lambán, por ejemplo, ese barón aragonés que decía inconveniencias a oídos perrosanxistas? Pues ya no está, o ya no se le oye. ¿A quién le importa lo que diga ahora? A Pedro Sánchez no, desde luego. Mientras le salgan las cuentas, el presidente tendrá todos los incentivos para continuar siendo "el presidente del Gobierno más izquierdista-periférico de la historia", por mucho que hablen mal de él en Madrid (algo que ya comenzó a suceder con Rodríguez Zapatero, por exactamente los mismos motivos de cálculo electoral).
Es una ecuación antagónica a la que hace el PP: los conservadores atesoran muchísimo poder territorial. Tienen en sus manos los grandes ayuntamientos, la mayoría de diputaciones provinciales y casi todas las comunidades autónomas, entre ellas tres de las cuatro más pobladas (Andalucía, Madrid, y la Comunitat Valenciana). Y este éxito electoral en parte se debe a su férrea oposición a Pedro Sánchez y a lo que éste representa; en particular, a lo que éste representa en relación con los nacionalistas vascos y catalanes. Así que ellos no tienen tampoco ningún incentivo para virar su discurso y alejarse de Vox (partido sin el cual no pueden gobernar en España ni en casi ningún otro lugar), que es algo que les beneficia a todos ellos, salvo a los barones del PP en lugares donde el partido es residual (Cataluña y País Vasco) y a Núñez Feijóo, dirigente que llegó con la vitola de moderado y además con nítida sensibilidad autonomista, pero que un año después, enfrentado al fuego a discreción del sanchismo y sus socios, por un lado, y el de sus barones autonómicos y aliados mediáticos, por otro, ha quedado cada vez más desdibujado.
A Feijóo le van a crecer los enanos en estos próximos meses y años, aunque cuenta, a su vez, con un mecanismo de seguridad de probada solvencia: su gen gallego-rajoyista. Su capacidad para esperar y esperar, dejar que los demás se cansen, y ya llegarán unas elecciones en las que le salgan las cuentas sin Vox o con Vox, según los casos. Mientras tanto, hay Perrosanxe para rato.