Petar sale de la cocina limpiándose las manos con un trapo. Luego estrecha la mano del visitante y se sienta en una banqueta que hay junto a la barra del bar de Càses de Bàrcena, una pedanía de València que se funde con Almàssera y Bonrepòs, donde trabaja. El bar ya no es un bar. El bar es ahora el obrador donde él y Tijo, su socio, se hinchan a hacer tortillas de patata. Lo curioso es que estos dos hombres que viven de hacer tortilla española son búlgaros. Aunque llevan muchos años en España. Primero en Navarra, y desde hace muy poco, en València. Mientras Petar habla, Tijo está dentro, en la cocina, pochando las patatas. El aroma se extiende por todo el bar. Una fragancia que ya quisiera Chanel Nº 5.
El acento búlgaro sigue adherido como una enredadera a la lengua de Petar Blagoev, un hombre de 47 años que, eso sí, habla un castellano perfecto. A veces hasta se le escapa el sufijo típico de los navarros. “¿Quieres que haga unas croqueticas?”, “¿Queréis una cervecica?”. Él se sigue sintiendo búlgaro, aunque ya lleva más tiempo viviendo fuera de su país que en Bulgaria. Sus orígenes están en Shumen, una ciudad de unos 90.000 habitantes en la que crecieron su hermano y él. En 1997, con 21 años, se marchó de Bulgaria. Sus padres se habían separado y Petar decidió irse a vivir con su madre, que se había establecido en Grecia.
Antes de eso, Petar había empezado una breve carrera militar. Pero el final del comunismo lo cambió todo y como a él no le gustó, decidió emigrar. “No era lo mío. Acabó el comunismo y el país se vino abajo. Veníamos de una época con más seguridad y en la que todo el mundo tenía trabajo. De repente todo cambió y desaparecieron un montón de empresas. Fue todo a peor y mucha gente salió del país para buscarse la vida”.
El 10 de noviembre de 1989, un día después de caer el Muro de Berlín, la dirección del Partido Comunista de Bulgaria, alentada por Mijaíl Gorbachov, destituyó a Todor Zhivkov, que había sido el máximo líder del país durante los últimos 35 años. El cambio político trajo consigo una serie de reformas que llevaron a las primeras elecciones democráticas en 1990. Zhivkov fue condenado después a siete años de prisión por corrupción. La historia, como nos la han contado, convierte al dirigente búlgaro en un dictador, pero Blagoev discrepa y cuenta que, para él, con Zhivkov los búlgaros vivían mucho mejor.
El caso es que Petar prefirió marcharse a Grecia, a Argos, considerada la ciudad más antigua de Grecia y la patria, según la tradición, de muchos personajes de la mitología griega. “Es la ciudad de los argonautas”, advierte el búlgaro en relación a los héroes mitológicos que navegaron desde Págasas hasta la Cólquide en busca del Vellocino de oro. El problema es que la mitología no asegura un buen jornal. Petar sospechó que la economía griega se iba a derrumbar por el gasto realizado por el Gobierno para organizar los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, y decidió dejar el país el 31 de diciembre de 2003. Él trabajaba de encargado en una fábrica de plásticos y se comprometió a acabar el año. Después cogió un avión en Atenas y voló hasta Bilbao haciendo escala en Barajas. Luego se subió a un autobús que le llevó a Navarra, donde celebró aquella Nochevieja extraña con unos amigos búlgaros que vivían allí.
Petar tenía 28 años y toda una vida por delante. Al principio le costó encontrar un empleo. No hablaba el idioma y tampoco iba sobrado de contactos. La ciudad le gustó. Tan ordenada y tan pulcra. Aunque años después acabó aburriéndose justamente de eso. Como le pasó con los Sanfermines. Al principio le deslumbraron, pero los últimos años ya aborreció ese botellón gigantesco. Ahora dice que es más feliz en València, una ciudad mediterránea que tiene muchas similitudes con Argos.
Petar hablar muy bajito, como si estuviera compartiendo una confidencia. Así, casi susurrando, recuerda que estuvo dando tumbos hasta que conoció a Tijo, que convenció al dueño de la Taberna Albi, el restaurante donde trabajaba en Lekunberri, para que cogiera también a su amigo. “Allí aprendí a cocinar de todo. Tijo me enseñó a hacer las tortillas y los platos típicos de Navarra. Era un sitio de menú del día y hacíamos de todo: guisos, chipirones rellenos, pincho de merluza…”.
Los dos cocineros tenían ya los papeles, pero necesitaban un año con ellos hasta abrir un negocio por cuenta propia. “Los dos teníamos claro que queríamos montarnos algo. Por eso nos quedamos un bar que había en Zizur Mayor, un pueblo colindante de Pamplona. Le pusimos de nombre Florencia. Era un bar donde hacíamos comida española, bocadillos, hamburguesas… Y luego, lo típico de Navarra: la barra llena de ‘pintxos' y tortillas. A la gente le gustó y empezaron a pedirnos tortillas a domicilio. Así fue como acabamos haciéndonos un nombre en Pamplona. Eso fue lo que nos llevó a hacer una página web para vender las tortillas a domicilio, que era algo que no existía. Lo montamos en 2006. Dos años después, en 2008, compramos unos locales, los juntamos e hicimos un bar-restaurante nuestro, con el mismo nombre, y haciendo lo mismo, pero dando un servicio más amplio”.
Un año conoció a una chica por internet. Se llamaba Marta y era de València. Aunque uno estaba en cada punta, iniciaron una relación. Los fines de semana se veían. Normalmente era ella, que no tenía trabajo esos días, quien viajaba a Pamplona, pero él también se escapaba de vez en cuando. El 14 de marzo de 2020 ella le anunció que se había quedado embarazada. Ese día hubo otro anuncio igual de sonado: empezaba el confinamiento por la covid. “Pasamos la cuarentena separados y cuando se abrieron las fronteras entre las comunidades, ella se vino a Pamplona y dio a luz. Meses después, se tuvo que volver por el trabajo”.
La separación fue dura, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a sacrificar su trabajo. Él volvía hundido de València cada vez que viajaba a ver a Marta y Pau, el niño que ya tiene tres años. Los añoraba. Por eso, el pasado verano, Tijo y él decidieron alquilar el bar y seguir, a distancia, con la gestión del negocio de tortillas a domicilio. Y, de paso, aprobaron abrir un negocio similar en València.
De fondo se escucha a Tijo dando golpes contra un cazo. El aroma de los huevos y la patata haciéndose en la cocina ya es evidente. Hace tres semanas pusieron en marcha Todo Tortillas en València. Sólo para repartir a domicilio. Su modelo es muy sencillo: crearon una página web (todotortillasvalencia.es) donde el cliente elige la comida y paga, y ellos se encargan de hacer el reparto. Pero no hacen fast food. Los pedidos han de realizarse con una antelación de cinco horas como mínimo.
Tijo no aguanta más. Parece que se ha hartado de tanta cháchara y ha salido de la cocina para hablar de su libro. “Nosotros vendemos tortillas hechas al momento sin conservantes ni colorantes. Hacemos comida sin tratamientos químicos. Como las tartas. Yo creo que en los próximos años va a ir en auge la cocina más saludable. Todo lo que está manipulado y procesado es malo para la salud. Por eso nosotros nos centramos en la comida casera. Nos centramos en las tortillas, aunque también tenemos postres, bocadillos y hamburguesas, pero todo lo que hacemos es con productos ecológicos”.
Los socios le compran a los productores locales de l’Horta Nord. Cases de Bàrcena está rodeada de huerta. Y los dos se han rendido ante el producto de proximidad, comprado a productores del terreno. “Ellos nos dan de comer y nosotros a ellos”. Lo primordial es encontrar patata ecológica de calidad y huevos de gallinas criadas en libertad. En la carta tienen más de cincuenta tipos de tortilla. Ellos hacen como dos mitades. Luego ponen un relleno encima de una de esas mitades y después las juntan. Para cada tortilla utilizan diez huevos y un kilo y medio de patatas. “En Pamplona vendíamos muchas con jamón y ajoaceite, bacon con pimientos verdes, sobrasada con queso Brie, o con Idiazábal, que es un queso muy típico de allí, así que ahora estamos buscando uno típico de aquí”.
En València también han descubierto que aquí no llueve. Así que la tortilla con hongos se complica. Aunque no se rinden y cuentan que pueden conseguir ‘boletus edulis’ de Soria. También vieron que estar en el centro de València no era la mejor opción. “Nos costó bastante encontrar un local en condiciones. La mayoría eran viejos y en el centro es muy complicado montar nuestro negocio porque hay mucho tráfico. Aquí estamos al lado de València y entramos por la Ronda Norte, pero además tenemos fácil acceso por los pueblos hasta Sagunto, que puede ser un punto interesante por la llegada de la gigafactoría. En Pamplona ya teníamos de clientes a los trabajadores de la Volkswagen donde hacen el Polo. Aquí es muy típico salir a almorzar, pero cada vez es más común que las empresas prefieran que sus trabajadores se queden en las oficinas y un pincho de tortilla y un pedazo de pan puede ser una buena alternativa”.
Su primera clienta en València fue una chica que pidió tres tortillas para un hospital. La mujer quería cuatro, pero al ver el tamaño bajó y seleccionó una con calabacín y queso, otra con bacon con pimientos y la última solo con cebolla. No descartan hacer algunos cambios en la carta de València. Ellos vinieron convencidos de que Navarra tenía la mejor huerta, pero tres semanas en Cases de Bàrcena les ha sobrado para comprobar que estaban equivocados. “Aquí no es que esté la huerta de España, es que está la huerta de Europa”. No descartan adaptarse a los gustos locales y añadir habas, alcachofas o ajos tiernos.
Petar no ha tenido tiempo de descubrir las montañas de la Comunitat Valencia. A él le gusta pasear por el monte, aunque cree que en València, junto al mar, podrá avivar su afición por la pesca. El pasado verano, aprovechando que alquilaban el bar, el cocinero cogió a su mujer y su hijo y se los llevó a Bulgaria. Primero fueron a Shumen para que vieran dónde se había criado, y después se desplazaron a Pchelno para que el niño conociera a su abuelo, un hombre de 69 años que se ha quedado todas las casas de una pequeña aldea. Allí rehabilita los edificios y sale a cazar jabalíes. Petar quiere que su hijo aprenda su idioma, pero ya le están enseñando inglés y lo ve complicado.
El hombre está feliz en València. Al preguntarle sobre qué le seduce de la ciudad, da una respuesta inteligente: “ De València me gusta lo que le gusta a toda la gente que le gusta València: el clima, la vida social, la gente tan abierta… En el norte a la gente la cuesta relacionarse. Pero lo que más me gusta es estar con mi familia”. Ahora, al fin, ya están todos juntos. La tortilla de patata lo ha hecho posible.