VALÈNCIA. Conocimos a Eduardo Casanova cuando solo tenía quince años y entró a formar parte del reparto de la serie Aída. Allí interpretó a Fidel, el hijo del tendero Chema, Pepe Viyuela, un adolescente demasiado espabilado para su edad, hiperactivo y gay. Aunque en ese momento no fuera su intención, su personaje se convertiría en un icono para la comunidad LGTBI por ser uno de los primeros en salir del armario a tan temprana edad dentro de la ficción televisiva. Pero la ruptura de las convenciones por parte de Eduardo Casanovas no había hecho nada más que empezar.
Pronto comenzaría a adquirir una serie de inquietudes que iban más allá del aspecto interpretativo. Por eso se marchó a Cuba, a la prestigiosa escuela de San Antonio de los Baños para estudiar cine. Comenzaría haciendo videoclips y algunos cortometrajes de espíritu políticamente incorrecto en los que iría configurando su personalidad cinematográfica. Lo suyo era el cine de guerrilla, provocador, chocante, iconoclasta, hecho a imagen y semejanza al de uno de sus ídolos, John Waters. Pero Casanova ya desde el principio demostró tener una serie de señas de identidad muy auténticas e reconocibles. Quizás por eso, por ser una rara avis dentro del panorama nacional, nadie se atrevía a producir sus primeros trabajos, que el propio Edu se autofinanciaba para poder sacar adelante sus ideas, que aparecían en forma de torrente, cada vez más y más impetuosas y urgentes. Ya desde sus primeros tiempos en Aída, rodaba al resto de los actores y con ese material componía cortos en su móvil. Una intrahistoria de la serie que seguramente nos daría una visión totalmente diferente. En 2009 dirigiría su primer cortometraje, Ansiedad, que ya era toda una declaración de intenciones. De ambiente cabaretero, en él ya aparecían muchos de los personajes outsiders (ese coleccionista de mierda interpretado por Secun de la Rosa que define su afición como arte orgánico) y los temas incómodos que iría perfilando, aquí a través de una sátira en torno a los realitys, la fama, la cultura basura, y las fobias sociales y las relaciones malsanas.
Le seguirían Amor de madre y Fumando espero (2013), La hora del baño (2014) y Eat My Shit (2015), que se convertiría en el germen de Pieles, con Ana Polvorosa como esa chica que tiene cambiados de lugar la boca y el culo, que no puede ir a un restaurante sin que se rían de ella y cuya imagen en Instagram es censurada por considerarla un contenido ofensivo.
Es una de las criaturas que forman parte de su debut como director, que ha auspiciado Álex de la Iglesia y Carolina Bang a través de su productora Pokeepsie Films, responsable también de otras óperas primas tan revulsivas como la cinta histórica de terror Musarañas (2014), de Juanfer Andrés y Esteban Roel, y Los héroes del mal (2015), de Zoe Berriatúa.
En Pieles encontramos a una joven prostituta ciega que utiliza como ojos dos piedras preciosas (Macarena Gómez), a una chica con la cara deformada (Candela Peña), que mantiene una relación con un hombre al que le ponen los rostros desfigurados (Secun de la Rosa). Un adolescente que sueña con tener un cuerpo de sirena (Eloi Costa), un pederasta, una enana que quiere ser madre y toda una troupe de seres que se alejan de los cánones de belleza y que configuran un universo grotesco que en realidad se convierte en una reivindicación de la extrañeza, de lo raro.
Se trata de personajes totalmente incomprendidos que intentan buscar desesperadamente su lugar en el mundo. Que son rechazados, humillados sistemáticamente por ser diferentes, por no encajar en una sociedad que apela a la homegeneidad, en la que no se acepta la anomalía y que no tienen más remedio que subsistir viviendo en los márgenes, alejados de la mirada inquisidora y cruel de los demás. Seres frágiles y desvalidos que se mueven por las sombras pero que al fin y al cabo forman parte de nuestra realidad más cercana. A través de ellos el director compone una preciosa metáfora, a modo de fábula sobre la intolerancia.
Es Pieles una de las óperas primas más valientes y subversivas que ha dado el cine español en los últimos tiempos, y nos descubre a un creador completo dueño de una mirada personal tan radical como intransferible. Nos enfrentamos a una película que es un auténtico salto sin red. Un auténtico escupitajo en la cara a los convencionalismos que imperan en la industria audiovisual española invadida por productos cada vez más inofensivos y blancos, de comedias cada vez más retrógradas en las que la ambición artística parece cada vez más coartada porque no es comercial, no vende, no se quieren productos que hagan pensar, que reflexionen sobre asuntos delicados. Mejor la nadería y la insustancialidad. Pieles es un ataque revulsivo contra todo esto. Tiene rabia contenida, tiene verdadero espíritu transgresor y no se conforma con contentar a todo el mundo sino precisamente escarbar en la incomodidad para agitar las conciencias, porque ese es el código ético de su director.
Pieles es una oda a la diferencia, al orgullo de no ser como los demás. La mira a la cara y nos la muestra en todo su esplendor convirtiéndola en necesaria y hermosa. Sus referentes son claros: desde Tod Browning y su mítica La parada de los monstruos (1932), de la que extrae esa ternura a la hora de acercarse a sus personajes, hasta John Waters y la mirada aviesa de Todd Solondz, el universo almodovariano, el onirismo made in David Lynch y la nueva carne de David Cronenberg. Todo ello recubierto con un rosa envenenado que deforma por completo la concepción naíf asociada a ese color para inundarlo de una belleza trash. Un espacio de una enorme creatividad que conjuga el espíritu pop con la esencia del queer cinema más reivindicativo de los noventa, tan necesaria a la hora de romper los tabúes y luchar de forma activa por normalizar la diferencia desde las posturas más radicales a nivel expresivo.
Pieles es un tratado del cuerpo como forma de acceder a la esencia de las personas. Casanova reflexiona en torno a cómo se contraponen las apariencias externas con las internas. Es una preciosa película, a modo de manifiesto, sobre cómo aceptarse a uno mismo hecha desde la más profunda libertad.