La serie documental estadounidense ‘Evacuar la Tierra’ sitúa a la capital de España como “la última ciudad del mundo”, algo que el cine español casi nunca ha conseguido creérselo
VALENCIA. La obsesión por el Apocalipsis es muy grata a la cultura de masas. Entronca con un miedo ancestral y sus raíces se hunden en el subconsciente colectivo. Toda cultura que se precie tiene un profeta con su relato de destrucción y final, de maldición y aniquilación. A fin de cuentas, el ser humano es un animal mortal y por ende sus años sobre la faz de este planeta están contados. Desaparecer vamos a desaparecer. Lo que no sabemos es cuándo. Elucubrar sobre el fin de los tiempos es pues tan natural como fantasear sobre la propia muerte.
El medio audiovisual, como buen caladero de neurosis que es, se ha hecho eco de esta obsesión, en una corriente que se inició ya en los albores del arte cinematográfico, con producciones como El fin del mundo (August Blom, 1916), una película inspirada por la visita del cometa Halley y condicionada por los horrores de la I Guerra Mundial. Trabajos tan peculiares como el clásico de ciencia ficción Cuando los mundos chocan (Rudolph Maté, 1951), se han sucedido durante décadas. La catástrofe, local o global, es un argumento con posibilidades. No fue empero hasta los años setenta que cobraron especial relevancia los largometrajes de este subgénero, si bien ha sido en los últimos veinte años cuando mayor continuidad han tenido este tipo de productos, con representantes tan desmedidos como el alemán Roland Emmerich, a quien se le deben excesos de la talla de Independence Day (1996), El día de mañana (2004) o 2012 (2009). Emmerich ha destruido ya varias veces el mundo y ha matado más personas en algunas de sus secuencias que el mayor genocida del siglo XX. Un crack.
A mucha distancia de Emmerich, en todos los aspectos, queda el infame Michael Bay autor de la abominable y racista Armageddon (1998) que no era sino un mero intento de soslayar a la contemporánea Deep Impact (Mimi Leder, 1998), algo que logró a base de canciones de Aerosmith y un dispendio millonario indecente. La destrucción del mundo ha seducido incluso hasta cineastas de arte y ensayo como el danés Lars Von Trier (Melancolía, 2011) o el británico Danny Boyle (28 días después, 2002), y tiene hasta una más que digna versión española, la infravalorada y muy interesante Tres días (2008) del cordobés Francisco Javier Gutiérrez, tan buena que Wes Craven pensó en hacer un remake de ella (la genial e insuperable El día de la bestia de Álex de la Iglesia, rodada en 1995, no va sobre el fin del mundo, o no en sentido estricto; es otra cosa).
No es casualidad que esta obsesión por la desaparición de la humanidad rebrote en el medio audiovisual durante los periodos de crisis económica. Tampoco que sea jaleada por las productoras hasta la extenuación y el hartazgo. Más allá del efecto repetición-copia entre competidores, a buena parte de los inversores de las majors les motiva este tipo de trabajos porque transmiten al espectador una serie de mensajes en defensa del status quo, ése en el que ellos viven tan cómodos. En momentos en los que las autoridades son cuestionadas por su impericia, por su miopía, por su egoísmo o por su crueldad, el relato de catástrofes se convierte en un medio de legitimación del poder al representarlo casi siempre con ejércitos salvadores liderados por grandes profesionales, a las órdenes de gobiernos abnegados que están conducidos por personas justas, quienes hacen lo imposible por proteger a sus semejantes; todos ellos dispuestos a cualquier sacrificio por el bien común. Hay sobrados ejemplos de este cine; baste con recordar dos películas relativamente recientes como Estallido (Wolfgang Petersen, 1995) o Contagio (Steven Soderbergh, 2011). Se trata de ficción, claro. Nada que ver con la simpática disidencia de la japonesa Exterminio (1980), la película de culto de Kinji Fukasaku. En esto hemos retrocedido.
Dentro de esta tendencia catastrofista, una serie de siete capítulos impulsada por National Geographic y que emite los domingos a las diez de la noche Discovery Max, ha dado una nueva vuelta de tuerca al asunto tocando prácticamente todos los palos. La serie se llama Evacuar la Tierra y parece haber sido creada para ser un compendio de todas las fantasías y neuras de los amantes de la destrucción, aquellos que la invocan y la ven en cada noticia negativa sobre medio ambiente. Desde su primer capítulo Evacuar la Tierra ha planteado los qué sucedería si (lo que se conoce como what if), más obsesionada por las respuestas que por la endeblez de algunos de sus postulados. Y es que las tesis de la que parten muchos de los capítulos son un perfecto ejemplo de Macguffin, tal y como se lo describió Alfred Hitchcock a François Truffaut: una mera excusa para desarrollar el argumento. Lo que importa es cómo solucionaríamos o intentaríamos solventar el desaguisado que se nos viene encima. Y para encontrar respuestas que parezcan verosímiles se acuden a científicos, ingenieros… que dotan de apariencia a todo el artificio.
Este domingo el nuevo episodio de Evacuar la Tierra titulado ‘La Tierra inundada’, tiene un curioso acento español. Los especialistas seleccionados por National Geogrpahic que participan en la serie han decidido que la ciudad que merece salvarse del nuevo diluvio universal es Madrid. Ni Nueva York, ni Londres, ni París, ni Denver: Madrid. El Madrid castizo de los bocatas de calamares, de los centros comerciales, el Madrid de Manuela Carmena será la última esperanza para la Humanidad. Ahí queda eso. La premisa de la que parte esta nueva entrega, como casi siempre, es un tanto rocambolesca. Pero una vez aceptado que puede llegar un diluvio universal de cientos de años desde el espacio (ya se sabe; barco animal acuático), no deja de tener su gracia que la civilización se refugie en la ciudad del oso y el madroño.
El arranque del capítulo es, como siempre, impactante. Una familia viaja acompañada por un guía local por el desierto de Atacama, en Chile, el lugar másseco del mundo. Hay zonas de este desierto donde no ha llovido en cuatrocientos años, dice el guía. De pronto perciben que llueve. Unas gotas. Es un milagro. El guía se sorprende. Mira al cielo. No. No es un milagro. Es una maldición. Es el findel mundo tal y como lo conocemos, que cantaban los REM. Y una repentina inundación acaba con todos ellos. Partiendo de que todas las culturas hacen referencia a una gran diluvio, el Noé de la Biblia tal y como recuerda el doctor Hakeem Olusey del Instituto de Tecnología de Florida, hablar de un nuevo diluvio como posible hecatombe no resulta del todo descabellado, aunque la hipótesis elegida, la de un enorme volumen de agua que llegaría a la Tierra desde el espacio, sí que lo sea.
Ante la catástrofe, llega la hora de encontrar soluciones, algo que apasiona a los estadounidenses. Es en este punto donde aparecen los españoles. Los responsables del programa han elegido un plan validado por ingenieros que sería construir una gran presa que protegería a una gran ciudad para “salvar un significativo número de vidas”. Y la elegida ha sido Madrid. Ole, ole y ole. Entre las razones que se aducen, su elevación. Cabe recordar que la capital de España se encuentra a 667 metros sobre el nivel del mar; 650 según la bautizaba Francisco Umbral. Una cuestión qué cabría plantear es por qué Madrid y no por ejemplo México o La Paz. En esto Madrid tiene ventaja porque España está rodeada de numerosos países que podrían ayudarle a construir estos grandes diques que protegerían a la ciudad de las crecientes aguas a la manera de algunas ciudades de Holanda. Se acabaron pues los chistes sobre ‘va un francés, un inglés, un alemán…’. Una vez construida la gran presa, “Madrid sería la última ciudad del mundo”, dicho esto con tono engolado y música de fondo. Como era de esperar, la elección ha tenido su réplica en las redes sociales y en algunos foros, donde se ha ironizado con nuestra proverbial capacidad de procrastinación. A mucha gente no le tranquiliza que la salvación de los seres humanos dependa de la laboriosidad de los españoles. Habrá que erradicar la siesta.
El problema sería qué hacer con el resto de la humanidad, porque Madrid es grande pero no tanto. Y es aquí donde el episodio encuentra su mejor momento, cuando maneja una vez más con habilidad la espiral de caos en la que se sumarían las naciones, con telediarios ficticios y reportajes imaginarios. El reto es transmitir cómo miles de millones de personas no tendrían salvación, el miedo, la controversia y los problemas que una decisión de este tipo conllevaría. Para ello acuden a una sucesión de secuencias planteadas a la manera del modélico prólogo creado por Kyle Cooper para El amanecer de los muertos (Zack Snyder, 2004), posiblemente los dos minutos más plagiados de la historia del cine, con unos resultados bastante interesantes.
Frente a esta disyuntiva el programa busca una alternativa que, lógicamente, se halla en Estados Unidos: construir ciudades flotantes. No hay que olvidar que es una producción hecha en ese país y que, aunque tiene cierta gracia que sean unos guionistas americanos los que propongan la capital de España como la última ciudad del mundo, como no se podía ser menos la solución b se ha de construir bajo las barras y estrellas. Por si fuera poco, Evacuar la Tierra tiene un giro final que revierte toda la situación. Pero ese giro no es óbice para que resulte como poco divertido que hayan tenido que ser unos estadounidenses los primeros que hayan dicho en el medio audiovisual que España podría ser el último lugar habitable del planeta. Algo que el cine español no ha podido casi nunca creérselo. Quizás porque nos conocemos bien.