LA NAVE DE LOS LOCOS / OPINIÓN

¿Por qué me habéis hecho taurino?

Tanta sensibilidad con los toros y tan poca compasión con los seres humanos, antitaurinos. Vuestra respuesta cruel a las muertes de Víctor Barrio e Iván Fandiño me ha abierto los ojos. Yo, que nací para ser equidistante, para no mojarme ni en esto ni en aquello, me veo obligado a pasarme al bando de los taurinos

3/07/2017 - 

Hasta hace no demasiados años yo era un hombre normal, con una vida normal, con unas aficiones normales. Intentaba engañar a mi empresa en todo lo que podía, y por supuesto a la Hacienda pública española. Era un ciudadano corriente que no destacaba ni desmerecía por nada. Llevaba una vida monótona y rutinaria de lunes a viernes, y cuando llegaba el fin de semana me permitía algún exceso. Ya sabéis: alcohol, sexo de baja intensidad y esas cosas que dan color a la vida.

Así era mi existencia de hombrecillo sin horizontes de ambición, trabajando más de la cuenta, por encima de lo que estipulaba mi contrato laboral, y cobrando a destiempo. Una vida de mierda, todo hay que decirlo.

Pero como no hay mal que cien años dure, según sostiene la sabiduría popular, mi vida dio un vuelco radical cuando España se hizo sensible a los animalitos y en particular a los toros de lidia. Recuerdo que el cambio fue tal que me provocó un severo trauma en lo más profundo de mi ser. Yo era, hasta cierto punto, un hombre feliz. Los toros ni me rozaban. Eran un espectáculo que me provocaba tanta indiferencia como el último disco de Manolo García. No sabía distinguir una verónica de una chicuelina. De oídas conocía vagamente quiénes eran Enrique Ponce y los hermanos Rivera, unos toreros ventajistas y de arte controvertido, según los expertos en la materia. Pero poco más; la tauromaquia era una realidad lejana e incomprensible para mí.

Creedme si os confieso que sólo he asistido a dos festejos taurinos: uno siendo niño en compañía de mi padre, y se trataba del bombero torero, y otro, ya entrado en años, una corrida en la que los matadores ofrecieron un espectáculo mortecino. Aburrieron a toda la plaza.

Como decía, yo era un hombre feliz, pero vinisteis vosotros, los antitaurinos, a trastocarme la vida.  No os lo perdonaré jamás. A mí me daba igual que Curro Romero diese la última espantá en la Maestranza o que José Tomás hubiera salido a hombros de su cuadrilla en una plaza mexicana. Me era indiferente por completo. Era como si me hubieran dicho hoy que el nieto de Nixon había bombardeado Vietnam o que algún chicano, tomándose la justicia por su mano, había asesinado al actual presidente de los Estados Unidos. La vida sigue, hubiese concluido en ambos casos.

Soy un romántico porque defiendo causas perdidas. La tauromaquia es una de ellas. Como todo lo auténtico, antes o después desaparecerá

Pero ahora todo ha cambiado. Sufro cuando matan a un toro en el coso de la calle Xàtiva. Pobre animal, me digo, influido por vuestros discursos tremebundos. ¡Han acabado con un ser vivo con derechos! Y me irrito, y me enervo y prometo vengarme. Sin embargo, a veces me asaltan las dudas y pienso que la razón no está de vuestra parte y que os pasáis cuando celebráis la muerte de un torero. Hace poco un toro mató a Iván Fandiño en Francia, y algunos de vosotros felicitasteis al animal por su “hazaña”. Eso no está nada bien, compañeros. Lo mismo hicisteis con Víctor Barrio y con aquel niño valenciano, enfermo de cáncer, que soñaba con ser matador. Unos pocos le deseasteis la muerte. El niño murió. Debería avergonzaros vuestra falta de piedad.

Tanta sensibilidad con los toros y tan poca compasión cuando se trata de un ser humano. Me hace gracia que equiparéis a una persona con un animal. Nunca una persona será como un animal. Apuntadlo. Siempre las personas, los hombres y las mujeres, estarán por encima de los animales. ¿Eso significa justificar el maltrato a un perro o a un gato? En absoluto, animalistas. Pero hay que tener clara la jerarquía: las personas son superiores a los animales.

Mi libertad frente a los talibanes

Vuestra respuesta cruel a las muertes de Iván Fandiño y de Víctor Barrio me ha abierto los ojos. Yo, que nací para ser equidistante, para no mojarme ni en esto ni en nada, me veo obligado a pasarme al bando de los taurinos, no porque me gusten los toros sino porque me gusta la libertad. No consiento que ningún talibán me diga lo que tengo que hacer si actúo dentro de las leyes. Cuando os veo insultar a un aficionado llamándole “asesino”, me reafirmáis en mi condición de taurino forzoso. ¿Qué os ha hecho ese hombre, que en el ejercicio de su libertad ha comprado una entrada para asistir a un espectáculo amparado por la ley?

Sé que no os va a gustar, me tacharéis de traidor y cosas peores, estoy acostumbrado a oírlas, pero cuando tenga un día libre me plantaré en el pasaje Doctor Serra y llamaré a la puerta de la escuela taurina de la Diputación de València para apuntarme a un curso de lo que sea. Dada mi edad, creo haber llegado tarde a ser matador, pero aún estoy a tiempo de ser banderillero, mozo de espadas o picador.

En esta decisión veréis, mis queridos lectores, que soy un romántico porque defiendo causas perdidas. La tauromaquia es una de ellas. Antes o después desaparecerá. Cualquier realidad auténtica como el toreo, en que se juega con la vida, la muerte, el placer y el dolor, está condenada a una muerte lenta. Le espera su estocada final. La sangre esparcida en el albero es un detalle de mal gusto, una zafiedad para tanto espíritu delicado. Y así, en no demasiados años, nadie sabrá quién fue Manolete ni Islero, el toro que lo mandó al cementerio. Y el mundo seguirá como tal cosa. A la deriva.

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