VALÈNCIA. Hace algunos meses, quizá más de un año, asistía a la inauguración de una exposición, llamémosla X. En este caso, además, por placer, nada que ver con mis quehaceres en Cultur Plaza. Cuando entré a la –imponente- sala de exposiciones me topé con un buen puñado de piezas de carácter amateur, evidentemente pobres y con un dudoso discurso artístico. El espacio, eso sí, a rebosar de gente. Al menos en la inauguración. Debió ser tal el poemario que recitaba mi cara que uno de los trabajadores del propio centro se apresuró a aclarar: “bueno… es por una buena causa”. Así era. La muestra en cuestión, en colaboración con entidades sin ánimo de lucro de noble cometido, se presentaba como una conquista del espacio al que hasta ahora no podían acceder pero: ¿realmente el fin justifica cualquier medio?¿beneficia o devalúa el proyecto a largo plazo de los centros expositivos?
Por supuesto, hasta ese momento todas esas preguntas las sufría como las almorranas: en silencio. ¿Cómo yo, una persona que se considera sensible a las causas sociales, iba a criticar un proyecto con un fin tan loable?¿significa eso que soy mala persona?¡Pero si es por los niños! Cuestión aparte la de si ardo o no en el infierno, el murmullo tras mi comentario –que hice, eso sí, en voz bien bajita- no cesó. Algunas de las personas que me acompañaban respiraron aliviados, como si se hubieran quitado un peso de encima, una carga pesada paliada por la complicidad de quienes por fin comparten un secreto. Por supuesto, todos nos apresuramos a justificarnos: que si la causa es muy honorable, que si nuestra opinión no tiene nada que ver con el objetivo final y demás palabrería. Cosa, por otra parte, cierta.
En una época en la que la vertiente social es cada vez más explícita en los centros artísticos, especialmente en los museos y salas de gestión publica, cabe recordar que el fin no siempre justifica los medios. De hecho, lo explícito rara vez funciona. La magia se da cuando la crítica o reflexión social está embebida en un discurso artístico que la transforma, adapta y presenta de una manera interesante, más allá de la premisa inicial. Nada hay menos interesante que la pornografía, también la social. La pasada semana dos exposiciones de temática similar abrieron sus puertas en València, muestras que giran en torno a la mujer. La primera, En rebeldía. Narraciones femeninas en el mundo árabe, en el IVAM, un interesante ejercicio que lleva a conocer la realidad de las mujeres árabes a partir de su propia producción artística, un relato principalmente fotográfico que nada entre la representación social o la libertad sexual. La misma semana, el Centre del Carme presentaba El alma de las mujeres luna, impulsada por la Asociación de Mujeres Solidarias y Emprendedoras Lunas Divinas (AMSELD), una muestra que, si de comparar de tratara, tiene las de perder. Esta última, por cierto, ha sido programada fuera del concurso específico para exposiciones de carácter social, Altaveu, impulsado por el Consorci de Museus de la Comunitat Valenciana, cuyos proyectos seleccionados empezarán a rodar en octubre, cuando se podrán conocer las propuestas finales.
Ejemplos de buen, mal y regular hacer hay muchos en los últimos años, de proyectos cargados de buenas intenciones que no cumplen las expectativas artísticas. La cuestión, más de fondo que los ejemplos concretos, trata sobre si se ha de apostar o no por una programación cultural supuestamente ‘elitista’. La dichosa palabra, que sale a relucir rápido cuando se debate sobre este tipo de asuntos, remite a la dificultad de acceso de la mayoría a la oferta cultural. La opción fácil parece, claro está, bajar el listón expositivo. Sin embargo, hay una opción mejor: mantener la excelencia y apostar por buenos equipos de educadores de museos –que los hay- y aumentar su presupuesto –ya menos- para acercar realmente la cultura a la ciudadanía. Educar es valores sociales no es solo importante sino indispensable y parte del cometido de las instituciones museísticas, pero en este caso el cómo importa y mucho. Hagámoslo por los niños.