VALÈNCIA. Desde que los lanzamientos discográficos ya no son la gran fuente de ingresos de la industria musical, la nostalgia se ha convertido en uno de los motores de esta. Las compañías aprovechan sus fondos de catálogo y cada tanto reeditan discos viejos, a sabiendas de que siempre habrá alguien que volverá a comprarse el disco que ya tiene. Nos gusta revivir las sensaciones que tuvimos esa primera que lo escuchamos o lo tuvimos entre las manos por primera vez. Los sellos discográficos lo saben y nos ayudan a hacernos felices a cambio de unos cuantos euros de nada. Yo tampoco escapo a eso. Vivo con interés el presente y estoy muy atento al futuro porque necesito seguir encontrándome con artistas, discos y canciones que me den algo que necesito. Supongo que eso podría denominarse también nostalgia del futuro. Pero es la nostalgia por el pasado la que más fuerza tiene. Incluso la que nos provoca aquello no vivido. Pienso en los Beatles, que reviven cada año con una o más reediciones. Yo me los perdí porque acababa de nacer cuando ellos empezaron a triunfar. Sus canciones estuvieron presentes en el marco de mi infancia de una manera lejana, como parte del fondo de la cotidianeidad. Cuando a los 13 años empecé a interesarme de verdad por la música, y a falta de hermanos mayores que me guiaran, no sentí el menor interés por ellos. Lou Reed, Patti Smith y los Sex Pistols me daban justo lo que yo pedía. Ahora, sin embargo, con cada nueva referencia de los Beatles que llega a las tiendas bajo el reclamo de la edición superlujosa conmemorando el medio siglo de la obra en cuestión, me invade una cierta nostalgia. La que me produce el no haber vivido algo que, en realidad, no me fue completamente ajeno. Porque aunque fuese un murmullo lejano, aunque no prestara excesiva atención, los Beatles estaban ahí cuando yo era un crío.
Con Prince la cosa es bien distinta. Prince fue el primer artista negro del cual compré discos con la misma lealtad y pasión con la que compraba música de mis ídolos blancos. Prince era lascivo, enigmático y hacía música funky pero le metía teclados como los que sonaban en las canciones de The Cars y Devo. Una joya. Cuando me acuerdo de Prince me veo descubriendo sus fotos en el NME y el New York Rocker. Me veo comprando ediciones americanas de sus primeros discos en las cubetas de saldos de Viuda de Miguel Roca. Me recuerdo deslumbrado sosteniendo un álbum doble -¡un álbum doble!- titulado 1999. Como viene ocurriendo desde la muerte de Prince hace tres años y pico, sus viejos discos van reapareciendo ampliados y engrosados por nueva música, de la misma manera que van apareciendo títulos nuevos con material inédito. Pero cuando se trata de discos como 1999, aparecido originalmente en 1982, the nostalgic vibe se activa que da gusto.
En la edición original, las fundas de ambos llevaban las letras impresas por una cara, y fotos en la otra. Una de aquellas imágenes mostraba a Prince desnudo, tumbado bocabajo, con una sábana azul que dejaba al descubierto el nacimiento del trasero. Luego había una serie de canciones en las que el sexo era el eje de todo. En Lady cabdriver, el narrador cogía un taxi y acababa haciéndolo con la taxista. En Let’s Pretend We’re Married, un hombre recién abandonado por su novia le flirtea con una mujer que se cruza en su camino. Toda la letra de Little Red Corvette puede leerse una metáfora sexual. Y Delirious era una proclamación de eso que se suele llamar perder el sentido o ponerse tontito cuando se acerca alguien que nos gusta. 1999 era y sigue siendo una fiesta celebración de la vida y el sexo. Quizá no era nuevo porque eso ya lo habían hecho otros artistas negros antes, pero sí era novedoso el modo en que lo hacía Prince, al igual que el personaje de Prince en sí mismo, con su tupé y su amaneramiento a lo Little Richard y su descaro a lo Mick Jagger.
1999 tenía un plus, que era el tema que daba título al álbum. Se suponía que ese sería el año en el que el mundo se acabaría y la canción animaba a disfrutar antes de que llegara ese momento. En diciembre de 1999 estuve en Chicago por motivos de trabajo y en varias de las tiendas de discos en las que entré sonaba esa canción. Ahora, casi 22 años después de aquel supuesto apocalipsis –que no tengo yo muy claro que no se haya activado en modo larga duración- me pregunto si la nostalgia que me produce reencontrarme con este disco no es también la nostalgia por unos años –los ochenta-, en los que parecía que nada podía ir mal. Eso pensamos o eso quisimos creer. Quizá fuimos muy inocentes o puede que actuar de otra manera no fuese tan fácil. Me inquieta mucho el presente en el que estamos instalados. Pero me inquietaría aún más el hecho de que eso no me preocupara. Vivir se supone que también es eso: tener esperanza y fuerzas para rebelarse contra lo amenazante y lo injusto. Más allá de lo poco o mucho que crea en la capacidad del ser humano para sobrevivir a su propia estupidez, pienso que lo peor de todo es callarse, cruzarse de brazos y dejarlo todo en manos del pesimismo. No estamos aproximándonos a un cambio de siglo como cuando Prince grabó 1999, pero sí nos quedan tan sólo una semanas para dejar atrás una década. La canción de Prince rima igual si dices 2019 en lugar de 1999. Pero el baile no tiene que acabarse ni mucho menos porque haya unos cuantos que quieran apagar la luz.