Cuando mi hija era pequeña y veía el armario de la Barbie, le volaba la cabeza. Enfermera, amazona, ejecutiva, pastelera, profesora... ¿Cómo puede ella ─se preguntaba en silencio─ tener tantos trabajos y parecer tan ociosa? En sus vídeos, la muñeca perdía el tiempo rescatando el brillo perdido de las cosas, o tejiendo bufandas. Mi niña también quería una mamá que pasara el día horneando cupcakes en su cocina lacada en rosa, pero la suya no entraba en casa a pesar de tener un único trabajo. Uno solo, y sin uniforme. Con los años me ha confesado este enigma y nos hemos reído de la muñeca de Mattel, del veneno que inocula, de la censura que merece. También hemos horneado madalenas pero, sobre todo, hemos hablado de su futuro. Ciencias, letras, sociales, arte. Búscate un trabajo aburrido, le digo un día cuando entra en el coche y me habla del tedio que ha visto en la chica de un mostrador. Su expresión al oírme parece un poema. Búscatelo anodino, sí, porque si es tan divertido como el de mamá terminarás doblada de cansancio.
Hace tiempo que me cuestiono el trabajo porque ha estado a punto de achicharrarme. Si uno está de baja puede vivir en primera persona el estigma de quien no produce y entender que el capitalismo es algo más que un sistema económico. Es una ideología sutilmente inoculada, un mantra que nos repetimos y reza “no vales por lo que eres, sino por lo que produces”. Intento conjurarlo y devoro artículos sobre la antiambición, el elogio de la mediocridad y todo lo que desmantele el mito de la realización personal en el trabajo. Si detrás de ese discurso buenista del trabajo social o moral sólo hay parches, corruptelas, burocracia e improvisación, el desengaño está servido. La herida moral. La sufrimos los sanitarios, trabajadores sociales y profesores, mayormente. Por eso anoto un nuevo término: dismorfia del trabajo, que tiene que ver con la insatisfacción permanente. En El trabajo no os amará, de Sarah Jaffe, se denuncia cómo la adicción al trabajo dejó de ser un término peyorativo (workaholic) en los 80 para ser hoy lo que se espera de uno. Su tesis es que el “trabajismo” (workism) se infiltró y colonizó cada minuto de nuestras vidas aprovechando el vacío que dejaba la muerte de la comunidad. La ideología del amor al trabajo proporciona una identidad y un sentido de vida, pero pagamos un alto precio si no ajustamos bien el foco. Según la periodista americana, se trata de una estafa a escala global ya que el trabajo no puede darnos amor, por lo que no debemos esperar que lo haga.
Me identifico mucho con su diagnóstico pero no doy con las recetas para superarlo. Ella propone bajar la velocidad a la que producimos y consumimos. Repensar la jornada, animar la participación y el compromiso. Yo todavía sigo haciendo una cosa y predicando la contraria, la prueba de ello es ver a mi hijo en la facultad de medicina y no desanimarle. Intento soltar amarras, oxigenarme, sacar temas distintos al trabajo en las sobremesas y sí, soy una privilegiada, pero me pregunto cómo sería mi vida recibiendo órdenes y olvidándolas al entrar en casa. Esos falsos conformistas a quienes Lucía Márquez ("En defensa de trabajar por dinero en algo que no te apasiona") describe como "realizados sin ser un cowboy en Linkedin" y que no necesitan los “14 neologismos de marketing que están de moda este mes”. Así fueron nuestros abuelos, currantes rasos, que nunca esperaron trascendencia en sus trabajos, que simplemente se ganaron la vida. Tenían una jornada extensa sin más ambición que las perricas que juntaban con ello y que guardaban para nuestras flamantes carreras. De un tiempo a esta parte vigilo de cerca a las cajeras del súper, a los repartidores, espío la alegre cháchara de las auxiliares y las envidio en secreto. En mi Unidad, el despacho de las enfermeras es un jolgorio y el de las médicas un funeral con cuatro facultativas tecleando de forma furibunda.
A veces siento que la clase médica es la más tocada de la sanidad, porque no se permite un respiro. No montamos una huelga ni a la de tres, ni siquiera rellenamos las encuestas de riesgos laborales. Hay una sola cosa en el horizonte y es la tarea. Aunque nos tiren a los leones, seguimos igual. Una colega me sugirió un día una revolución sin saberlo. Se coló en mi despacho para desahogarse un rato y propuso algo tan inocente como ver a los pacientes uno-detrás-de-otro. Hacer una cosa cada vez. Solté las manos del teclado, la estudié en silencio, fantaseé. Qué hermosa quimera: ordenar el tiempo, resucitar la cronología, matar a la mujer orquesta, aunque las listas de espera se multiplicaran hasta la metástasis. La revolución empieza por trabajar con orden, le dije, a la velocidad justa. Y nos reímos. Por supuesto, ahí acabó la cosa.
Leo en el Times que en EEUU millones de personas han plantado sus empleos después de la pandemia (muchos de ellos con sueldos bajos, sobre todo en ocio y hostelería). No exigen mayor salario, sino mayor equilibrio trabajo-vida. La gran dimisión, como lo llaman, obedece a que muchos de ellos están quemados, enfermos, cuidan hijos o se jubilan. Es un fenómeno difícil de observar aquí, con un mercado laboral tan rígido y escaso. Lo que sí hemos vivido de cerca ha sido la división de los trabajos en esenciales y no esenciales, donde ninguna de las dos categorías sienta bien, ¿qué aporta mi trabajo si se puede suspender?, ¿esta ocupación que vampiriza mis horas era prescindible? O: ¿cuál es el significado oculto de “esencial”? Arriesgo mi vida mientras otros producen informes de marketing desde casa (y cobran mucho más), ¿me están tomando el pelo? Esenciales o no, con posibilidad de plantarse o no, nuestra relación emocional con el empleo ha sufrido un revés difícil ya de ignorar. ¿Es un cambio de prioridades o se trata de que estamos tan abatidos que ya no podemos disfrutar nuestro trabajo?
Búscate un trabajo como dios manda, era lo que se nos decían a los boomers, allá por los ochenta y noventa, ¿qué es hoy en día un trabajo como dios manda? No quiero para mis hijos la precariedad que roza la esclavitud, pero tampoco una vocación que les funda los plomos.
La buena noticia es que pronto va a salir la Barbie funcionaria, empleada insulsa de media jornada en alguna administración. No se acostumbra a madrugar, es un dolor que no cesa, pero si la atormenta su hernia de hiato o los juanetes puede pedir una baja. Cada mañana Ken está ya en pie con el anorak que enloquece a la perra y ella lo mira trajinar por el cuarto sin abrir del todo los ojos, como si lo espiara a través de una veneciana. No volvería a la empresa donde él trabaja por nada del mundo, no quiere una moto acuática ni otra autocaravana en rosa y azul. El despertador sonará tres veces más hasta que ella ponga los pies en el suelo y la mañana la agarrará de las solapas hasta fichar a las tres y largarse. Aguantará con estoicismo los chismes, los malmetes, los maltrabajas y las corruptelas, los días en los que se cae la red y los que se llena los dedos de toner porque no llega el de informática, pero todo esto se lo sacudirá de encima con un golpe de melena y a otra cosa. Puede que llegue rendida, que se duerma el final del telediario o la peli de los viernes por la noche, pero Ken la encontrará en casa con la cara de los concursantes que se han llevado el millón de euros. No se perderá nunca su clase de yoga de las cuatro, o a su taller de cerámica de las seis, o su reunión de voluntariado con mujeres. No dejará de fichar con las amigas para el vermut de los sábados y si se cae el mundo, que quién dice que no, serán otros los que corran a arreglarlo. Ella tendrá ya apagado su móvil hasta el lunes.