En los últimos tiempos, esa tragaperras de estímulos que es el timeline de Twitter me ofrece cada pocas semanas un meme que siempre retuiteo y que más o menos sigue la siguiente estructura: En una entrevista laboral al candidato le hacen esa grimosa pregunta de ‘¿Por qué quieres trabajar con nosotros?’ y el susodicho contesta ‘Por dinero’. Ya está, esa es la broma. Porque todos tenemos interiorizado que, aunque el fin de vender tu fuerza de trabajo sea, en última instancia, un salario, está mal visto decirlo. Tienes que fingir que hay otros motivos más elevados que te empujan a querer formar parte entusiastamente de esa corporación. Que integrarte en uno de sus cubículos es tu mayor anhelo, el motivo por el que tu corazón bombea. Considerar el empleo solo como una forma de lograr un sueldo digno se ha convertido en un tabú en estos tiempos de autosuperación pocha. No aspirar a la excelencia, el mayor de los pecados.
Por ello, ahora y siempre, es necesario defender los trabajos que te dan igual, pero te ayudan a mantenerte en pie y cultivar la felicidad en otras parcelas de tu calendario. Oficios que acometes únicamente para ganar perras, llenar la nevera y tener tiempo libre. ¡Como si eso no fuera ya suficiente reto en este plano de la realidad rebosante de sueldos míseros, abusos laborales y asalariados pobres! No me refiero a esos empleos basura que te resultan insufribles y alienantes; no a esos puestos que te arrancan poco a poco las ganas de respirar, en los que cada lunes se abre ante ti un acantilado de angustia y estrés insufrible. Estoy hablando de ocupaciones suficientemente agradables para permitirte ganarte la vida sin existir en un continuo ataque de ansiedad, pero que no constituyen para ti un elevado propósito vital. Nada más y nada menos. Ni un sueño ni un infierno.
Sería naíf negar que en todas las plantillas hay cierto grado de estrés, roces, malentendidos, situaciones complicadas… Pero no veo nada descabellado desear un trabajo que ejecutes con acierto, aunque no constituya tu gran pasión. ¿Quién decidió que las grandes pasiones deben corresponderse con la empleabilidad? ¿Por qué vocación ha de ser sinónimo de mercado profesional? ¿Por qué asumir que tus sueños deben canalizarse exclusivamente a través de tu jornada laboral? Y, ¿en qué momento valoramos más un empleo vocacional que te destroza por dentro antes que un medio de subsistencia con el que poder cultivar otras alegrías ajenas a la empresa?
Claro, en esta locomotora desquiciada en la que viajamos, todo lo que no sea ser empresario de uno mismo es visto como un fracaso. Se espera que estés siempre queriendo prosperar en tu organigrama, siempre reinventándote, siempre cantando a los cuatro vientos tus múltiples éxitos. Que la mediocridad sea la mayor de tus pesadillas. Y así, se desdeñan aquellos empleos que no incrementan tu marca personal, sino que simplemente te proporcionan bienestar y dinero. Un dinero que puedes intercambiar por bienes y servicios, un dinero con el que puedes construir horizontes más allá de tus retos profesionales.
Asistimos desde hace décadas a la demonización de esos oficios prosaicos que te mantienen llena la nevera, te pagan algún capricho y te dejan tiempo para ser. De las carreras profesionales que no son especialmente excitantes ni creativas, que no suponen un chute de emociones constante, pero que te permiten hacer la fotosíntesis en paz. Eso es no arriesgar, acomodarte en lo ya conocido, no pensar fuera de la caja y la penúltima sandez del coach de turno. Tener una sucesión de semanas tranquilas, qué horror.
Propagar que es la vocación profesional lo que debe dar sentido a tu existencia constituye una doble trampa. Por una parte, te condena a sentirte un fracasado si no logras acceder a ese empleo fascinante y creativo, aunque puedas cultivar tus afanes en otros espacios. Por otra, si efectivamente consigues ‘dedicarte a lo que te gusta’ y resulta que esa ocupación es demasiado exigente y convierte en migajas el resto de tu vida, te carga de culpabilidad por esta desaprovechando la oportunidad, por no ser capaz de surfear esa ola, asumir ese reto, triunfar cuando lo tienes al alcance de la mano. Porque sí, puedes dedicarte a ‘eso que tanto tiempo habías deseado’, sentirte completamente desgraciado y acabar quemado. ¡Viva la vocación y la ilusión!
En ese mismo saco de demonizaciones entra también la figura del empleado poco proactivo. Aquel que – oh, terror– sabe que no va a heredar la empresa y solo busca ganarse un sueldo con honradez. Aquel que no milita en la cultura corporativa ni cree que vivir y producir sean sinónimos. Aquel que solo quiere hacer bien sus funciones, no entregar a sus primogénitos para un sacrificio ritual porque un carguito intermedio hizo un curso en el que lo recomendaban como actividad de teambuilding. Y entra aquí mi derivada favorita: cada dos por tres algún papanatas se rasga las vestiduras en tribunas y tuits dramando porque los jóvenes españoles ansían ser funcionarios. ¡Qué calamidad! Generaciones que observan aterrorizadas la degradación de las condiciones laborales en el sector privado, la explotación que sufren sus amigos y familiares, y aspiran a una cuantas certezas en sus currículums. Ciudadanos que desean poner sus ansias creativas en horizontes que no sean los asalariados y poder tener un proyecto de existencia con cierta estabilidad. Que no sueñan con ser pioneros e innovadores, ni con montar y hundir 345 start-ups.
Pues nada, para los ‘expertos’, eso es un signo más de la decadencia moral de nuestra sociedad y blablabla. Si no quieres chapotear en el emprendedurismo, eres un perdedor; si valoras tu tiempo de ocio, te falta ambición; si estás harto de la incertidumbre y la explotación y deseas estabilidad, eres conformista.
Lo más paradójico del asunto es que para que el engranaje colectivo esté bien engrasado resulta imprescindible que haya personas dedicadas a esas ocupaciones alimenticias e invisibles en las que no hay demasiado margen para la creatividad. El discurso social del triunfo y la autorrealización necesita de esos mismos individuos a los que desprecia por no considerarlos dignos espadachines del capitalismo en constante evolución. Es insostenible una sociedad compuesta únicamente de entrepreneurs lanzando ideas al vacío. La sociedad se quedaría paralizada sin esos cobardes que no salen de su zona de confort ni emplean en cada frase los 14 neologismos de marketing que estén de moda este mes.
Y ojo, quizás las personas entregadas a esos empleos poco glamurosos y chisporroteantes se sientan perfectamente realizadas sin necesidad de ser un cowboy de Linkedin. Ya lo siento, pero no todo el mundo tiene como meta ejercer de CEO. O puede que solo quisieran un buen horario y una nómina mensual. Las dos opciones me parecen estupendas ¿Cuándo se mandó la circular de que trabajar por dinero y gozar de la vida fuera de la empresa era algo malo?