VALÈNCIA. Cuando yo era niño, mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí al cementerio de nuestra ciudad después de haber oído misa en la catedral. Antes de regresar a casa parábamos a ver a la abuela Lola, que nos daba una propinilla en la despensa, a escondidas, para que no se enterara mi padre.
La abuela Lola murió cuando yo tenía diecisiete años. La vi muerta en el ataúd antes del entierro. El velatorio fue en el domicilio de mi tía Paquita. Entonces aún quedaban familias que llevaban a los muertos a sus casas. La visita a los tanatorios y la muerte industrial se generalizaron después.
Mi abuelo materno Matías fue el primer muerto que vi, a los doce años. Lo encontré natural. A los niños de hoy (y también a los adultos infantilizados, que son la mayoría) se les esconde la muerte para que los pobrecitos no se espanten.
La muerte es el primer tabú de esta sociedad de pusilánimes.
Quizá le deba a mi padre mi querencia por los camposantos. Me gusta pasear por los cementerios porque me siento a salvo de los vivos, y dialogo con los muertos. Nos hacemos compañía. También he imaginado asistir a mi entierro, como en El estudiante de Salamanca. En esto se conoce que soy un romántico.
Siempre que puedo, cuando regreso a mi tierra, visito a mi tía Remedios. Le rezo y le limpio la lápida. Sé que ella me ve y me oye musitar un padrenuestro. Mi tía no morirá mientras siga vivo. Los muertos no acaban de morir hasta que desaparece el último ser querido que los conoció y dedicó tiempo a recordarlos.
En las televisiones, durante este tiempo oscuro, los muertos son sólo cifras. Hay estadísticas oficiales de muertos por coronavirus (muy engañosas, por cierto) como las hay de importaciones de tomate marroquí. Las televisiones se cuidan mucho de no poner cara, nombre y apellidos a esas 13.055 personas que nos han dejado durante la pandemia. No veremos ninguna entrevista a un familiar desconsolado o rabioso por haber perdido a su padre o madre. No toca.
La práctica de ocultar a los muertos con el pretexto de no desmoralizar a la población es vieja. Sin ir más lejos, el Gobierno de Estados Unidos lo hizo en la guerra de Irak.
Los muertos apestan antes de apestar. Tienen que cargar con el oprobio del anonimato como si fuesen culpables de sus muertes. Los muertos no tienen quien los defienda. Porque cualquier muerto desmiente el engaño de la vida y nos recuerda que somos mortales, que nunca fuimos dioses.
¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!, acertó a escribir Bécquer en una hermosa rima. Pocas verdades hay tan ciertas como esta.
Los vivos, mientras tanto, buscamos excusas para seguir en pie, hasta que nos llegue la hora definitiva. Vivir es ir engañándose y distrayendo a la muerte.
Desde los griegos sabemos que una forma de conjurar la muerte es el sexo. Eros y tánatos. En España ahora se fornica poco, según he leído. Alemania y el Reino Unido nos golean en la venta de preservativos. Aquí se impone el sexo virtual y el porno. También en esto seremos pioneros. En el futuro el sexo se practicará con mascarilla y a distancia, con la ayuda misericordiosa de una pantalla desinfectada. El contacto físico será una práctica de mal gusto, muy arriesgada. Cosa de paletos y retrógrados.
En lo que a mí me concierne, sólo puedo constatar que tengo la libido por los suelos. Esta circunstancia me preocupa porque hemos alcanzado la primavera.
Como no practico el sexo en ninguna de sus variantes, me aplico a los placeres de la comida y la bebida. Estoy engordando y encaneciendo.
Esta mañana he ido a la carnicería. Estaba vacía de clientes. La carnicera me ha preguntado qué tal estaba. "Cansado de la situación", le he contestado. Le agradezco su tono familiar porque era la segunda vez que entraba en su negocio.
—Toda precaución es poca —dice—. Me lo ha dicho un hombre que estuvo infectado.
En la panadería he comprado dulces. Me da igual seguir engordando. De alguna manera hay que endulzar esta vida de mierda que llevo.
Doy varias vueltas al supermercado pero no entro. Así estiro las piernas antes de regresar al confinamiento.
Mi hermano me dice que ya no ve los informativos. Hace bien. Yo cada vez les dedico menos minutos. Se comienza a hablar del rescate a España. La vicepresidenta Calviño lo niega, razón de más para preocuparnos.
En esta crisis sólo nos ayudarán nuestros hermanos, los portugueses. En otra vida quisiera nacer en Coimbra.