VALENCIA. Piaget, cuando se le pide que comente el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el que hace referencia al “Derecho a la Educación", afirma que este no queda reconocido por la mera presencia del niño en la escuela, sino que debería garantizar el pleno desarrollo de sus funciones mentales y la adquisición de los conocimientos y valores para su adecuada adaptación a la vida social.
En esa misma línea, el Informe de la UNESCO, Hacia un aprendizaje universal. Lo que cada niño debería aprender, mantiene que “el derecho humano a la educación no puede materializarse simplemente al garantizar que los niños asistan a la escuela; ellos deben además aprender mientras se encuentren allí.” Es más, el propio Banco Mundial se plantea la siguiente cuestión: “¿para qué sirve la escolarización si no tenemos claro el aprendizaje que se está adquiriendo o si no hay una correlación entre años de escolarización y aprendizaje?”
Por tanto, podemos afirmar que el derecho a la educación no solo queda reconocido como un derecho de acceso a la enseñanza, sino que se trata de un derecho de aprendizaje. Entonces, ¿qué pasa con el niño que no aprende?, ¿dónde queda, pues, el tema del fracaso escolar?, ¿podríamos afirmar que el niño que fracasa en la escuela está viendo vulnerado su derecho a la educación?
La educación capacita a las personas para el desarrollo de una vida plena –digna. La propia LOMCE –antes la LOE- establece una serie de Competencias Básicas o Claves que deben ser adquiridas por todo el alumnado al acabar su enseñanza obligatoria. Es más, afirma la propia Ley, que la no adquisición de estas Competencias podría dejar al joven en una situación de desamparo o marginalidad, en definitiva, en riesgo de exclusión social.
Díganme ustedes, qué sistema educativo democrático se puede permitir el lujo de condenar a una población determinada a vivir en una situación de riesgo y qué personas –maestros y profesores- van a cargar con la co-responsabilidad de esta situación.
Por tanto, ¿están ustedes dispuestos, queridos docentes, a permitir esta injusticia de prohibir a un determinado número de jóvenes a que adquieran las competencias necesarias para su desarrollo pleno? Y si quieren, no lo analicemos desde un punto de vista humano, pensémoslo desde el punto de vista meramente mercantilista–bancario, como lo definía el pedagogo Paolo Freire-. ¿Qué sociedad puede permitirse una bolsa de población sin oficio ni beneficio, que no aporte un valor añadido y que además sea una carga imposible de soportar para los diferentes estados del bienestar? Por lo que, lo veamos por donde lo veamos, es una cuestión de Justicia Social erradicar de raíz la lacra del fracaso escolar, es decir, de abogar por el verdadero reconocimiento del derecho a la educación.
Y, ¿qué podemos hacer los docentes?
El Informe Mckinsey, en el año 2008, nos dice que ningún sistema educativo puede ser mejor que la calidad de su profesorado. Por tanto, para garantizar un verdadero derecho a la educación deberíamos preocuparnos por atender a la formación inicial y permanente de los docentes, así como a las cualidades personales de este colectivo. En ese sentido, los docentes deberíamos estar dotados de una serie de características personales y pedagógicas concretas.
Estos deben poseer un talante especial y unas habilidades sociales concretas por el mero hecho de dedicarse a la enseñanza. La vida en el aula es una constante sucesión de interrelaciones personales, algunas conscientes y otras no tanto, que influyen y determinan el aprendizaje de los alumnos. Esto precisa de Autocontrol, es decir, la capacidad de dominar ciertas situaciones –emociones, sentimientos e incluso conductas; de una equilibrada Autoestima, ni excesivamente alta ni, por supuesto, baja. De valorarse y conocer sus propios límites, como única manera de poder reflexionar sobre su práctica docente y, por tanto, mejorar; de Empatía y de Asertividad como herramientas para trabajar con los alumnos. Aunque, sin duda alguna, hay dos cualidades que son esenciales para llevar a cabo la labor educativa. Por un lado, tener Habilidades para comunicar y, por otro, tener Vocación de maestro. Que te guste tu tarea como docente, entendida con espíritu de “servicio” y no como algo meramente “profesional.”
En cuanto a las características pedagógicas, los docentes deben poseer la capacidad de crear un clima de confianza y de respeto en el aula, que pueda fomentar la comunicación interpersonal y la participación de los alumnos en clase, fomentando una verdadera “Comunidad de aprendizaje,” en la que se atiende a los diferentes Estilos de aprendizaje, por tanto, a la Diversidad y se estimule, en última instancia, un Aprendizaje personalizado. Deben interesarse por los éxitos y los fracasos de los alumnos, ayudándoles en su crecimiento personal y académico. El simple hecho de “preocuparse,” es decir, de reconocer al otro como alguien válido que despierta nuestra atención, favorece el interés de nuestros alumnos por lo que se enseña, sobre todo, en aquellos alumnos que más carencias y necesidades tienen. Atender y preocuparse por aquellos alumnos que tienen más dificultades, menos capacidad, escasos recursos…; hacerles comprender su importancia, aumentar su autoestima, es una de las tareas fundamentales del docente del siglo XXI. Enseñar a los que quieren y pueden aprender es mucho más sencillo, nuestro trabajo se revaloriza cuando atendemos a colectivos más desprotegidos.
Además, los docentes deben vivir lo que se enseña, creerse el papel del maestro como aquel que modela, guía y orienta a su aprendiz. Divertirse enseñando y transmitir ese placer por el aprendizaje en cada una de sus clases. Mostrar a los alumnos que el esfuerzo y la dedicación dan su fruto, no tanto en calificaciones y notas, sino fundamentalmente en el disfrute del aprender, del descubrir conjuntamente lo que no se sabe, en definitiva, en ir creciendo en ese proceso de autoeducación. Deben sentirse feliz por los éxitos y avances de los alumnos, por verles “volar solos,” sin necesidad de ayuda. Alegrarse cuando te incomodan con sus preguntas, porque han conseguido hacer preguntas inteligentes, que te obligan a estar en un continuo proceso de actualización. Deben ser docentes motivados, que antepone al alumno a su propia materia y a sus propios intereses personales, que se involucran en el proceso de aprendizaje-enseñanza, que sienten los éxitos y los fracasos y los comparten con el alumno como si fuesen propios, que facilitan que los alumnos tomen la palabra, piensen, razonen y justifiquen sus juicios y opiniones.
Tal vez de esta manera demos respuesta al verdadero Derecho a la Educación.
Roberto Sanz Ponce es vicedecano de Pedagogía de la Universidad Católica de Valencia