VALÈNCIA. Me he duchado. Llevaba tres días sin hacerlo. Mi hermano me dice por teléfono que hay que tener una rutina, llevar una vida lo más normal posible, dentro de los límites conocidos. Mi hermano lleva razón en lo que dice si aceptamos que nada de lo que nos está sucediendo es normal.
Esta noche hablará el rey de España. Quizá me haya duchado por esa razón, por estar presentable cuando comparezca Felipe VI. El rey y nosotros, sus vasallos, estamos pasando una semana difícil, qué duda cabe.
Cada día tiene su afán, como recuerda la Biblia. El mío será hoy prepararme para recibir la visita del monarca en mi casa, como si fuera Nochebuena pero sin adornos navideños.
Cuando he salido a la calle no me he quitado a Felipe VI de la cabeza. Lo debe de estar pasando mal con lo de su padre, aunque no tanto como los diarios deportivos, que no venden un ejemplar, según me confiesa mi quiosquera, la única persona con la que tengo trato a lo largo del día. Nos estamos cogiendo cariño, pero está casada.
El rey de España me cae simpático. Carezco de credenciales monárquicas, pero esto no impide que entre él y yo —al fin y al cabo somos de la generación de los payasos de la tele— haya indiscutibles semejanzas.
Los dos nacimos en 1968, con una diferencia de sólo dieciséis días; los dos éramos rubios y los dos tenemos los ojos azules. Eso sí, él se crio en una Familia Real y yo en la casa de un viajante de comercio y un ama de casa. Clase media modesta, claro ejemplo del macizo de la raza.
En mi familia, indiferente a las formas de gobierno, sólo hemos contado con un monárquico, y falleció hace ocho años que parecen ocho siglos. Era mi tía Memé. Alguna vez he escrito que se carteaba con don Nicolás Cotoner, el primer jefe de la Casa Real de don Juan Carlos.
Era rara la profesión de fe monárquica de mi tía porque durante el régimen del general Franco había pertenecido a la Sección Femenina. Me quedé con las ganas de verla con su camisa azul, del azul mahón del mono de los obreros, pero luego llegó la Santa Transición, se enamoró de Adolfo Suárez como tantas españolas, y el yugo y las flechas acabaron en el baúl de la abuela Victoria.
Tía Meme era contradictoria, como casi todos lo somos. Fue falangista y después se hizo monárquica. Yo soy anarquista de derechas, y convivo sin problemas con esta anomalía del pensamiento.
Es conocido que el presidente del Gobierno no es monárquico ni falangista. Pero sí es un agorero. En su comparecencia ante un Congreso de los Diputados casi vacío, nos ha advertido de que "lo más duro está por llegar". Cualquier político que se precie ha de repetir hoy esta frase: "Lo más duro está por llegar". Y además se creen Churchill.
A las nueve de la noche, tal como estaba previsto, el rey ha aparecido en mi modesta vivienda, que no sé si podré pagar dentro de unos meses. Para recibirlo he sacado una bandera española que desplegué en un balcón de Torrevieja cuando el golpe de los carlistas catalanes.
El rey comparece serio, de pie y detrás de un atril. Su breve discurso me deja indiferente. Las palabras del monarca no me tocan la fibra. Discurso frío y desangelado el suyo, hecho de retales con lugares comunes (unidad, solidaridad, agradecimiento, etc.), muy alejado de lo que se esperaba en esta situación excepcional.
En algunos medios veo la cacerolada comunista que se ha orquestado en contra de su persona. Este hombre me causa tristeza, tanta como la que siento por el futuro de mi país.
Guardo la bandera de España en el altillo de un armario, quizá para siempre.