Suena There is a light that never goes out de The Smiths en la terraza del pub irlandés Molly Malone. Paso unos días de descanso en La Manga. Al verme, la camarera, sin que yo mueva una ceja, viene con la tónica y la botella de ginebra. Sabe que el gin-tonic me gusta cargado. Es generosa al colmar la copa. La terraza está llena. La música es atronadora. Algunos niños gritan. Los padres los reprenden tímidamente.
La clientela de Molly Malone es heterogénea. Me fijo en dos hombres sentados enfrente de mí. El que me da la espalda está en una silla de ruedas. Apenas puede mover el cuello. Cuando gira la cabeza con dificultad, aparenta unos setenta años. Lleva gafas, es delgado y tiene el pelo blanco y escaso. Emite unos sonidos indescifrables. El cuidador hispanoamericano sí los entiende. Es moreno, calvo y rechoncho. Este hombre le da de beber un refresco al anciano. Sorbe a pequeños tragos. El cuidador no se impacienta. Está acostumbrado a hacerlo.
Estimulado por el alcohol, me pregunto si el cuidador cobrará un salario digno y tendrá contrato; también cuándo llegó a España y si cuenta con estudios para ese trabajo. ¿El enfermo tiene familia? Y si la tiene, ¿dónde está? ¿Vive en su casa o en una residencia?
Días después, al regreso de las vacaciones, en una clínica dental coincido en la sala de espera con un joven enfermo. Carece de voluntad sobre su cuerpo: la cabeza y la pierna derecha se mueven sin parar. Está acompañado por su madre. El muchacho agradece que le hayan cedido el asiento. Ha sido una muchacha, a la que piropea llamándola «guapa». Con razonable prudencia, la madre frena su impulsividad. Hace bien, porque piropear contradice el espíritu democrático de nuestra legislación.
Estos dos ejemplos desvelan una España oculta que preferimos no ver, porque es más grato estar en compañía de chicos apuestos y sanos. Entre el gimnasio y el centro de estética no hay tiempo para pensar en la enfermedad y la vejez. Sin embargo, existe la cara ‘b’ de la existencia. Basta visitar las urgencias de un hospital o una residencia para verlo. La vida no es el parque temático con el que nos entretienen hasta recibir el golpe definitivo —el golpe del poema de César Vallejo— que nos noquea.
¿Quién cuidará de ti y de mí cuando seamos viejos? No cabe esperar nada de este Estado bandolero. El ejemplo más cercano lo tengo en el padre de una amiga. Ha aguardado dos años a que técnicos de la Generalitat decidiesen su grado de dependencia. No hay plaza pública en una residencia para él. El anciano no se puede levantar de la cama. Se hace las necesidades encima. Y ahora llegan las preguntas decisivas: ¿quién le cambia el pañal a papá?, ¿quién le limpia la mierda? Ahí se ve el temple de cada uno. Puedes cuidar a tu padre por amor o responsabilidad, o buscar excusas. Mi amiga le cambia el pañal. El viejo morirá sin haber cobrado una ayuda prevista en la Ley de Dependencia. Será uno más en una larga lista.
Este hombre tiene familiares que lo cuidan. Casi siempre son mujeres. Pero hay otros jubilados sin esa ayuda. Viven y mueren solos. La mayoría no puede pagarse los precios de una residencia privada. ¿Por qué el Estado no ejecuta un plan de residencias y centros de día públicos? ¡Qué ingenuo soy! Pensar que este Gobierno de desalmados pueda hacer algo útil por mis compatriotas…
¿Quién nos cambiará el pañal cuando seamos viejos? ¿Los hijos que no tuvimos? Si tienes dinero, encontrarás a alguien, pero ¿y si no? Imaginad que vuestra pensión ha menguado por la quiebra de la Seguridad Social. No es descabellado. En fin, no nos pongamos tremendistas. Siempre el Estado nos procurará la eutanasia. Si muchos viejos los incordiamos, pueden planificar otra pandemia. En 2020 lo ensayaron y les fue de perlas. ¿Quién les impedirá repetirlo? ¿Alguien dimitió por aquella carnicería?
* Este artículo se publicó originalmente en el número 130 (octubre 2025) de la revista Plaza