Los informes técnicos se acumulan en los despachos, las promesas de inversión se repiten y los expertos vuelven a decir lo que llevan décadas diciendo: no se debe vivir pegado a un barranco. Hace casi veinte años se diseñaron propuestas para intervenir en la cuenca del Poyo que acabaron guardadas en un cajón, relegadas por falta de presupuesto frente a otras prioridades consideradas más acuciantes o más rentables en votos. Porque las inversiones en lo que llaman urbanismo resiliente son caras y requieren continuidad. No bastan cuatro años de legislatura. Son proyectos que necesitan décadas y acuerdos entre administraciones. Hoy reaparecen con la fuerza de lo evidente: no podemos seguir levantando casas, colegios o residencias en zonas inundables, pero las decisiones políticas se diluyen en la permanente guerrilla ideológica ignorando las recomendaciones. A nadie le gusta ser el político que firma un realojo. Es mucho más cómodo inaugurar un colector o un puente que obligar a ciudadanos que lo han perdido todo a irse a otro sitio.
Aferrados a la tierra donde crecieron, los argumentos de los vecinos de Paiporta, Catarroja o Utiel para seguir junto a cauces peligrosos no son fáciles de cuestionar. Marcharse no es simplemente mudarse, es renunciar a su historia: «Aquí nací, aquí quiero seguir». La casa levantada por los padres, el barrio de toda la vida donde crecimos o el negocio familiar que sobrevive a duras penas pesan más que el miedo a una nueva riada. Y no se trata de frivolizar con el arraigo: es real, es profundo y merece respeto. Pero la suma de raíces, resignación y esperanza se convierte en un obstáculo para avanzar hacia un urbanismo más seguro.
Sin entrar en la irresponsabilidad de los que construyeron —compartida con los que les permitieron hacerlo— decenas de miles de viviendas en terrenos inundables en los años de la burbuja inmobiliaria esquivando los estudios y las reglamentaciones que llevaron a la multinacional de muebles nórdicos a construir en alto, los expertos proponen alternativas para evitar las consecuencias de las riadas: no más zonas residenciales tan cerca de los cauces, devolver espacio al agua, crear parques inundables y humedales que absorban la crecida, usar pavimentos permeables, reforestar las cuencas altas, limpiar y mantener las ramblas en condiciones. Entre otras posibilidades.
Mientras tanto, el cambio climático multiplica los riesgos, porque lo que antes ocurría cada medio siglo ahora se repite en ciclos cada vez más cortos. No son fenómenos aislados, sino efectos previsibles de un planeta más cálido con un Mediterráneo a treinta grados.
El dilema es doloroso: reconstruir o realojar. Con dinero público, ¿debemos seguir financiando arreglos en zonas que sabemos condenadas a sufrir otra inundación o debemos dar el paso y ofrecer viviendas en zonas seguras? Los técnicos apuntan a lo segundo en los lugares más expuestos. La política prefiere lo primero, menos radical a corto plazo, como los vecinos. Incluso en los momentos críticos, las personas se niegan a abandonar sus casas, como veíamos este verano en los incendios en León, Cáceres, Orense o Zamora.
Necesitamos una cultura del riesgo distinta. No bastan las retroexcavadoras ni las ayudas de emergencia. Hace falta inversión en infraestructuras, sí, pero también en conciencia ciudadana para explicar sin rodeos que, por mucho que duela, hay paredes que no deberían volver a ponerse en pie. Desear volver a la vida anterior, a la rutina de siempre, es inevitable. Pero si no rompemos el círculo de destrucción-reconstrucción, la próxima crónica volverá a empezar de la misma manera: con casas arrasadas y la sensación amarga de que muchas muertes se podían haber evitado.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 130 (octubre 2025) de la revista Plaza