El día en que murió Francisco Franco pillé el sarampión. Dieron una semana de vacaciones y me la pasé en la cama. Debió de hacer frío porque entonces existían las estaciones. Aun así, con bajas temperaturas, los niños íbamos a la escuela en pantalón corto hasta bien entrado el otoño. Sabíamos lo que era un sabañón.
Aquella mañana de noviembre me acuerdo de ver a un señor con bigotito, vestido de luto, gimoteando en la pantalla del televisor (ensayó varias veces la pose, pero no había forma de llorar). La tele difundía las imágenes de cientos de miles de personas despidiéndose del dictador. En unos meses serían fervientes antifranquistas.
Yo tenía siete años cuando Franco fue violentamente derrocado en la cama. La biología tiene esas cosas: es sumamente revolucionaria. Estudiaba 2º de EGB. Aquel país se parecía muy poco al de ahora. Todos éramos blancos de piel. Eso sí, en las iglesias los curas habían colocado las cabecitas de un chino y un negrito para que les metiésemos los donativos por la boca. Ese fue mi primer contacto con culturas distintas a la mía.
Sólo había una televisión y era pública. En los bares pedías una ficha para llamar por teléfono. En Los Corales los parroquianos bebían vermú y chatos de vino después de la misa de doce de los domingos. Los clientes se limpiaban los dientes con palillos. El sábado veíamos una película en el gallinero del Astoria. Los niños jugábamos a las canicas en la calle, y con los Madelman en casa. Llevábamos el pelo cortado a lo cazo. No nos importaba lastimarnos jugando al fútbol. Y bebíamos Mirinda.
Nunca oí hablar de política en casa. Ni siquiera a mi abuelo Paco, represaliado inicialmente por los franquistas, le escuché una mala palabra sobre el dictador cuando, junto a mi abuela Lola, veía el desfile de la Fiesta de la Hispanidad por La Castellana.
En una capital de provincias la delincuencia se reducía a los robos de rateros y a algún crimen pasional que El Caso sacaba en portada. Las mujeres como mi madre vivían sometidas a sus maridos. Con el sueldo del cabeza de familia bastaba. Mi padre se deslomó a trabajar para tener un patrimonio. Mi hermano y yo pudimos estudiar gracias a su esfuerzo. Entonces, el trabajo tenía recompensa: había cierta confianza en el porvenir del país.
Los autobuses viajaban con cobrador y conductor. Los centros de salud se llamaban casas de socorro. Los policías vestían de gris y los guardias civiles llevaban tricornio. En muchos edificios se veía una placa con el yugo y las flechas. Eran viviendas sociales. Se construyeron millones. Las cartas se acababan con la fórmula «Dios guarde a usted muchos años». En Viernes Santo cerraban los cines y los bares. Las vacaciones se pasaban en Guardamar. Nadie sabía dónde quedaba Kuala Lumpur.
La comida se adquiría en tiendas de ultramarinos y en los mercados municipales. Los niños pedían el aguinaldo en Navidad. Los partidos de fútbol eran los domingos por la tarde. Mi padre los seguía acostado en la cama, con el transistor pegado a la oreja. Los viernes por la noche se celebraban veladas de boxeo, a quince asaltos.
Parece que hablo de la España de los Reyes Católicos, pero me refiero a la de 1975, año en que este país viajaba en 600. Hoy quienes no plantaron cara al dictador (los cuarenta años de vacaciones, según Tamames) pasean su momia en busca de rédito político.
Para que no haya dudas sobre mi condición de demócrata, quiero acabar reafirmando mi rechazo a la dictadura. Franco fue muy mala persona, además de tirano, mal padre y peor marido. Como hombre fue poca cosa: bajito tirando a culón, chapurreaba el inglés y no estudió en West Point. Sus compañeros de armas lo despreciaban llamándole Franquito el Cuquito y Miss Canarias. Si los suyos decían eso de él… ¿Vale así, señoras y señores fiscales?