Mi relación con los vinos sin sulfitos (mis lectores saben que la definición 'vino natural' es un oxímoron nada acertado) es de amor-odio. Y, como toda relación de más de tres lustros, ha tenido baches e idilios. Deslumbrado cual Pablo camino de Damasco por la epifanía de una botella de Overnoy (cuando era un vino relativamente asequible), me alisté fervoroso a la cruzada antisulfurosa durante los primeros años de la década pasada. Tras transitar por innumerables ferias de perroflautas, según el prisma de los tetrágonos consumidores de 'madera' del Duero, empecé a desencantarme con un movimiento que, ineluctablemente, se ha ido convirtiendo en moda. Y lo fashion siempre va reñido con lo espontáneo o reivindicativo. Puede que el aumento de las temperaturas, que ha caracterizado las últimas diez añadas, haya contribuido a empeorar la calidad de los vinos no protegidos o sencillamente que hayan proliferado productores sin talento ni ganas: los que confunden suciedad con naturalidad y que son incapaces de reconocer aromas o sabores defectuosos.
El resultado ha sido el florecer y prosperar de un defecto abominable que los franceses llaman souri (se traduce como ratón muerto). Si añadimos esta contaminación bacteriana a las brettanomyces, responsables de los desagradables olores a granja y a las bacterias acéticas que causan el efecto sidra en los vinos, obtenemos un cóctel perfecto que hace las botellas disfrutables solo para las narices avezadas a la escasa o nula higiene personal.
Sin embargo, en una de mis veraniegas sesiones de «muñeca excitada y descorche incontrolado» he vuelto a emocionarme ante la energía de unos vinos 'libres'. No resulta baladí hablar de un enfrentamiento entre materia viva y materia muerta, tal como expresó atinadamente mi compañero de fatigas Javier Revert, pero, con quince años más de experiencia, me veo reacio a volver a abrazar el evangelio de manera acrítica.
Lo que pienso que he aprendido es que, para permitirse eliminar el sulfuroso en la elaboración, un elaborador tiene que ser un virtuoso de la viticultura y tiene que intervenir en la viña de manera inversamente proporcional a la actuación en bodega. Si los magos de la química que cosechan premios y reconocimientos se pueden permitir trabajar con uva mediocre, los 'naturales' están obligados a fermentar solo materia prima de altísima calidad para evitar embotellar brebajes solo aptos al consumo de modernetes indocumentados en los barrios gentrificados de las capitales europeas.
Por otro lado, demonizar el azufre carece de sentido. Primero, porque es un mineral natural utilizado desde la época grecorromana como conservante y antiséptico.Segundo, porque ante una contaminación es inmoral hacer la vista gorda y obligar al cliente final a pagar el precio del fundamentalismo dogmático. Por último, porque los vinos sin sulfitos están concebidos para un consumo kilómetro cero, no para viajar al otro lado del globo expuestos a temperaturas tropicales durante varios días.
En resumen, mucha honra a los vignerons que intentan mantener la pureza del vino a costa del duro trabajo de campo. Mis respetos a los que ante una añada complicada o ante aleatorios problemas sanitarios son capaces de utilizar el azufre (no es necesario que sea un producto químico como en las bodegas industriales) para mantener un estándar aceptable en sus botellas. Y mi profundo desprecio para los advenedizos enemigos de la ducha que se aprovechan de la loable tendencia química free, para lanzar al mercado productos defectuosos y caros.
La mínima intervención en bodega debería ser el corolario de un camino trazado por las grandes marcas mundiales que, por lo bajini, empezaron a aplicar los principios biodinámicos en sus viñedos hace décadas y que ahora están invirtiendo capitales para sustituir la química con la tecnología, con el fin de la obtención del racimo perfecto. Esto ya no es moda, es lo necesario. Salut!
* Este artículo se publicó originalmente en el número 131 (noviembre 2025) de la revista Plaza