Los médicos insisten en que tengo que dejar la vida sedentaria. Me recomiendan andar, que es muy bueno. Dicen que si lo hago por la playa, mejor que mejor: adelgaza, fortalece, mejora el sistema cardio, regenera la piel, masajea los pies, da sensación de bienestar y un saco de beneficios más. He decidido hacer el esfuerzo.
Andar debe ser muy bueno, sí, pero también muy aburrido. Porque no se trata de pasear, no, se trata de andar, y hay que hacerlo rápido y sin detenerse. Dicen que seis meses de tu vida los pasas de espera en semáforos. Ahora súmale una hora diaria de ir a ninguna parte, o peor aún, al punto de salida pero una hora más tarde. La cabeza no valora si es más importante lo beneficioso a largo plazo o lo entretenido de inmediato. La mente, que es lista, opta por ponerse hasta las trancas de dopamina, placer y buen rollo. Resumiendo, que por si, por si, se queda con lo cercano y chim pum.
En uno de esos paseos aburridos me vinieron recuerdos de los colegios a los que fui, que fueron varios. Mi amigo Marraco pintaba de colores sus gusanos de seda. Usaba rotuladores Carioca al agua y le quedaban luminosos y una chulada. Como esa tarde yo solo tenía rotuladores secos resecos lo intenté con ceras blandas que había por casa, marca Dacs -—las que molaban eran las Manley; ¡la caja nueva era una pasada!—. Mis gusanos acabaron reventados, por capullo. Así era: un estudiante insípido y descerebrado que hizo de la gestión del aburrimiento la forma de pasar aquellos valiosos años. En ninguno de ellos estudié nunca nada, pero conocí el olor de la goma de borrar.
También aprendí a hacer daño a los débiles, a destrozar instalaciones, a gestionar la envidia y a sobrevivir siendo un acomplejado entre un montón de acomplejados más. Me marcó el padre Antón, un líder espiritual, una figura de fe, fuerza, coraje y acción. Intentó enseñarnos aquello de la Santísima Trinidad —que sigo sin entender— y que lo mejor de la vida no cuesta dinero y lo hay que cultivar. Todo eso me importaba un pijo. También nos dio educación sexual, en un momento donde estirar el cuello al ganso era la única chispa que daba sentido a la vida. Los limones salvajes del Caribe, el prospecto de cómo usar un tampón o Moana. Todo servía para calmar al ganso. Entre medio, daba unas hostias que nos desataba los cordones. Gracias a él entendí que lo que me interesaba solo se podía comprar. Era un poco gilipollas, y él también.
La goma de borrar debería estar prohibida, sobre todo en los colegios. Los errores son más excitantes que los aciertos. Hay que aprender a sacarles partido: pérdida de control, gestión del riesgo, imprevistos y aviva el sinsentido. Hacer las cosas bien es una mierda que solo lleva a la satisfacción personal y, quizás, a beneficios a largo plazo. Pero también a la rutina, la resignación y al hastío. Lo correcto es para los débiles. La vida desde el caos, el descontrol, el sabor amargo de que algo puede salir mal, el lugar de lo inesperado, ahí donde no puedes borrar nada, se encuentra la diversión y el sentido de la dicha.
Si puedo ver un par más de capítulos de esta serie que me importa un pito, lo hago; y sí, pido la pizza extrasize con salsa chili bull extra power, que hoy estoy solo y la zampo en un plis plas. Y de paso envío un 'wachap' a esa tóxica siliconada que me crea un cacao emocional. Y consulto al ganso. Mañana será otro gran día; andaré jodido del estómago, pero me apañaré. Otro día sin goma de borrar.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 129 (septiembre 2025) de la revista Plaza