Fue una tarde de principios de junio; aún no había llegado el calor ni las picaduras de los mosquitos, ni la ciudad había sido tomada por un ejército de bermudas y chanclas. Al salir de casa de mis padres, vi a un hombre sentado en un banco. Escondía una bolsa de plástico entre sus piernas. Dentro había una botella de cerveza de un litro. El hombre tenía los ojos vidriosos y hablaba con una lengua de trapo. Me pidió que llamara a una ambulancia. «No me encuentro bien», me dijo. Había bebido y tenía problemas mentales. Su estado no era grave, pero convenía llevarlo a un hospital.
Me alejé de él unos pasos y marqué el 092 en mi móvil. Un policía local me preguntó la edad del varón —le dije 45, aunque soy malo calculando edades—; también si había bebido, lo que confirmé; y si se trataba de un mendigo, a lo que respondí que era una persona vulnerable a la vista de su deterioro físico. Mandarían a una patrulla. Antes de despedirme intenté tranquilizarlo asegurándole que vendrían a por él. «Pero ¿una ambulancia o la Policía?». Me marché sin aclarárselo.
A veces me ocurre; en ocasiones, cuando guardo cola para pagar en el supermercado, tengo delante a un varón que sujeta una lata de cerveza Adlerbrau con una mano y sostiene, con la otra, calderilla para entregársela a una cajera joven y sonriente.
Pero el alcohol no es sólo patrimonio de los desheredados; también alcanza a los que veranean en Sotogrande. En un país de borrachos, beber es un acto social. El carajillo del almuerzo, la cañita del mediodía, el vino de la comida, la copa de orujo de la sobremesa, el gin-tonic del tardeo y el güisqui de la noche. Podemos estar tranquilos porque hay un recambio generacional. A los niños de doce años, además de enseñarles a masturbarse en la escuela, en la calle se les invita a iniciarse en el consumo de alcohol. ¡Quién no se ha cruzado con pandillas de adolescentes cargados con botellas para hacer botellón!
¿Por qué tantos hombres beben como cosacos? Esta pregunta lleva a otras. ¿Beben porque han vuelto a casa de los padres después del divorcio? ¿Beben porque no les está permitido ver a sus hijos? ¿Beben porque están parados y no hay dios que los contrate? ¿Beben porque les ha llegado una multa de los carteristas de Hacienda y no tienen dinero ni para pagar los intereses de demora?
Estos hombres sin consuelo ven una solución fugaz a sus problemas en el tetrabrik de vino peleón o en el güisqui escocés, y así orinan penas y sangre en el tronco de un álamo centenario. Los he visto patear una lata de cerveza como si se tratase de la cabeza de su exsuegra o del jefe de Personal que los despidió.
España es un país para empinar el codo. Una democracia etílica. A veces, la alegría pasajera de ir achispado acaba mal; si uno le pone talento y constancia, en una cirrosis con certificado de defunción. Pero también puede terminar en malos tratos a la familia, en un accidente de tráfico o en un suicidio lento. Pero no nos pongamos moralistas. Demasiados púlpitos hay. Todo el mundo ha oído hablar de Alcohólicos Anónimos y puede buscar su número en solicitud de ayuda.
La vida es una cuestión de grados: de medir tiempos, de sopesar riesgos y de calibrar esperanzas. Lo importante es conocer dónde está la raya y no sobrepasarla. ¿Es así también con el alcohol? ¿Existe el don de la ebriedad que nos ilumina como un rayo de lucidez y ternura merecida? El poeta Claudio Rodríguez así lo creía. Lo conocí en el Ateneo Riojano en 1994. A las preguntas de los periodistas contestó con balbuceos. Iba como una cuba, sin importarle. Fue escritor que mojó la pluma en alcohol, como Darío, Bukowski, Kingsley Amis, Cheever…
«¡Nunca sereno! / ¡Siempre con vino encima!». Son los primeros versos de un poema de Claudio Rodríguez, dedicado a Vicente Aleixandre, un Nobel que tenía toda la pinta de ser un abstemio incorregible.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 129 (septiembre 2025) de la revista Plaza