Resuenan últimamente los ecos de un estudio que dicta que asistir a conciertos regularmente puede aumentar la esperanza de vida. Hasta nueve años. Que la música en vivo rejuvenece. Si eso nos puede ocurrir al común de los mortales —y bendito sea también el periodismo musical, ocupación de riesgo en otros aspectos—, ¿qué beneficios puede albergar para los músicos, los principales protagonistas de todo este tinglado? Se lo podrían preguntar a José Manuel Casañ (València, 1963). Hace cuatro años estuvo con su amigo Paco Roca en el programa televisivo de Andreu Buenafuente, y el comunicador catalán le afeaba con sorna que le hubiera restregado por la cara su edad: en realidad, Casañ tiene dos años menos, pero no lo parece.
Lo pienso mientras charlo con él: no tengo en ningún momento la impresión de estar ante alguien cuyo DNI indica sesenta y dos años. Ni física ni mentalmente. A tres de la teórica edad de jubilación. Tal cual. Algo tendrá que ver el hecho de haber logrado, hace mucho tiempo, que su pasión fuera su ocupación y principal sustento. Y haberlo conseguido mientras vendes más de un millón de discos a lo largo de cuatro décadas también habrá facilitado las cosas. Seguridad Social puede ser una banda que la mayoría de la gente aún asocie a los años ochenta y noventa, pero conviene recordar que Casas Ibáñez, Coslada, Tomelloso, Sigüenza o Torreperegil son algunos de los muchos enclaves de una agenda que, hoy en día, se reserva más de setenta fechas anuales, prácticamente sin descanso desde la noche de los tiempos. Más de mil conciertos en total. No han dejado de picar piedra allá donde les han llamado. La gira 2025 Voy a Marte no es una excepción. Casañ me dice que el viaje le da la vida. Y yo estoy seguro de que también se la prolonga.
Punk con denominación de origen Benetússer
Mucho antes de ser el grupo que lo petó con Chiquilla, aquella rumba rock que, desde 1991, se convirtió en momento ineludible del menú de cualquier verbena, fiesta popular o sarao comunitario que se precie (en mi cabeza y en la de mi generación la tenemos ligada a otro hit arrumbado: Sin documentos, de Los Rodríguez), los Seguridad Social nacieron como una formación punk en Benetússer. Benditos locos. Una quimera que nacía marcada por una doble exclusión: la de ser valencianos y la de proceder de una localidad de la periferia, en L’Horta Sud. Pero le echaron morro: se presentaron al concurso de maquetas de Rockdelux y al Festival de Benidorm en 1985. «El punk fue perfecto para quienes no teníamos ni puta idea de cantar ni tocar, tan solo sabíamos algo de poesía, teatro y música, que eran tres cosas que se podían aunar», me cuenta José Manuel. «Teníamos mucha rabia: tuve una infancia muy feliz, pero para mí la adolescencia fue horrorosa y lo pasé muy mal, porque sentía que no encajaba en ningún sitio», explica. Tampoco era fácil la aceptación de un proyecto valenciano que no se adscribiera al estereotipo del tecno-pop local: «Es lo que predominaba aquí, antes incluso del bakalao, y si no lo hacías, no encajabas: de hecho, en Madrid, llegaron a pensar que éramos vascos y formábamos parte de su rock radical allá por el 82», confiesa.

- Domingo J. Casas
Aquellos eran tiempos de tribus urbanas. «Cuando nos juntábamos heavies y punks en un festival, acabábamos a hostias, inevitablemente. ¿A quién se le ocurría eso?». Tiempos también en los que apenas Radio 3, «con Jesús Ordovás y algunos más», y locales como el Nou Café Concert, de Pep Rodríguez Sellés, en la calle Maestro Gozalbo, animaban el cotarro de una cultura tan alternativa entonces que ni siquiera se la llamaba así. «¿Cómo un chaval de Benetússer que no tenía ni veinte años podía estar sonando en Radio 3?», se preguntaban alucinados al oírse por primera vez por la radio. Seguridad Social guardaban afinidad con La Resistencia, NES, Generación 77 y otros ejemplares del punk local. Pero nacieron para mutar. Y así fue. «Siempre hemos sido muy salmones, como decía una canción nuestra, y es a partir de los noventa cuando se rompen muchas cuadrículas que existían». Y la cuadrícula era que el rock difícilmente se podía mezclar con el reggae, con la rumba, con el ska o con el hiphop. Ellos se la saltaron a la torera.
Evolucionar o morir
«¿Por qué se me ocurre mezclar un raggamuffin con el rock en Reggae Connection (1991)? ¿O el hiphop con el rock en Que te voy a dar (1988)? Tenías que estar muy predispuesto para que la gente confiara en ti», recalca Casañ. Su seña de identidad fue la mudanza de piel. «Cuando me dicen “Jose, no cambies nunca”, les digo: “No, no, la historia es no dejar de cambiar, lo que pasa es que, en el día a día, no ves —ni en el espejo, ni en la psique— tu cambio real», matiza. El final de los ochenta fue tiempo de mestizaje para la banda. Antes se habían curtido como un grupo muy de directo, lo que les había reportado fichar por Citra, el sello discográfico creado por el empresario Alfonso Olcina (fallecido hace dos años), quien los había visto tocar en Gasolinera, Planta Baja o Chocolate, salas valencianas en las que forjaron su periodo de aprendizaje.
Conocieron más tarde a Miguel Jiménez, quien fue su mánager. Empezaron a viajar fuera de España. Alborotaron el patio musical estatal con aquella Que te voy a dar que mezclaba rock y rap con el mismo descaro que Aerosmith y Run DMC en Walk This Way. Y luego, con el cambio de década de los ochenta a los noventa, llegó la rumba. Los sonidos latinos. Los mediterráneos. Las músicas del mundo. La explosión de ventas. El éxito inapelable. En el fondo, no hacían más que seguir el ejemplo de The Clash y su álbum London Calling (1980). «Sería un error tremendo que yo no hubiera cambiado en estos cuarenta años: todos nuestros singles son cada uno de su padre y de su madre, algo que me encanta, y de lo que no era consciente, y no está de más recordar que una de las muchas claves del éxito de The Beatles fue que cada canción era muy distinta a las otras, incluso cantadas por distintos vocalistas».

- Marga Ferrer
El punk para Seguridad Social no podía ser una camisa de fuerza, sino un punto de partida. Como para los Clash cuando mezclaban estilos y rendían tributo al rocker Gene Vincent. Bruno Lomas fue el Gene Vincent de la banda valenciana. Con él colaboraron en canciones como Todo por el aire, que interpretaron en vivo en el paseo de la Alameda, o en febrero de 1989 en TVE, tan solo un año antes de que este falleciera en accidente de tráfico con solo cincuenta años. «El punk fulmina al hermano mayor, pero no al padre: podías retroceder mucho, pero no quedarte a medias y hacerlo poco; podías reivindicar a los mitos del rock and roll, pero que no se te ocurriera hacerlo con los seudohippies», explica. También me dice que escuchó a Bruno Lomas «antes que a Elvis Presley, por la radio», porque esa era su infancia. Y que Bruno estaba «muy ilusionado, preparando disco nuevo en los estudios Tabalet», cuando le sorprendió la muerte en forma de un camión estacionado en un arcén.
El legendario rocker valenciano de los sesenta vivía del circuito de la nostalgia, y no era precisamente alguien a quien todo el mundo reivindicase, menos aún desde su concurso en mítines de Fuerza Nueva, a final de los setenta. «A veces estoy de una parte y a veces de otra en todo este asunto de que la obra y el artista se puedan separar», me confiesa José Manuel sobre una cuestión candente —en época de nefastas cancelaciones a personajes de la cultura, como la que vivimos— de la que admite que, muchas veces, ha sido objeto de «conversaciones de furgoneta». En cualquier caso, él afirma ser más partidario de las personas que de las siglas. «Yo recibí un premio cuando estaban Compromís y PSOE en el Ayuntamiento y otro cuando, después, llegaron PP y Vox; tengo mis ideas, pero no las expongo públicamente, aunque respeto a quien sí lo hace, y también creo que hay personas extraordinarias en todos los partidos», me dice, antes de calificarse como una persona «muy de izquierdas en algunas cosas y muy de derechas en otras: amo mis contradicciones».
Cara y cruz de la notoriedad pública
José Manuel Casañ sabe desde hace mucho tiempo que la fama conlleva sus peajes. Que la notoriedad pública te puede convertir en un esclavo de los estereotipos que el gran público te asigna sin conocerte personalmente. Uno de sus principales cables a tierra es compartir carretera y manta con sus músicos durante años. «El viajar siempre con la banda y no por separado me ha ayudado a tener los pies en el suelo», explica. Me cuenta que Javi Vela, el guitarrista, lleva con él casi treinta años, y que tanto el bajista, Jorge Molina, como el batería, Víctor Traves, llevan diez. «Nos llevamos muy bien y hay una cierta relación de amistad, aunque yo no deje de ser el jefe». Los cuatro integran una de las formaciones más estables de una banda por la que han pasado históricos como Alberto Tarín, Arístides Abreu, Rafa Villalba, Santi Serrano, Cristóbal Perpinyá, Julián Nemesio y Emilio Docena.

- Marga Ferrer
Precisamente junto a estos tres últimos rescató hace tres años para el directo el álbum Introglicerina (1990), su último trabajo de rock abiertamente de guitarras y netamente anglosajón, para el que contaron con el norteamericano Andy Wallace a la producción: el tipo que luego mezcló y masterizó el Nevermind (1991) de Nirvana, seducidos porque antes produjo nada menos que a Slayer. «Tuvimos la gran suerte de que Wallace viniera porque se enemistó con su mujer en Nueva Jersey y le mostró nuestra maqueta a modo de revancha, como diciendo, “me voy”, y fíjate que luego Dover o Siniestro Total intentaron hacerse con sus servicios y no hubo forma», relata. Fueron la pandemia y una suerte de encerrona de su entorno cercano las que le convencieron de que valía la pena revivir aquel emblemático disco sobre el escenario. «Marcos Casañ y MacDiego me hicieron una comida trampa en Tapinería, tras el programa de radio de Ramón Palomar, y me ilusioné. Y, además, siempre me supo un poco mal que los músicos que me acompañaron en aquel disco se fueran para el siguiente, porque yo quise cambiar», dice. Dos conciertos consecutivos en 16 Toneladas, en enero de 2022, y un concierto teloneando a Pretenders, en julio de 2024, fueron sus exhumaciones más brillantes.
Pese a su vis actoral y de entertainer, y sus acreditadas tablas sobre los escenarios, a Casañ no le gusta llamar demasiado la atención en su día a día. «Siempre he querido no creerme un personaje y pasar desapercibido dentro de mis circunstancias, lo cual genera una dicotomía: la gente te tiene que conocer para comprar tus discos y para ir a tus conciertos, pero, por otro lado, flipo mucho con las nuevas generaciones, que no me saludan por la calle porque no me conocen, pero sí conocen mis canciones, y eso es lo más grande que hay», asume. Es decir, que tu obra te trascienda y al mismo tiempo te permita pasar relativamente desapercibido. Como reconoce Mick Jagger que también le ocurre, me cuenta, riéndose porque el comentario implica «salvar todas las distancias». Reconoce sentirse «un poco de vuelta de todo» y no necesitar que le miren por la calle. «Es inevitable que mucha gente tenga una idea preconcebida de ti, le pasa a todo el mundo, y nos pasa a nosotros mismos con nuestros héroes, ya sean músicos o actores», abunda, señalando que «la imagen que tú quieres vender en cada momento te lleva incluso a ser un poco hipócrita, en ese sentido; pero son pecados de juventud que se resuelven con la edad».
En relación con las ideas preconcebidas, y a modo de anécdota, me cuenta lo siguiente: «El otro día me enteré de que Pablo Carbonell, con quien quedé a comer, me veía mucho más punki de lo que soy en realidad, porque tenía aún esa imagen mía de los años ochenta». Estereotipos, al fin y al cabo, que pueden entorpecer la necesaria evolución del músico: «Hay una imagen estereotipada que hace que sea un hándicap que puedas evolucionar, porque no todos lo hacemos de la misma manera, aunque estemos bombardeados por los mismos anuncios desde los medios, y los mismos consejos desde los gobiernos, y eso puede confundir», recalca. Más aún cuando das con una fórmula de éxito: «Cuando haces Comerranas, que es un ska rock, y tienes un relativo éxito, la gente espera otro Comerranas».

- Domingo J. Casas
Siempre Valencia
Con la vista puesta en sonidos y mercados lejanos, pero siempre viviendo en Valencia. Esa ha sido una de las divisas en la carrera del músico. Hasta hace bien poco, en L’Eliana. Desde hace tres años, en la misma capital valenciana. Y nunca se ha arrepentido. Es más, considera que esa es también una de las razones que le han mantenido con los pies en la tierra: no alejarse nunca de la propia. «He tenido la oportunidad de estar medio viviendo en Puerto Rico, en Los Ángeles y en Mallorca, pero lo que tiene esta no te lo da ninguna otra ciudad». Será la calidad de vida, la cercanía, la mediterraneidad, nuestra joie de vivre tan propia. Eso sí, siempre con un pie en Madrid, donde residen las grandes compañías discográficas y los grandes medios de comunicación. Esa es la contrapartida. «Indiscutiblemente, para llegar a donde llegamos teníamos que tener un pie en Madrid, porque vivir en Valencia puede ser un hándicap profesional: es muy complicado que nos arropemos entre nosotros, lo tengo comprobado por los políticos, por la propia industria, por los promotores», explica. «Me sabe mal decirlo, pero en Madrid sale cualquier cosa, y aunque sea una mierda, todo el mundo está ahí a intentar ponerlo arriba del todo, y aquí no ocurre: algún defecto debíamos tener los valencianos, entre nuestras muchas virtudes», matiza.
En cualquier caso, Seguridad Social son unos supervivientes de la época de mayor bonanza en la historia de la industria discográfica española, cuando los vinilos y, sobre todo, los cedés, se vendían como rosquillas. Es plenamente consciente: «Los noventa son la mejor época para la industria y el desarrollo de sus infraestructuras, sus perfiles de management… hay que recordar que los ochenta tienen una chispa muy bonita, pero es en los noventa cuando empezamos a creérnoslo, cuando las multinacionales pueden crear aquí una estructura y les interesa potenciar a los grupos españoles: yo no me quejo, porque gracias a la avaricia de esa industria, hemos podido progresar», admite. Lo singular de su discurso es que en cierto modo rompe con esa imagen idealizada que se tiene de la década de los ochenta en términos musicales: «La hostilidad de los ochenta… estábamos por civilizar, y es una década que tendemos a romantizar, pero era peligrosa: no te podías dejar el coche aparcado en la calle en según qué sitios, el caballo era omnipresente, y la delincuencia era muy común, no anecdótica», afirma. «Ahora está todo más normalizado. ¿Te puede salir un capullo? Seguro, pero nada que ver con aquello: la sociedad española ha crecido mucho».
Una historia que se proyecta al futuro
Curiosamente, la canción más popular de Seguridad Social en plataformas de streaming no es Chiquilla, sino Quiero tener tu presencia. Y todo se debe a la fuerte impronta de esta en Latinoamérica. Lo que mucha gente quizá desconoce es que, prácticamente hasta que compuso Chiquilla («en quince minutos, música y letra»), José Manuel Casañ tuvo que compaginar la música con su trabajo en la panadería de sus padres en Benetússer: allí estuvo seis o siete años. Cuando se habla de rock latino o mestizo en castellano, la banda valenciana es una referencia obligada, pero da la sensación de que otros —Radio Futura, Los Coyotes, Los Especialistas— se llevaron mayor reconocimiento, quizá por llegar antes. «Ellos son como nuestros hermanos mayores, pero a todos nos gusta que nos den más», asume. Tampoco los acercamientos a los sonidos mediterráneos de discos como Otros mares (2003) o Puerto escondido (2005) tuvieron el eco que merecían, aunque me recuerda que canciones como A tontas y a locas o Calavera gozaron de gran proyección. «A mí el rock and roll me encanta como lenguaje universal, y divagando sobre ese tipo de cosas, se me ocurría, girando por primera vez por Francia, en 1988, que si en las fiestas bailamos a Peret, ¿por qué no podía mezclarlo con The Clash?». Desde entonces, nunca se cansa de que le pidan ese clásico en directo: «Chiquilla es uno de los momentos más felices de mi vida, el equivalente a un buen polvo, o más», describe gráficamente. De hecho, no comparte la táctica de las bandas que dejan de tocar las canciones de su primera época o las más populares: «Lo respeto, pero me parece un error y un insulto al público que ha pagado una entrada».

- Marga Ferrer
El más inminente proyecto de José Manuel Casañ y su Seguridad Social, en el que lleva dos años enfrascado, es un disco-libro llamado Voy a Marte, «sobre las cinco fases del duelo», en el que hay «poesías, haikus, relatos o fábulas», con ilustraciones de Paco Roca o MacDiego. Lo tenía en la recámara, esperando un momento propicio, que parece ser ahora, ya que «han empezado muchos grupos nuevos con guitarras tras años de dominio del reguetón». Está previsto para febrero de 2026. Y será la última muesca, hasta el momento, en un trayecto que le ha llevado más lejos de lo que nunca imaginó. «Ni en mis mejores sueños pensé cuando era joven que podría tener esta vida, nunca», afirma sin dudar. «Intento vivir el presente de un modo consciente, no un carpe diem mal entendido, y si he tenido sueños que podían cumplirse, han sido inmediatos: por prepararme, por decidir qué repertorio voy a llevar al próximo concierto, quizá es que no me da para más», me dice entre risas. Volviendo al principio: algo tendrá esto de pócima de la eterna juventud. «Lo bueno de la música es que tiene un complejo de Peter Pan, positivo, eso sí, que es cojonudo y maravilloso si lo llevas bien», esgrime. «Ha pasado todo tan rápido que no me creo la edad que tengo: pienso como un niño, tengo su ingenuidad, no hay que eliminara y ser resabiado, nunca hay que tener la taza llena porque ya no puedas aprender nada más; y siempre le doy vueltas a cómo puedo mejorar física e intelectualmente, sin ser obsesivo», me explica antes de un deseo final, quizá su prospección más aventurada de ese futuro que no suele contemplar a largo plazo: «Que cuando me muera, dentro de muchísimos años, me pille aprendiendo algo mejor».

* Este artículo se publicó originalmente en el número 128 (julio 2025) de la revista Plaza