La plaza, emblema para miles de valencianos, es hoy el epicentro pirotécnico de celebraciones, festines, reivindicaciones y, desde hace pocos años, de largos paseos a pie o en bicicleta.
La última cirugía no alcanza la obscenidad del bótox inyectado sobre las gradas del Teatro Romano de Sagunt. Seguimos aferrados en construir la plaza, no desde el tejado, sino sobre los maceteros, obviando que habría que rescatar de los cajones las postales de nuestros ancestros. El color sepia puede sacarnos de la permanente nube de la mediocridad en la que razonadamente patinamos.
Si el maestro mayor de los arquitectos, Javier Goerlich, se llevó por delante el alma y la esencia de dicho enclave en favor de una estampa más señorial y europea, no fue precisamente para que dicha plaza navegara en las cabilas de la simpleza o la banalidad a causa de disputas ideológicas o caudillistas desde hace dos siglos.
En apenas un siglo la plaza ha celebrado cuatro bautizos, Emilio Castelar, Caudillo, País Valencià y Ayuntamiento. Los bien remunerados de la élite cultural de la ciudad no fueron mal encaminados en rebautizarla con el nombre de plaza Jaime I.
El proyecto quedó en eso, en un borrador, no llegando a ser ni provisional, y así lo escribió Juan Lagardera, «todo lo provisional que viene a València viene para quedarse». Se equivocaron.
Precisamente fue aquel rey aragonés quien, una vez reconquistada la ciudad a manos de otros valencianos con diferentes oficios religiosos y actitudes, le donó el espacio a la orden franciscana.
En la actualidad, el aroma que se respira en el entorno a la plaza es el de Sant Francesc, el barrio, y hasta la devota estatua a Francesc de Vinatea. Pero, en cambio, la plaza lleva sujeta por apellido 'Ayuntamiento'. Durante varios siglos, casi cuatro, si la memoria no falla, no hubo motín alguno contra el santo.
Orígenes
Jaime I concedió dichos terrenos, donde hoy se asienta la casa mayor de los valencianos, tras la ayuda de la orden franciscana en su campaña militar durante el período de la reconquista. Con el paso de los años, los religiosos levantaron el convento, un templo que la desamortización de Mendizábal derribaría. Una obra armada en el tiempo y dotada de piedras y árboles, un espacio singular que contaba con un huerto.
- Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu-Joaquín Sanchís Serrano Finezas
Hasta prácticamente bien entrado el siglo diecinueve, Sant Francesc destacó en el venerable callejero de una ciudad amurallada, hasta que el gobernador Cirilo Amorós la desarmó para abrir las ventanas con vistas al mar.
Los azucats perdían fuelle. Las tartanas se modernizaban. Los caminos de tierra se empedraban, y el centro del Cap i Casal se organizaba en una ciudad bulliciosa, liderada por pequeños negocios familiares regentados por pintorescos personajes.
Siglos después de la fundación de Valentia, la ciudad no perdía la identidad y seguía acampando en la historia por entrar a caballo en una demostración de avances y mejoras.
La Devallada de Sant Francesc adelantaba por ambos lados de la carrera a un barrio de pescadores en horas bajas, sepultado por el abandono y el desconcierto, apoderádonse de los pescadores la mala vida, el vicio y el fornicio.
La visita a València del rey Alfonso XIII
La Exposición Regional de 1909 significó, para València, un cambio de rumbo en la historia local. El Cap i Casal pretendía recortar distancias con la Villa de Madrid o la Ciudad Condal coronándose con el tercer puesto en el ranking de ciudades españolas. Una carrera ligada a la exposición turística que reportaría grandes beneficios al bolsillo de los valencianos, algo similar a lo sucedido un siglo después, con la puesta en escena tras la celebración de la America's Cup en 2007.
En una entrevista concedida al diario Las Provincias por el polifacético Luisito Martí, uno de los personajes más populares y emblemáticos de la Devallada de Sant Francesc, que regentaba Postres Martí, un negocio de dulces, el empresario valenciano declaraba que le había telefoneado, allá por el año 1926, el por aquel entonces alcalde de la ciudad, el marqués de Sotelo, comunicándole que venía el rey a la ciudad, y quería mostrarle los avances de la piqueta.

- Archivo Rafa Solaz
Martí fue un ilustre y destacado caballero de la Devallada de Sant Francesc que cabalgó notablemente en la escritura popular de la literatura valenciana. Sainetero por devoción, El Fava de Ramonet, divertida comedia escrita por este valencià de cuna, le catapultó a los cielos del séptimo arte. De facto, Luis García Berlanga descendía de la heráldica materna del empresario de los postres. La armadura de Martí pesa en la memoria histórica de la gobernabilidad de una ciudad controlada ferozmente por la oscura dictadura militar, con una «distinguida sociedad», diseñada, creada y planificada a posteriori de la maldita Guerra Civil española.
El azucarado dirigente valencianista de alma franciscana fue uno de los personajes más influyentes de la València del siglo pasado. El palmarés del 'pintoresco' autor teatral fue brillante. Le pegó a todo: escritor, músico, dramaturgo, filántropo, fallero, empresario o presidente de presidentes como Luis Casanova, con el que mantuvo una estrecha relación.
«Vosté em tira de casa, però demà estic despachant», tras el inminente derribo de la casa familiar de los Martí, por la visita relámpago del monarca a la ciudad de València. Luisito mostraba músculo reflexivo en el trasvase social del vecindario de los nuevos refugiados, que recayeron en calles adyacentes parapetados en un obligado destierro.
Está bien higienizar los pilares de la memoria, pero hasta cierto punto. La centralidad del gigantismo siempre es amiga de la piqueta, glaseada por el edulcorante del cemento gris y azuzada por el beneficio de la lúgubre lápida de la modernidad.
Imagínese por un momento, deténgase en el tiempo, visualice la València inmortal de otros tiempos, amurallada, vestida de castillos, disfrazada de palacios y urbanizada de conventos e iglesias. Si nos visitan por nuestras fiestas, monumentos, playas o arroces, no cabría ni un solo alfiler en el romántico pajar arquitectónico del Cap i Casal.
El final de una era
La bajada de San Francisco no era solamente el Bar Torino. En 1925, visitaba la ciudad un escritor muy joven, Ernest Hemingway, que acabaría alojándose en alguna fonda u hostal de la bajada de San Francisco, como nos recordaba el escritor Rafael Ventura Meliá en un suplemento cultural de El Mercantil Valenciano, comenzando a escribir la novela Fiesta, posiblemente seducido por el Café España o por el ambiente festivo que reinaba en la ciudad. Azorín, el escritor de Monóvar, recogía en su libro Valencia (la ciudad eterna de la fiesta) que no había «ningún cafetín tan suntuoso ni en Valencia ni en París».

- Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu-Joaquín Sanchís Serrano Finezas
El Café España se instaló en la bajada de San Francisco en el año 1885 y su propietario realizó una obra fastuosa. El local era muy grande, estilo árabe, techos altos, arcos y columnas en su interior, zócalos y tallas de gran calidad y una sala decorada con pinturas de Pinazo, Sala, Cortina, Agrassot y otros. Además, contaba con un piano de cola y el pianista interpretaba temas que emocionaban a los Sorolla, Blasco Ibáñez, Bellver…
Vidal Corella escribiría, en 1930, sobre el derribo: «La bajada de San Francisco ha sido una de las víctimas de la moderna urbanización y en un formidable montón de escombros han quedado todos los edificios para dar una nueva calle igual a la de las modernas capitales. La piqueta, esa eterna enemiga de antaño, poco a poco va arrancando de las poblaciones aquello que labraron nuestros antepasados y con ello mueren las notas típicas de las viejas ciudades a las que se les imprime el sello cosmopolita que no las diferencia de las demás».
Aquel purgatorio daba la bienvenida a miles de almas franciscanas que fueron tejiendo a lo largo de la historia una amplia red de leyendas urbanas, historias venerables y personajes pintorescos.
Recuperar la toponimia. Abrazar la historia
Por ello, no estaría mal achicar verticalmente el rico patrimonio valenciano, legado por nuestros antepasados, rescatando de la preciada memoria la figura de Sant Francesc. Desde una perspectiva independiente, sin vicios y no adscrita a ningún interés político, debemos renovar las primeras páginas de la guía urbana de la ciudad, contribuyendo a la naturaleza de los hechos. Vital envite para frenar la hemofílica costumbre de la vieja o nueva política de colocar a los suyos en las placas direccionales, itinerario que nos conduce por el mapa desplegable de la ciudad.
Por si no le convence el valor histórico de restaurar el nombre de plaza de San Francisco, abordaré el asunto desde otra perspectiva, comparando nuestra toponomia a la de otras capitales españolas y europeas, en las que la sede social del consistorio se rotula en el membrete del hecho histórico o en una figura representativa. Por el contrario, cuando se visita una entidad local menor, preguntando a un vecino del municipio por la ubicación de la oficina de correos, casi siempre obtiene la misma respuesta: «En la plaza del Ayuntamiento».
«Por favor, ¿el Ayuntamiento de València?». «En la plaza de Sant Francesc…»

* Este artículo se publicó originalmente en el número 128 (julio 2025) de la revista Plaza