En las puertas del verano, la corrupción volvió a asomar la cabeza para recordarnos que nunca desaparece. Es recurrente que reaparezca, manifestándose de diferentes formas aunque con el mismo modus operandi, más o menos currado. El penúltimo episodio lo vivimos tras recogerse en medios de comunicación los audios que grabó Koldo García de sus compinches de presuntas y aberrantes fechorías y que salieron a la luz. Mordidas y putas formaban parte del menú de esa presunta trama de corrupción. En esa manada aparecía José Luis Ábalos. Un valenciano. Otra vez, un valenciano. Y temí, por un tiempo, que volvieran a hacerlo. Que sacaran la diana y clavaran sus dardos en nuestra jeta. Como ya hicieron en su día.
Porque durante muchos años, se normalizó aquello de que la corrupción, como la paella, en ningún sitio la hacen como en Valencia. Se dice que fue un grafitero quien la elevó a categoría máxima. Desconozco la autoría primigenia de la sentencia, pero sí recuerdo cómo prescriptores de diverso pelaje afinaban sus teclados, agrandando la fuerza de la misma en cabeceras de tronío, al tiempo que las redes sociales engrandecían la cuña. Tanto se fue de madre que en el almanaque de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre-Real Casa de la Moneda para 2014 aparecía la cita, que luego, claro, tuvieron que retirar. Cierto es que los escándalos se sucedían en aquellos años bajo el reinado del PP. Tiempos terribles, de pillaje, restaurantes de lujo, dinero para los negratas, yonquis del dinero, stands de Fitur y traductoras rumanas, entre otras joyas. Y tanto que había. Pero esos casos, muchos, no eran de mayor o menor intensidad de los que se sucedían por todo el territorio íbero. Una de las diferencias es el trato que, en su día, dispensaron los medios locales y de difusión nacional sobre las tropelías de los suyos en el norte, o en el sur. Parecía que la mierda solo emanaba de la tierra valenciana. Como si fuera petróleo. Pero no, la podredumbre era salvaje aquí, allí, en Madrid, como lo fue en Cataluña, Andalucía y, aunque siga pasando desapercibida, también en Euskadi.
Se pueden imaginar que aquello me indignaba intensamente. Parecían disfrutar etiquetando a los de aquí como si fuéramos todos unos lladres. Hacían como el propio Camps, aquello de confundir la Comunitat Valenciana con la Generalitat. Mezclar Gobierno y Estado. En este caso, autonomía y Consell. Eso de enarbolar la bandera como si fuera solo suya. Pues eso mismo que practicaba Camps lo hacían medios nacionales. Encasillarnos. Tal y como lo hacían en tiempos pretéritos de la ruta del bakalao, señalándonos como pastilleros a todos los valencianos, yonquis y gitanos. Lo peor es que muchos de esos festeros venían de otras CCAA, de Cataluña, Castilla La Mancha, o de Madrid. Como la trama Gürtel que vino de esta última.
Ahora, empero, parece que la nacionalidad de la corrupción no es tan importante para algunos, y en estos últimos casos, menos. Lo cual se agradece, y no hay listillo poético que acuñe una acusación contra las mordidas en Navarra. Son tan corruptos como cojonudos sus espárragos. No. No sería justo que se hiciera. Tirando de filosofía de bolsillo, la corrupción no tiene banderas ni fronteras, ni tampoco siglas. Es humana. Mezquina, asquerosa, pero humana.
Esa perversa herramienta del poder de la que tiran los hambrientos de codicia. Ante la vista gorda de muchos compañeros y compañeras y de sus líderes. Porque quién narices se cree que Francisco Camps no sabía a qué jugaba Rafael Blasco. Porque muchos, alrededor, lo sabían y callaban, mientras los sobres volaban. Como tantos otros conocían las pirulas de Ábalos con su fundación en València o, directamente, decían en privado cosas no muy bonitas sobre el personaje. Alguien debe pensarse que somos gilipollas. O es que nos creemos que M. Rajoy no estaba al tanto de cómo se pagaba la fiesta. Pues lo mismo se debe pensar de Pedro S. O es que ese animal político, capaz de sorprendernos con sus movimientos estratégicos, es tan ingenuo o despistado que desconocía cómo eran José Luis y Santos. Va, tú, va.
Todo esto con la corrupción que se ve. La que es evidente, pero también con la que no. Me refiero a la de las adjudicaciones a dedo, con contratos menores a colegas, contra la que es difícil batallar, porque, si no, sería imposible que el territorio avanzara. Eso depende del gobierno en cuestión. Mejor dicho, de las personas. De su ética o falta de ella. Pero ese es otro cantar. Mejor nos atizamos unos espárragos cojonudos y una paella valenciana.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 128 (julio 2025) de la revista Plaza