Al arquitecto Mora le chiflaba Wagner hasta el punto de recorrer Europa tras sus óperas. A la última que asistió fue en Barcelona y también fue la última vez que paseó por el Eixample barcelonés, territorio espejo para quien impulsó el Ensanche de València, con ese mismo detalle con el que pintaba las acuarelas de sus edificios futuros. Mora, esto es Francisco Mora Berenguer, había viajado a principios de 1961 hasta la capital catalana para visitar a su nuera, en el trance de una operación. Aprovechó para la cita wagneriana. Debía volver en avión hasta València, pero decidió ceder el billete a su familiar, quien padecía un posoperatorio complicado. Volvería en coche junto a su hijo Carlos, conducidos por el chófer. A la altura de Cabanes, en Castellón, sufrieron un accidente que acabó con la vida de todos ellos.
Moría con ochenta y seis años, por tanto con una obra completa y un ideario que se lee recorriendo el cogollo más burgués de una València que, con el cambio de rasante a principios del siglo XX, emprendía el viaje a la modernidad. El padre del Ensanche valenciano, se dirá desde ese día y hasta ahora. Casi como un cirujano que, bisturí en mano, cose y reafirma el típico proceso de urbes en cambio, de agrícola a industrial, de centrípeta a centrífuga.
Y no, este lance médico no es gratuito: Mora estaba llamado a la Medicina, se disponía a hacer la carrera hasta que su hermano, iluminado por un aviso sobrevenido, lo matriculó en Arquitectura, decantando su porvenir. Mora pasaría consulta a esa València patricia deseosa de sustituir la espontaneidad por el orden, la estructura en lugar de la acumulación. Lo haría a través de la esfera privada y de la pública, casi sin solución de continuidad.
El mercado de Colón, joya de la corona, es una buena prueba de aquella ciudad a dos velocidades. Paralelo en la ‘voluntad de ser’ al mercado Central, los dos responden a la necesidad de estabilizar el trasiego mercader, mitad ambulante, que tenía lugar en los dos entornos. Pero si el de Colón (sufragado en buena parte a pulmón por el vecindario) comenzó a gestarse a principios de la década de los diez y se inauguró en el día de Nochebuena de 1916, el Central, dependiente de la municipalidad, vivió todo un calvario constructivo: en 1910 Guardia y Soler, de Barcelona, fueron escogidos para cristalizar el proyecto frente a La Lonja, pero no sería hasta 1928 cuando el mercado se terminó de construir, incluyendo el cambio de arquitectos (Viedma y Romaní tomaron el relevo).
En ese tránsito, el propio Mora intentó postularse, pero fue rechazado. Algunos gestos ornamentales del mercado de Colón, en su expresión más modernista, podían verse en el proyecto nonato de Mora para el Central.

- Palacio de la Exposición. -
- Daniel García-Sala
Contagio de influencias
El viaje final de Barcelona a València —ópera de Wagner mediante—, que tantas y tantas veces había hecho antes, se convierte en el testimonio póstumo de una conexión permanente en la propia obra del arquitecto. Un contagio de influencias —basta la mención a Guardia y Soler— extendidas en ese momento de exploración y en un fluido intercambio de corrientes.
Es complicado poner frente a frente una fotografía del gran café de la Exposición Internacional de Barcelona, de 1888, encargada a Lluís Domènech i Montaner, y otra del palacio de la Exposición de València, de 1908, de Mora, y no ver parentesco. El gótico civil valenciano toca la obra de Domènech i Montaner, de quien Mora terminaría siendo inspirado pupilo. En ese juego de proyección, un vistazo rápido a las alturas del mercado de Colón devuelve a la Escuela de Arquitectura de Barcelona en la que se matriculó Mora.
En esa formación, fiel al imaginario del maestro y el aprendiz, Mora entró en contacto con Gaudí. Y de nuevo, los caminos entre las dos ciudades se entrecruzan: la casa Calvet que el catalán levanta en la calle Caspe de Barcelona, justo en el paso del XIX al XX, inspirará a las que el valenciano construye en la calle Paz de València, apenas cinco años después: las casas Sagnier. Parafraseando al clásico, un arquitecto es él y sus circunstancias: una influencia a pachas entre dos de las capitales mediterráneas.
Figura clave para València
El futuro doctor que cambió —antes de empezar— la Medicina por la Arquitectura, terminaría pronunciando una frase de esas que pide mármol: «Después de ser arquitecto, no habría sabido ser otra cosa». La recuerda Carmen Tarín, familiar política de Mora e impulsora de la exposición que, con motivo del 150 aniversario de su nacimiento, le rinde homenaje. Abierta desde este noviembre y hasta el 31 de mayo de 2026 en el museo histórico municipal de València, en la calle Arzobispo Mayoral. Una de las muestras del año, porque pone en valor por fin a una figura clave para entender la urbe paradigmática que caminamos.
Es justo que su ciudad —aunque nació en Sagunto— compacte su reconocimiento porque, probando la elasticidad de esa frase que se le atribuye, podría decirse que, después de ser el arquitecto que ideó la València moderna, es difícil imaginar a Mora haciendo otra cosa.

- Casa Noguera y casa Suay, en la plaza del Ayuntamiento de València. -
- Daniel García-Sala
Estuvo cincuenta años como arquitecto municipal, un récord insólito que se inició cuando apenas tenía veinticinco años. Profesional precoz, visto desde nuestros ojos, aunque habitual en un tiempo en el que otros profesionales señeros irrumpían con fuerza siendo veinteañeros (con menos de treinta Goerlich ya tenía un puñado de casas destacadas). Sí hay, en cambio, algo insólito en que, en menos de diez años, Mora se marcase tres proyectos que protagonizarían parte del legado más importante del siglo XX valenciano, por su Arquitectura pero también por su trascendencia icónica en el imaginario local.
Con treinta y dos años, en 1907, levantó el hospital de San Juan de Dios, en la Malva-rosa. Un modernismo valenciano con aires mudéjares, en el que se empleó a partir de la economía de medios. Es un reflejo de la capacidad de Mora para dar soluciones prácticas ante problemas complejos. En este caso para la Orden Hospitalaria que, en esta zona, se veía desbordada en la atención de niños enfermos. Aplicando una interpretación algo poética, Mora puso asilo para los niños que, pocos años antes, pintó Sorolla en uno de sus cuadros más sociales: ¡Triste herencia!, donde en lugar de ver una escena idílica a pie de playa vemos una arena bien distinta. «Sufrí terriblemente cuando lo pinté. Tuve que forzarme todo el tiempo. Nunca volveré a pintar un tema como ese», dijo Sorolla. «Un día estaba yo trabajando de lleno en uno de mis estudios de la pesca valenciana, cuando descubrí de lejos unos cuantos muchachos desnudos dentro, y a la orilla del mar y vigilándolos la vigorosa figura de un fraile. Parece ser que eran los acogidos del hospital de San Juan de Dios, el más triste desecho de la sociedad: ciegos, locos, tullidos y leprosos. No puedo explicarle a usted cuánto me impresionaron, tanto que no perdí tiempo para obtener un permiso para trabajar sobre el terreno, y allí mismo, al lado de la orilla del agua, hice mi pintura», recoge la Fundación Bancaja a partir de una entrevista del pintor para medios estadounidenses. Si para Sorolla esa pintura reflejó un alineamiento social, para el arquitecto esa arquitectura suposo igualmente una adecuación a unas exigencias constructivas modestas con las cuales generar un equipamiento ambicioso.
Un mercado que es una plaza
València era también un lienzo en blanco para Mora. Se sucedían los proyectos relevantes en un período de enorme furor constructivo. Es complicado hacerse la idea de la importancia de autores como él en la huella de la ciudad si no se atiende a esa sensación impulsiva: mucho, muy importante, en muy poco tiempo.

- Jardines de Viveros -
- Daniel García-Sala
Con treinta y cuatro años veríamos al arquitecto levantando el palacio de la Exposición, un edificio repleto de claves y al mismo tiempo con una anomalía al frente: se hizo para ser derribado. Un equipamiento eventual hecho con el objetivo de acoger las recepciones de la Exposición Regional de 1909. Sin embargo, más de un siglo después, el palacio sigue en pie y cumpliendo una función parecida. Salón de la ciudad. Es una de esas arquitecturas que entra a la vista superficialmente, pues cuenta con detalles que homenajean a La Lonja, las Torres de Serranos y el Micalet —poder civil, poder militar y poder eclesiástico—, como si se tratara de una reproducción en miniatura del skyline local. Pero es su naturaleza transitoria, su construcción acelerada —¡apenas un trimestre!—, lo que lo hace una rara avis. Se usaron prefabricados de pieza artificial, tal que si se tratara de una construcción modular industrializada. Como cataloga el Colegio Territorial de Arquitectos, se da una revisión del gótico a partir de los preceptos de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, buscando un enraizamiento local, de ahí la preeminencia de los modelos de arte ojival.
Con treinta y nueve años, Mora debió afrontar el mercado de Colón. El sprint con el que la ciudad del futuro se construía a sí misma es tal que el mercado debía estar levantado en doce meses, aunque al final serían poco más del doble. Como quien teme a una fecha de caducidad, las elites locales buscaban componer su nueva huella en tiempo récord. La belleza del mercado de Colón es evidente, pero hay en sus códigos un añadido sobresaliente: se evitó cerrar el mercado y, en lugar de ello, se planteó una continuidad diáfana que remarca una sensación que perdura:
su carácter de gran plaza del Ensanche donde ver y dejar verse. En la dimensión habitual entre el interior y el exterior, el mercado decide ser las dos cosas. Es justo lo mismo que le ocurre a Mora con su profesión: un arquitecto de edificios, un planeador de su ciudad.

- Mercado de Colón -
- Daniel García-Sala
Ya un señor en sus cuarenta, la carrera municipal por tener infraestructuras públicas acordes con el deseo local permitió a Mora ampliar casi sin límite su influencia. Necesitó nadar, en cambio, entre varias corrientes, una variedad de estilos descosiendo corsés, hasta conformar una suerte de eclecticismo internacional.
En el centro del poder municipal
A Mora, en esa consulta imaginaria por la que pasan los proyectos para buscar resolución, se le presentó, a principios de los años veinte, el nuevo plan para Viveros. Si Alejandro Escribano (autor del Plan General de Ordenación Urbana) suele referirse a la tarea de un urbanista como pensar en los vacíos, Mora vio en el vacío la oportunidad de la expansión verde. Proyectó invernaderos, pérgolas para conciertos, fuentes y un zoo. Dos edificios debían consolidar el nuevo rol de los jardines como zona de congregación de la urbe. Un palacio municipal en un flanco, un palacio de ciencias naturales a otro.
De Viveros partía el viejo empeño que València ha perseguido hasta con fórceps. El paseo hasta el mar que debía alcanzar Poblats Marítims, como esa avenida infinita con la que coser una ciudad con mar cuya burguesía y centralidad a duras penas se sentía marinera.
Pero, en esos años veinte, el proyecto que, con un sentido casi metafísico, refleja la posición de Mora con su ciudad es la reforma del propio ayuntamiento de València. Por si quedaba duda de hasta qué punto su autoría define la extensión municipal, como quien delinea la silueta de una transformación pública, también él renovó el ayuntamiento. Influyó en la fachada, la escalera central, el salón de fiestas y el salón de plenos. El propio Mora vivía en las inmediaciones del consistorio. Parecía mirar la colmena central de València igual que quien se sitúa ante una maqueta y mueve piezas estratégicamente. Alguna anécdota, apócrifa por completo, señala que en la casa familiar del arquitecto sacaban un pañuelo blanco al mediodía para que, viéndolo desde el ayuntamiento, supiera que la comida estaba lista.

- Detalle del mercado de Colón -
- Daniel García-Sala
Todo lo ve, todo lo mira. Con Primo de Rivera al mando del Estado se intensificaron los proyectos buscando denotar la sensación de avance de país. La Escuela Industrial se circunscribe en esa intención. En un solar municipal de Antiguo Reino, Mora planteó una dotación educativa que representaría un avance considerable en su estilo: es su ejemplo más visible de arquitectura racional. Da cuenta de su apertura a las corrientes del momento. También de su pragmatismo: las fachadas de la escuela incluyen toques neomudéjares, en línea con la pujanza de claves que se consideran propias de España.
Fueron años, los veinte, de abanico estilístico. Esa apelación a la idea de lo propio se reflejó en el proyecto del Banco Hispano Americano, construido —y luego derruido— en la calle Barcas. Una muestra poderosa de la arquitectura casticista: la idiosincrasia y la ornamentación genuina, al centro. El edificio del Banco de Valencia es una buena muestra de ello.
Aquí y allá, del centro hasta los bordes sin solución de continuidad. Mora amplió el alcance del plano con obras que —aunque menos conocidas— son decisivas para entender su profundidad. La estación de Carlet, de 1924, a ladrillo caravista, supuso el retorno a un estilo gótico regionalista, donde de nuevo se cuelan guiños directos a La Lonja. Se ha venido a considerar un ejemplo de eclecticismo tardío valenciano.
De la caja de sorpresas puede extraerse un último caso: un aeropuerto en el corazón de El Saler, en plena dehesa. Sí, esto requiere una explicación. A finales de los años veinte se aprobó la Ley de Aeropuertos Nacionales. València necesitaba un polo aeroportuario regulado y de primer nivel. Como sucedía en cada ocasión en que urgía una solución a un reto mayúsculo, apareció Mora. Planteó una construcción muy horizontal de toques neobarrocos en un complejo que incluía un restaurante, un almacén, oficinas y garajes. En el proyecto —que, evidentemente, nunca llegó a cristalizar— hay elementos que recuerdan a la Escuela Industrial.
La València moderna
Como en tantos ejercicios de hipótesis en torno al estallido de la Guerra Civil y la posguerra, es pertinente preguntarse cuántos proyectos hubiera terminado levantando Mora; hasta qué punto hubiese configurado una ciudad que se ensanchaba al compás de sus designios. Su carrera prolífica lo sitúa, en cualquier caso, como integrante del tridente que moldeó la nueva ciudad, con Javier Goerlich y Demetrio Ribes.
A diferencia de Francisco Javier Goerlich, cuyo legado y memoria han sido puestos en valor con constancia, Francisco Mora muchas veces ha pasado desapercibido, como dando por hecho aquello que forma parte del paisaje. «Le faltaba un empuje de reconocimiento público» que busca subsanar ahora la exposición dedicada a su memoria, cree el arquitecto Enrique Martínez-Díaz, comisario de la muestra junto a David Sánchez. El mismo Martínez-Díaz —quien fue el encargado de remodelar el mercado de Colón a principios de este siglo… y que también quiso estudiar Medicina— considera que la figura de Mora es plenamente camaleónica, propia de quien ante una página en blanco debía imaginar un porvenir. Como insiste Carmen Tarín, el propósito desde ahora es hacer saber quién era ese hombre detrás del mercado de Colón.
Comprender a Mora, como sucede con Goerlich o Ribes, permite comprender de qué está hecha València. No por nostalgia, sino por ambición de futuro.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 131 (noviembre 2025) de la revista Plaza