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Coleccionismo

Rafael Solaz, el coleccionista de lo prohibido

En el estudio del coleccionista, bibliófilo y filántropo valenciano Rafael Solaz se esconde la historia jamás contada de València, los secretos mejor guardados de los rituales africanos que conectan con el más allá y más de un centenar de autómatas que están esperando a que les den cuerda. Entre sus objetos, libros y máquinas, Solaz echa la vista atrás sobre su legado «material e inmaterial», que nació con una inocente colección de cromos

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En pleno corazón de Orriols hay un bajo embrujado. Un enorme espacio en el que se esconden cientos de autómatas que se accionan por sí solos y figuras africanas que provienen del más allá. Aunque el espacio está protegido por una enorme persiana metálica —y tras esta hay una puerta de cristal—, la magia de estos objetos traspasa todas las barreras y extiende su embrujo por toda la ciudad de València. El guardián que custodia sus historias es Rafael Solaz (València, 1950), un coleccionista y bibliófilo obsesionado con el poder del ocultismo y maravillado por lo prohibido. Al subir la persiana de su bajo, un enorme escalofrío recorre el cuerpo de quien accede a este espacio en el que, si se va acompañado de Solaz, no hay que temerle a nada.

Al entrar, en la planta baja, se encuentran dos enormes hileras de estanterías que resguardan la historia de la València jamás contada, la censurada. Hay desde fotografías antiguas de la ciudad hasta la colección más grande de la revista valenciana La Traca (1884 - 1939), editada por Vicent Miguel Carceller, quien se atrevió a caricaturizar al «generalísimo Franco» entre viñetas en tono satírico y erótico. Entre estantes de metal y decenas de sobres, se encuentran también algunas fotografías post mortem de familias españolas, cajas llenas de libros eróticos y alguna que otra cabeza de algún muñeco que vigila que nadie toque las cosas de su amo.

Si este da el visto bueno, se puede acceder a la planta de arriba, donde aguardan sus hermanos: más de un centenar de títeres, bebés y autómatas que están esperando a que alguien les dé cuerda y que fueron creados hace más de doscientos años. En las estanterías vecinas, hay decenas de figuras africanas de gran tamaño que, en su momento, formaron parte de algún ritual, y algunas permanecen selladas en una caja por su misteriosa aura. Solaz no les tiene miedo, más bien las admira, y junto al resto de su colección, tiene la seguridad y el orgullo de coleccionar sus historias y resguardarlas.

Ahora bien, ¿cómo llega Solaz a convertirse en coleccionista?, ¿en qué momento se empieza a obsesionar con el ocultismo y todo lo que le rodea? Para conocer la respuesta a todas estas preguntas, y muchas otras que surgen por el camino, Solaz se sienta entre sus libros y atiende a una curiosa periodista que se pregunta cuántas historias se esconden en este bajo embrujado, esperando a ser contadas. Lo hace entre varias placas conmemorativas, que celebran la contribución de Solaz a la ciudad de València con sus colecciones. Un precioso trencadís le reconoce como miembro honorífico del Corpus y otra placa le reconoce como Hijo Predilecto de València. Ambas celebran que sus colecciones nunca permanecen quietas entre sus estantes; Solaz siempre permite que vayan a pasear a los museos valencianos, a otras ciudades y a la Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu, donde es considerado uno más de la familia.

El coleccionista no nace, se hace

Para comprender las obsesiones de Solaz cabe remontarse a su infancia. Como cualquier niño, su primer objeto de coleccionista fueron los cromos, los que intercambiaba cuando tenía nueve años entre la plaza de la Virgen y de la Reina y que contaban la historia de las naciones que le permitían viajar a través del papel. En su casa, que él recuerde, solo había dos libros: la guía telefónica y un antiguo recetario de cocina, y esta falta de lecturas le llevó a invertir su primera estrena de Navidad, a los once años, en un ejemplar de Las aventuras de Tom Sawyer, su primer libro. «Venía de una inexistencia de libros absoluta y de una familia muy humilde. Desde niño me empezó a interesar el mundo del arte y la música, pero tuve que ponerme a trabajar a los dieciséis años para ayudar en la economía familiar».

«Yo iba por derroteros artísticos, pero me tocaba traer dinero a la casa», recuerda Solaz. Su vida dio un vuelco cuando entró a la Escuela de Artes y Oficios de València, en la que se enamoraría de la biblioteca y donde se marcaría como objetivo vital contar con una propia que, en el presente, cuenta con más de catorce mil libros. «En la biblioteca me aficioné a la lectura, empecé a leer los clásicos, me aficioné al tebeo y pude aprender sobre la historia de València; el carnet de la biblioteca me había abierto un mundo nuevo», explica Solaz, quien confiesa que, en ese momento, también empezó a sentir cierta fijación por las obras de difícil acceso o censuradas, entre ellas las obras eróticas.

En su bajo, las guarda dentro de una caja de madera enorme señalizada con el nombre Infernet, que es como los bibliófilos se refieren a estas obras de contenido adulto, que merecerían una calificación de dos rombos. «Así se etiquetaban estas obras en las bibliotecas públicas. Para mí, descubrirlas y adentrarme en este mundo fue el primer paso a adentrarme en lo oculto, lo expurgado y lo prohibido», explica el coleccionista, quien hace apenas unos meses cedió gran parte de esta colección a La Nau para la muestra La cultura sicalíptica durante la Edad de Plata valenciana. Una muestra en la que expuso obras que fueron censuradas y perseguidas por el régimen franquista por ser consideradas «pecaminosas y peligrosas para la ciudadanía».

Todas estas obras, que revisa desde el presente y liberado de tabúes, cuentan la historia de una ciudad que le ha visto crecer y en la que se intentaba, «de manera muy original», sortear la censura del régimen. Para Solaz contemplar y albergar estas obras supone una propia rebelión contra la norma, y mantenerlas implica que su relato pueda contarse en los museos, en los archivos y a través de los curiosos investigadores que le piden permiso para acceder a estas. Su archivo no tiene sentido si no es compartido, porque a Solaz le gusta comprender su espacio como una enorme biblioteca que no tiene nada que envidiarle a internet. Es táctil, porosa, se huele, se siente, a veces provoca un «embrujo» sobre quien la contempla y accede a partes de la historia que podrían haber permanecido en la sombra para siempre.

La magia del ocultismo

Su fijación por lo oculto le viene dada por su interés por conocer las historias de «la gente normal» y la intrahistoria de aquello que no se podía —o quería— contar. Comprende su colección personal como una gran enciclopedia en la que va adquiriendo conocimientos con cada objeto nuevo que entra a su hogar, y en la que descubre un relato que en su época estaba destinado a no ver la luz: «Clasificar los objetos es una forma de emplear el tiempo en ganar conocimiento. Nunca he visto mi archivo como una inversión económica, solo es una inversión cultural que sirve para retratar las diferentes formas de contar una misma historia».

Con esta fijación y obsesión por contar la parte oculta de la historia, Solaz empieza a coleccionar enseres personales, cartas, fotografías y recortes de prensa de las prisiones franquistas valencianas de la posguerra. Sumando su obsesión por esta época de la historia de España, y más concretamente la de València, en los años ochenta visita la casa de una señora que tenía decenas de ejemplares de la editorial de Carceller, que pone la primera piedra en una colección que es considerada la más grande de España de la revista valenciana La Traca. «Me interesa el tinte político, la sátira y la censura tras estos dibujos y textos. También me llamaron mucho la atención los dibujos eróticos entre sus páginas y las referencias que cuentan otra parte de la historia de España».

Buscar ejemplares de esta revista junto a las imágenes y cartas de la València de la Guerra Civil le llevan a comprender la historia de su ciudad como nunca antes se ha visto, con documentos privados o creaciones que fueron censuradas y que ahora, entre las estanterías de su archivo, cobran una narrativa especial: «Me interesa la intrahistoria de la ciudad y de quienes somos. Creo que para ser un buen coleccionista hay que saber emplear el tiempo en ganar conocimiento sobre ciertos temas y darle valor a los relatos que quedan más ocultos. Mi idea de engrosar mi archivo tiene mucho que ver con la misión de recuperar historias que merecen ser escuchadas». Un relato que cobra sentido cuando sus colecciones salen del bajo para exponerse en museos, donde sueña que acabe una parte de su historia: «Me encantaría poder ver mis colecciones en alguna institución valenciana; me gusta que esta parte de la historia se muestre y esté en movimiento».

Entre títeres y rituales

Del mundo de lo oculto Solaz pasa a las figuras que llevan tras ellas un rastro de historia. En la planta alta de su archivo cuenta con dos estanterías de madera en las que separa los autómatas, juguetes para niños y los objetos de rituales africanos. De los autómatas le fascina la idea de que supongan el inicio de la robótica y que sean capaces de seguir funcionando: «Son historia de la robótica y funcionan con un mecanismo muy preciso que no suele fallar; es un tesoro único que aún sigue funcionando y que es impasible al paso del tiempo». Generalmente, los obtiene de algunos rastros o de colecciones personales de quienes le conocen y le van contactando.

«He visitado todo tipo de casas particulares para ampliar mi archivo. Desde espacios sin luz eléctrica hasta trasteros abarrotados con alguna herencia. Con el paso de los años, he aprendido a ser más selectivo y ponerme un límite a la hora de comprar nuevos objetos, porque ahora mismo hay muchísima oferta». Una de sus claves para no «enloquecer» es seguir comprando como lo hacía cuando no había portales como Todocolección o Milanuncios, y con la mentalidad que hay que tener en los rastros.

«Para ser un buen coleccionista hay que tener control sobre uno mismo y no ser avaricioso. Cuando me interesa un objeto pienso en lo que pagaría por él y, si la cifra de venta sobrepasa este precio, cierro los ojos y me voy; es una facultad clave que me ayuda a seguir con mi trabajo», explica Solaz, aunque confiesa que hace años sí que llegó a entrar en casa con una bolsa de libros escondidos entre las piernas para que su mujer no le regañara.

Huir de la avaricia, ser selectivo y comprender las partes de su colección personal —autómatas, historia de València, ritos y rituales, La Traca, obras censuradas o de carácter sexual— son las claves que  le ayudan a seguir trabajando sobre su archivo más allá de buscar diamantes ocultos: «Se puede comenzar a coleccionar desde un euro y se pueden adquirir objetos por valor de varios miles. Para mí, lo importante es aprender sobre un tema que me interese, que en este caso tiene que ver con lo prohibido, lo oculto y la magia que esconden ciertos objetos como los autómatas y los que forman parte de los rituales, porque aunque no soy creyente siento que hay algo más. Son elementos que funcionan casi como una extensión de mi conocimiento».

La herencia del coleccionista

Aunque la modestia es una de las mejores cualidades de Solaz, su labor no ha pasado desapercibida por los grandes organismos: en el 2023, el pleno del Ayuntamiento de València le reconoció como Hijo Predilecto de València. Un título que recibe por su increíble contribución a la historia de la ciudad, por sus donaciones a instituciones valencianas de «numerosos objetos fundamentales de nuestra historia» y, entre otras cosas, por escribir más de cincuenta libros que hablan de la cultura de la ciudad. Para Solaz, este agradecimiento no es nada comparado con lo que le ha dado la filantropía a su vida: «Yo parto de cero, porque no tengo herencia familiar ni una gran fortuna. Siempre intento darle a la sociedad lo que esta me ha dado, que es conocimiento y pasión. Me hace feliz organizar mi biblioteca, catalogar los objetos y seguir mi pasión, y lo más importante para mí es que esta emoción perdure», explica el investigador, quien nada más jubilarse de su trabajo en un gran banco pudo dedicarse a sus colecciones por completo.

 

Esta pasión también corre por las venas de sus hijos. El más joven, Rafael, dirige la librería anticuaria Rafael Solaz desde hace veinticinco años, en la que trabaja también su hermana mayor Eva. Para Solaz 'padre' es un honor haber inculcado ese amor por los libros a sus hijos que, insiste, toman este camino porque les apasiona: «Es un honor que mi hijo monte su propia librería; siempre había sido su sueño porque, desde pequeño, quería ser librero. Yo me considero más coleccionista, pero como compartimos nombre y apellido, la gente se piensa que el negocio es mío —comenta entre risas—; mi hija colecciona libros antiguos que hablan sobre las mujeres e investiga esta faceta más feminista. Tras tantos años, siento que son ellos quienes me asesoran a mí, porque ven el mundo con otros ojos».

Ahora bien, ¿qué pasará con la colección de Rafael Solaz cuando él no esté? El coleccionista confiesa que lo ha pensado varias veces y que su sueño es que sus colecciones puedan ser útiles para la sociedad, para ampliar el conocimiento sobre los relatos que le interesan. Es por ello que plantea donar una gran parte de su colección a algunas instituciones públicas —todavía no puede desvelar cuáles serán— y sueña con verlas en algún museo donde «cobrarían aún más sentido si cabe». Por otra parte, comprende que para sus hijos una herencia como esta más que un «favor puede suponer una losa», por la inmensidad de su colección.

Es por ello que Solaz espera que los objetos que le han acompañado toda la vida puedan vivir en algún lugar donde sigan contribuyendo al conocimiento, mientras deja que sus hijos «sigan con sus ocupaciones y su propia vida», y que, en todo caso, conserven algo que les evoque a la emocionalidad y pasión de su padre. Por su parte, tiene claro que se llevará a la tumba ese primer ejemplar de Las aventuras de Tom Sawyer que le abrió un universo en el que se han descubierto miles de puertas que ahora le hacen subir la gran persiana de un estudio en el que caben todas, o casi todas.

Los guardianes de sus relatos le respetan, le veneran y le susurran las subcategorías de sus objetos mientras los ordena. Lo hacen animados por esos cromos de las naciones que coleccionaba un jovencísimo Rafita Solaz que no sabía que su pasión se convertiría en el gran motivo de su vida, y en una enorme superficie que desempolvar con alegría antes de cada consulta.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 128 (julio 2025) de la revista Plaza

 

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