Un cumpleaños, los últimos coletazos del verano y el vuelo directo a Sofía desde Manises hacen que ya no haya excusas para dejar de posponer un road trip por Bulgaria, algo que desde hacía tiempo quería hacer. El punto de partida es Sofía, su capital. Al llegar me sorprende que sea un aeropuerto tan pequeño y entro en pánico: no encuentro la caseta de la empresa de alquiler de coches. Me desespero hasta que, por fin, localizo a una persona que me dice que estoy en la Terminal 1, la destinada a los vuelos de bajo coste, y que debo ir a la Terminal 2. Un autobús que parece que nunca va a llegar conecta con la otra terminal. Efectivamente, aquí están todos los servicios —y el metro—. Por cierto, reserva con antelación el vehículo y recuerda que aquí no son tan nuevos. Conduzco hasta el alojamiento.
El día ha salido gris, casi a juego con los edificios grisáceos y de arquitectura austera que veo en el camino hacia el centro. Hay una gran mezcla cultural, seguramente fruto de esa posición estratégica de Bulgaria que hizo que tracios, griegos y romanos llegaran hasta aquí, al igual que las influencias culturales y religiosas de los imperios bizantino y otomano. De repente, esas calles estrechas se abren a una gran plaza, llamada de la Independencia o Largo, flanqueada por grandes edificios de corte estalinista. Hasta me imagino la estrella roja que coronaba la Casa del Partido —fue retirada en 1989—. La mayoría de esos edificios, tras el proceso de la Guerra Fría, se reconvirtieron en dependencias públicas. En ese triángulo del poder se erige, donde antes estaba la estatua de Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, la peculiar estatua de Santa Sofía. Digo peculiar porque en una mano tiene una corona de laureles —representación de la victoria— y en la otra, antiguas monedas. Además, en ese brazo reposa un búho, símbolo de sabiduría.
Ese pasado comunista me va a acompañar a lo largo de mis días en la ciudad. Lo hace a través de las distintas esculturas que veo en los parques, de los pisos humildes que hay en los alrededores del centro o en los lujosos edificios del siglo XIX —la mayoría de ellos de estilo francés— en los que habitaban altos funcionarios del Partido Comunista Búlgaro (PCB). También en retazos de la historia que voy conociendo, como el acto terrorista en abril de 1925 del PCB durante los funerales del general Konstantin Georgiev y en el que murieron 128 personas.

- Plaza de la Independencia o Largo -
- Olga Briasco
La iglesia ortodoxa forma parte de un cuadrilátero en el que también está la mezquita Banya Bashi, la catedral católica de San José y la sinagoga de Sofía. Es la plaza de la Tolerancia Religiosa, un nombre acertado, pues no sé si en otras ciudades se dará esta circunstancia, pero para mí es el claro ejemplo de cómo la tolerancia, la convivencia y el respeto entre creyentes de diversas religiones es posible.
Capas de historia bajo el suelo
No me hace falta caminar mucho para darme cuenta de que Sofía tiene cierta similitud con Roma: hay muchas probablidades de que cada vez que se perfora el suelo salga algún resto arqueológico. Vestigios de calles, edificios, baños romanos o murallas de basílicas del Cristianismo primitivo se descubren en el hotel Arena di Serdica, que conserva los restos de un anfiteatro que tenía capacidad para 25.000 espectadores, y en la boca del metro, donde además se sitúa la iglesia de Sveta Petka Samardzhiiska.
Hay muchos más yacimientos, pues bajo el casco antiguo están los restos de Serdica, fundada en el año 29 a. C. y que poco a poco fue ganando importancia hasta convertirse en una de las dos capitales de su provincia romana. De hecho, Constantino el Grande llegó a exclamar: «¡Serdika es mi Roma!». La escogió para ser su lugar de residencia por conectar el mar Adriático y Europa Central con el mar Negro y el mar Egeo, pero también por las fuentes de agua mineral. Hoy esa tradición sigue viva y, en una fuente, la gente hace cola para rellenar unas garrafas. Me acerco a beber agua, está caliente, pero buena de sabor. La fuente se sitúa junto a los baños Centrales de Sofía, construidos en 1906 en lo que antes fueron unos baños turcos. Estuvieron en funcionamiento hasta 1986, momento que cayeron en desuso y, tras un periodo de reconstrucción, hoy albergan el Museo Regional de Historia.
Para mí, el corazón de la ciudad late en los mercados. En el caso de Sofía lo hace en el mercado central, un edificio de estilo similar al de los mercados franceses (halles) de principios del siglo XX. Parece un supermercado, todo bien ordenado y limpio. En cambio, el Zhenski Pazar (mercado de las mujeres) mantiene un ambiente tradicional: mujeres mayores sentadas en sillas de mimbre venden manojos de perejil, flores o cualquier cosa que cultiven en su casa. Al otro lado, puestos de frutas y verduras y el vaivén de personas llenando la bolsa de la compra. Me sorprenden los puestos de tomates y pimientos, de un rojo intenso y de mayor tamaño que a los que estoy acostumbrada a ver en España. También hay tiendas de souvenirs. Llueve y la gente se refugia bajo el techo del mercado, lo que hace que el gentío se acumule más en los puestos.

- Mercado Central de Sofia -
- Olga Briasco
Regreso sobre mis pasos. En esas calles me llama la atención ver pequeñas tiendas (las klek-shops) ubicadas en sótanos con una ventana que asoma a la calle. A través de ella se venden chocolatinas, galletas, frutos secos... hasta parecen escaparates de pequeñas tentaciones. Al indagar sobre su origen me explican que surgieron en 1989 con la caída del comunismo, pues al volver a legalizarse la propiedad privada la gente aprovechó los sótanos de las casas para emprender con un pequeño negocio.
Sin darme cuenta estoy frente a la sinagoga de Sofía, inaugurada en 1909 y construida por judíos sefardíes descendientes de los judíos expulsados por los Reyes Católicos (1492). Parece que está cerrada, pero llamo a la puerta y me abren. El control de seguridad es muy estricto y no dejan pasar a muchas personas. El interior es precioso, con la luz que entra de la cúpula, mosaicos venecianos, mármol de Carrara, el menorah (lámpara litúrgica de siete brazos) y la enorme lámpara de araña sobre mi cabeza. Un gran descubrimiento.
Lo sé, parece mentira que aún no haya visitado la catedral de Alejandro Nevski. Supongo que al haberla visto en fotos tengo más ganas de conocer la Sofía menos conocida —o menos fotografiada—. Con esa idea llego de nuevo a la plaza de la Independencia. En el palacio presidencial, veo un cambio de guardia. No llama mucho la atención —todavía recuerdo el de Atenas—, pero esas tradiciones siempre son curiosas de ver. Un grupo de turistas cruza un arco. Les sigo para ver qué hay. De nuevo se ven más restos romanos, en esta ocasión unas termas, y al fondo un pequeño templo. Se trata de la iglesia Sveti Georgi, el edificio más antiguo de la ciudad (siglo IV d. C.). Se alzó sobre un templo precristiano, y durante la ocupación otomana en el siglo XVI pasó a ejercer de mezquita. Hay una ceremonia y me siento en el banco. La acústica y el canto de los feligreses me cautivan.
Sigue lloviendo, así que decido tomar algo y buscar un plan a resguardo. Encuentro El piso rojo, un museo que recrea un típico hogar búlgaro de los años ochenta. A través de una audioguía ahondo más en la historia comunista del país, pero también a través de los objetos. Libros de la época, una foto de Georgi Ivanov, el primer búlgaro en llegar al espacio, listines telefónicos, tradiciones... Un hallazgo más que interesante para poner punto y final a mi primer día en Sofía.

La joya de sofía
Hoy no llueve y el paseo se hace más agradable. Vuelvo a callejear por los mismos lugares que ayer, pero ahora mi rumbo está en el icono de la ciudad. Antes paso por el Teatro Nacional Ivan Vazov, que, pese al incendio de 1923 y las secuelas de los bombardeos en la Segunda Guerra Mundial, mantiene el estilo neoclásico original.
Da igual cuántas fotos haya visto, al llegar a la gran plaza y ver la catedral de Alejandro Nevski me quedo helada. El conjunto de cúpulas superpuestas, como si de burbujas se tratara, alternando cúpulas de color verde y oro, llama más la atención in situ. En los jardines hay vendedores de iconos, souvenirs y algunas antigüedades. No hay mucha gente, así que disfruto haciendo fotos a su exterior. Contengo las ganas de entrar y me dirijo a la modesta iglesia de Santa Sofía, que ante la magnitud de la catedral pasa desapercibida. No debería ser así, porque tiene un gran legado histórico que se descubre en su subsuelo, que atesora una necrópolis y restos de uno de los teatros de la época romana. Un legado que se debe a que fue erigida en el siglo VI d. C. sobre otras iglesias precedentes del siglo IV d. C. y destruida durante incursiones y saqueos de tribus de hunos y godos a la antigua Serdica. Tiene otra peculiaridad, al no tener un campanario, su campana cuelga de un árbol próximo. Un templo, además, que es el responsable del nombre actual de la ciudad, pues los otomanos la llamaron «la ciudad de la iglesia de Santa Sofía» y de ahí Sofía.
Ahora sí, el momento esperado: entro a la catedral de Alejandro Nevski. Me llama la atención la iluminación tan tenue y sobria del templo, en la que las lámparas y velas aportan mayor luminosidad que las vidrieras. Proporcionan recogimiento en ese espacio tan amplio. Una mujer enciende otra vela. Más luz al templo. Allí me quedo un rato. Al salir, el bullicio me vuelve a conectar con la ciudad. Camino sin rumbo, por la calle Bulevar Vitosha, la más animada de la ciudad, y me pierdo por la Sofía menos conocida, hasta que llega la hora de cenar. Realmente es una ciudad muy animada e interesante. Buen punto de partida para iniciar mi aventura por Bulgaria.
Guía Práctica
Cómo llegar: Ryanair vuela directo desde Manises a Sofía.
Moneda: El lev búlgaro (BGN) . Un euro equivale a 1,95 BGN.
Consejo: Si quieres visitar la iglesia Boyana por tu cuenta, llama con antelación y ten paciencia hasta que te cojan el teléfono.
El precio de la entrada son diez levas.
Web de interés: www.turismobulgaria.es

* Este artículo se publicó originalmente en el número 123 (febrero 2025) de la revista Plaza