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Sumba, la isla de Indonesia congelada en el tiempo

La isla de Sumba, en Indonesia, es un lugar detenido en el tiempo, con una cultura milenaria, playas vírgenes, arrozales, sabanas y densas selvas

  • Poblado de Sumba, llamadas uma mbatangu
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Indonesia me está enamorando. Llevo una semana visitando el país y en cada una de sus islas estoy viviendo momentos únicos. En Borneo, la calma de navegar por el río Sekonyer, los monos narigudos y pasear junto a orangutanes que saltan entre las ramas y se quedan suspendidos en un equilibrio casi imposible. En Komodo, la mezcla de emoción y miedo al tener, a pocos metros, al imponente dragón de Komodo. En Java, la experiencia de escuchar el latido de la tierra y contemplar la lava azul del volcán Kawah Ijen (por cierto, creo que mi ropa sigue oliendo a azufre). Momentos que rememoro mientras sobrevolamos las islas de Lombok y Sumbawa. Son tantas las emociones que estoy viviendo que en el avión rumbo al nuevo destino, la isla de Sumba, no paro de hacerme preguntas: ¿Me decepcionará? ¿Seguirá siendo Indonesia ese hype viajero que me tiene tan fascinada? No hay margen para darle muchas vueltas, acabamos de aterrizar en Waingapu.

Llegamos con retraso así que, sin perder un segundo, nos ponemos en marcha. El asfalto se convierte en tierra. Nos dirigimos al este de la isla, hacia la playa de Walakiri. El tiempo juega en nuestra contra, así que aceleramos y preparamos el equipo. Objetivo más luminoso que tengamos, trípode... Cualquier segundo que podamos arañar es fundamental. ¿Por qué? Debemos fotografiar el manglar antes de que el sol se ponga. Parece una misión de 007, pero es lo que ocurre cuando tus compañeros de viaje comparten tu misma afición, en este caso la fotografía. Todos sabemos que la esencia de la fotografía es la luz. Salgo corriendo. Mi familia viajera sale detrás.

  • Poblado Sumba -

El agua me alcanza por las rodillas y la textura del fango en mis pies es extraña, pero avanzo sin dilación hacia ese mar abierto y en calma. Frente a mí aparecen los manglares: retorcidos, elegantes, solitarios con ramas, delgadas y sinuosas, que se alzan como brazos en movimiento. Algunos se inclinan tímidamente, otros giran su tronco hacia el mar, y unos pocas parecen mirar al horizonte, a ese cielo rojizo y púrpura que recorta su silueta. Es como si estuviera caminando entre los espíritus de la naturaleza. A mi lado, unos niños pescan tranquilamente. Hay silencio, porque aquí los árboles bailan para quien aprecie la magia y misterio de la naturaleza. El sol desaparece bajo el agua y los árboles quedan inmóviles de nuevo, esperando al próximo atardecer. Regreso con cuidado, intentando no pisar esas raíces que se estiran sobre la arena. En esa misma playa un puesto de comida nos tienta. Estamos solos. Disfrutamos de la cena: pescado a la parrilla, verduras y una Bintang, la cerveza local de aquí. Unos perros hambrientos nos miran con paciencia, y claro, también les damos algo. Regresamos al hotel para descansar.

Colinas, arrozales y cascadas

Salimos temprano. Waikabubak es el destino final, pero lo importante es el camino. Sumba es diferente a otras islas de Indonesia, es más seca y más silenciosa. En Wairinding disfruto de esa quietud y un paisaje formado por colinas onduladas que se extienden en el horizonte con un manto verde pálido que se mece con el viento y queda iluminado por los rayos del sol que logran colarse entre las nubes. En pocos días se teñirá de amarillo. No hay casas, solo la naturaleza. Un grupo de locales llega con un caballo y se hace fotos, quizá siguiendo los pasos de la película The Golden Cane Warrior (2014).

Después de algunos kilómetros el paisaje cambia. Ya no hay colinas y sabanas, sino arrozales. Están inundados y son un espejo del cielo, las nubes y los árboles que los rodean, la mayoría palmeras altas y delgadas que se alzan hacia el firmamento. Al otro lado, un grupo de mujeres se mueve entre el bancal. Algunos niños corren alegremente. Otros les ayudan. No hay máquinas. Solo sus manos. Me acerco al grupo, el barro se pega a mis sandalias y los pies se hunden a cada paso. Me miran y siguen con un trabajo que hacen al unísono, marcado por los cantos que entonan mientras trabajan, como si quisieran agradecer a la tierra cada grano. Es la cultura Marapu, en la que las tareas más cotidianas son espirituales y una manera de mostrar gratitud.

  • Cascada Air Terjun Lapopu -

La siguiente parada es la cascada Air Terjun Lapopu, ubicada en el parque nacional de Matalawa. Para llegar hasta ella hay que caminar un par de kilómetros entre la selva y atravesar un puente hecho con bambú y ramas de árbol. Algunas de las cañas están rotas y camino con paso lento pero seguro. Un hombre me sobrepasa y me mira con cierta sorna. Por fin llego al otro lado. Allí está la cascada, con una caída de varios niveles. El sonido sordo, los remolinos de agua y el entorno verde y frondoso me sumen en un estado de paz y tranquilidad que hacía tiempo que no experimentaba. Tranquilidad que se rompe cuando unas piedras caen de la montaña. Para mi sorpresa, son unos monos haciendo travesuras. Porque estoy en otra isla, si no, pensaría que son amigos de los ladronzuelos del templo de Bali. Qué habilidad para robar tenían. Regresamos al coche. El camino de tierra se complica y el vehículo queda parado en una subida. No hay manera de que arranque, así que unos trabajadores nos ayudan con una apisonadora que, por cierto, también se había quedado antes atascada. Es el aderezo de la aventura.

Las aldeas Marapu

Sumba parece estar detenida en el tiempo. Las carreteras aún son de tierra en muchas zonas, no hay centros comerciales ni edificios altos e internet va de aquella manera —más mal que bien—. La conexión que importa es con los ancestros, la tierra y la naturaleza. Esa manera de entender el mundo está vinculada a la cultura Marapu, que guía la vida de muchas comunidades, sobre todo en las zonas rurales y tradicionales de la isla. Para ahondar más en esta cultura milenaria visitamos el poblado de Ratenggaro.

De lejos llaman la atención los techos de paja de las casas —alcanzan los quince metros—, pero de cerca la mirada se dirige al centro, a las tumbas megalíticas, enormes losas de piedra talladas con figuras, líneas y símbolos que en algunos casos tienen más de seiscientos años. En ellas reposan los jefes tribales, guerreros y ancestros venerados. Es como si aquí siempre fuese el Día de Muertos de México: la muerte no interrumpe la vida, sino que muerte y vida conviven sin miedo, sin drama.

Me adentro en el poblado. La mayoría viste una mezcla de ropa occidental desgastada y tejidos ikat hechos a mano, donde algunos llevan oculto un cuchillo conocido como parangs. Una mujer extiende el arroz sobre una lona, las gallinas corretean por las calles, unos cerdos gruñen y un perro duerme sobre una tumba. Los niños juegan y nos miran con curiosidad. Las casas tienen una especie de porche donde se trabaja, descansa y se pasa el tiempo. Un señor mastica betel. Tiene los labios rojos y al sonreír veo que le faltan algunos dientes. Junto a él, otros hombres conversan y fuman.

  • Un señor en el porche de su casa -

Una mujer llama nuestra atención y nos anima a mirar los ikat, de patrones y colores diferentes. A su lado otra mujer está sentada con las piernas estiradas y los pies descalzos, apoyados en el telar de cintura. Moviéndose hacia delante y hacia atrás, inclina el telar, abre la urdimbre, pasa la lanzadera con el hilo, y vuelve a cerrar. Se mueve con precisión rítmica, sus dedos dividen hilos con maestría y paciencia, pues cada línea puede durar semanas e incluso meses. Tejer es un arte y forma parte del camino hacia la adultez —una mujer no puede casarse si no sabe elaborar su propio ikat—.

Sigo observando. Me distraigo viendo a un grupo de mujeres cribando el arroz. Están sentadas en el suelo, con grandes bandejas trenzadas de bambú (se llaman niru) en las que colocan el cereal. Con un movimiento firme de las muñecas, lo lanzan al aire. Al rato se detienen y retiran las cáscaras, el polvo y los granos vacíos que salen volando hacia los bordes.

Me llama la atención que algunos porches tienen fotografías de graduaciones y de encuentros familiares o, apoyados en la pared de la casa, descansan cráneos blanqueados de búfalos. Según me explican, en la cultura Marapu, el búfalo es uno de los animales más sagrados. Es ofrecido en funerales de alto rango, en alianzas entre clanes o incluso en la construcción de una nueva uma mbatangu (casa tradicional). Al verme, una joven me invita a entrar a su casa. Habla inglés muy bien y se lo digo. Subo los pilares de madera y accedo al interior. Necesito unos segundos para adaptarme a la oscuridad. No hay ventanas ni electricidad, la única iluminación proviene del fuego de la hoguera. Representa el sol. En este habitáculo es donde las familias hacen vida: se duerme, se cocina, se come y se conversa. No hay habitaciones privadas; la vida se comparte en ese espacio. Sobre mi cabeza, el techo. Ahí guardan reliquias y amuletos.

La conversación con la joven me hace reflexionar. Los habitantes de Sumba se muestran orgullosos de sus tradiciones, resistiéndose a que el mundo moderno las diluya. Mantienen a raya a las multitudes y al turismo, algo poco común en otras partes de Indonesia. Ojalá que este rincón del mundo siga suspendido en el tiempo de por vida.

  • Dancing Trees de Sumba -

 

Qué más hacer en Sumba 

Bendungan waikelo sawah. Ubicado al suroeste de la isla, es un paisaje natural impresionante donde el agua fluye desde una misteriosa cueva subterránea, enmarcada por arrozales verdes, colinas y casas de campos. Frente a la cueva rocosa, el agua forma piscinas naturales, donde mojarse los pies o disfrutar del ambiente.

Waikuri Lagoon. Un lago en medio de un paraje natural increíble donde los locales disfrutan del baño. El lago está conectado con el mar a través de una barrera natural de rocas que frenan el oleaje, por lo que el agua de la laguna es completamente cristalina y sin corriente; es como estar en una piscina, pero rodeado de una vegetación exuberante.

Guía práctica de Sumba 

Cómo llegar: La vía más rápida es en avión desde el aeropuerto de Denpasar en Bali. El trayecto dura una hora. Moneda: La rupia indonesia (IDR). 1 euro equivale a unas 17.000 rupias. Consejo: Lleva dinero en efectivo porque en muchas zonas no aceptan las tarjetas de crédito. Web de interés: www.artisal.com , donde encontrarás viajes fotográficos artesanales en grupos de máximo seis viajeros. 

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* Este artículo se publicó originalmente en el número 130 (octubre 2025) de la revista Plaza

 

 

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