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Gastronomía

Vicente Rioja, el Einstein de la paella

Vicente Rioja ha ido perfeccionando el arte de la paella, en una búsqueda incansable de los sabores de su infancia. Como un verdadero alquimista, ha desentrañado los secretos de este plato, trabajando junto a investigadores, para descubrir los porqués que hay detrás de la receta. Hoy, su paella es considerada una de las mejores del mundo, y él, su guardián más fiel, el protector de la receta canónica o, como él mismo dice, de su verdad

  • Vicente Rioja en el paellero
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El fuego danza bajo la paella con movimientos enigmáticos. Vicente Rioja dialoga con las llamas y las guía en un baile hipnótico. Se mueven, se consumen y se enroscan en la leña de naranjo, que desde hace tiempo espera su destino: arder para dar sabor. El fuego aviva el hervor del caldo que cubre los ingredientes: pollo, conejo, ferraüra y garrofó pintat. En su paellero no hay medidores de temperatura ni relojes; Vicente domina el lenguaje ancestral del fuego, ese que le susurra cuándo añadir el arroz, cuándo bajar la llama y cuándo dejar reposar la paella. Cada uno de sus gestos revela pasión, respeto y tradición, pero también el legado familiar de una receta que ha ido perfeccionando con los años, hasta alcanzar la excelencia. La pala que utiliza para remover los ingredientes perteneció a su bisabuelo, legado de generaciones dedicadas al mismo arte. Escucha el chup chup del caldo y añade el arroz Sénia (DO Arròs de València) con un movimiento preciso. Inmediatamente después, coloca unos ramilletes de romero —la podaeta— que prenden rápido y se alzan con fuerza, abrazando por un instante el metal ardiente de la paella. El calor invade la estancia, pero a Vicente no le afecta; mantiene la calma y da instrucciones a Miguel, su segundo de abordo, que las ejecuta con celeridad. Siete minutos después, las llamas comienzan a debilitarse, hasta reducirse a brasas y cenizas. El arroz brilla dorado, y Vicente, con mano experta, remueve las brasas residuales, colocándolas en circulo, en el borde exterior del recipiente, para conseguir el socarrat perfecto. Con decisión, coge las asas y retira la paella para dejarla reposar unos minutos, hasta que la temperatura descienda a unos 35 grados. Luego la servirá a los comensales.

Vicente Rioja lleva décadas repitiendo el mismo ritual. Primero, continuó haciendo las paellas que aprendió a cocinar junto a su padre: «Aprendí viendo. En aquella época no había escuelas de cocina ni programas de televisión. Se aprendía escuchando y mirando cómo se doraba una carne o se tostaba un ajo». Creció entre estas cuatro paredes. Él ya lo conoció como un restaurante, pero, mucho antes, en 1924, sus bisabuelos abrieron un bar para servir café por la mañana y guisos caseros y arroces a quienes transitaban al mediodía por la carretera nacional que cruzaba Benissanó. Era la parada en ese camino de la ciudad a La Serranía (o viceversa). Aquel pasado fue diluyéndose, generación tras generación, hasta que, por una enfermedad de su padre, Nadal, Vicente Rioja debe ponerse al frente del paellero. Tenía treinta años y su propósito era cumplir la misión que le había encomendado su padre: hacer paellas, una tras otra. Esa era la responsabilidad que había asumido al tomar las riendas del negocio familiar. «Seguí la línea de sus paellas. Estaban buenas, muy buenas; pero no eran el recuerdo que yo tenía de mi niñez. Esa paella se había perdido», recuerda. Un sabor, dice, que desapareció de su paladar, pero nunca de su recuerdo gustativo. «Me di cuenta de que debía cambiar, dedicarme a algo que realmente me llenara, o me vería atrapado en una vida vacía», reflexiona. Lo sabía desde hacía tiempo, pero necesitaba un punto de inflexión que lo empujara al cambio.

  • Vicente Rioja en el paellero -

Siguió con la inercia de la rutina hasta que llegó ese momento: «Era uno de esos días en los que el restaurante está lleno y el calor del paellero te abrasa —en un solo día podía hacer hasta sesenta paellas—. Mi padre se asomó para ver cómo iba el negocio y sonrió, como diciendo: “Esto va bien”. Pero yo no lo vi así. Para mí fue una pesadilla, no por el cansancio, sino porque me preguntaba de cuántas de esas paellas podía sentirme verdaderamente orgulloso». Podía contarlas con los dedos de una mano. En su cabeza resonó una de esas preguntas que se clavan en el alma y provocan vértigo: «Si estoy haciendo algo que no me gusta, ¿para qué hacerlo?». Muchos habrían dejado pasar esa duda o la habrían silenciado. Vicente, en cambio, decidió escucharla y ser honesto consigo mismo. Fiel a sus convicciones estableció un límite: no podía elaborar más de cuatro paellas de calidad al mismo tiempo —las que elabora ahora—. Por eso redujo el comedor, pasando de los 250 comensales de entonces a los setenta actuales. Luego, poco a poco, fue transformando el local, moldeándolo conforme a los nuevos tiempos y elevando la calidad. Decisiones que, por aquel entonces, se miraron con cierto recelo.

La base científica de la paella

La receta de la paella la conocía bien: era la de su familia, la que había disfrutado y añorado. Solo debía afinarla y reencontrar aquel sabor perdido. Fue afinando la técnica en busca de aquel sabor que conservaba en la memoria desde su niñez. No hubo suerte. Entonces, llegó la pregunta crucial, casi de alquimista: ¿cuál era ese sabor? Y comprendió que, para recuperar el sabor, debía mirar al pasado y al entorno. «El secreto está en la calidad del producto y en el respeto por el proceso. No hay magia, hay método. Si el fuego, el agua o el arroz fallan, el resultado no será bueno», afirma. Así comenzó su búsqueda de su particular piedra filosofal, desde la sal y el aceite hasta el pollo, el pulido del arroz y la selección de las carnes y verduras. Recorrió las carnicerías hasta encontrar lo que buscaba: conejo de capa parda, alimentado con forraje natural, y pollo de corral de crecimiento lento. Y buscó en la huerta los sabores puros.

En su huerta, cercana al restaurante, Vicente se muestra feliz. Camina entre naranjos, mandarinos y limoneros. También tiene ingredientes básicos de la paella, como el garrofó —que su familia cultiva desde hace más de un siglo— y el pimiento tipo corneta. En ese afán por ahondar en las raíces y la tradición está recuperando algunas variedades, como la clementina fina, de sabor delicado y elegante; y tiene otras más singulares, como el kumquat o el caviar cítrico. «Desde hace algo más de una década todo es ecológico», comenta, señalando las cáscaras de huevo o los posos de café que nutren la tierra. Es un cultivo con riesgo, porque las plagas son más difíciles de controlar; por eso, los tomates crecen en altura. En ese espacio, lejos del bullicio del restaurante, Vicente se relaja e investiga. Se agacha, toma unas hojas y las frota entre las manos para que las olamos: huele a menta y a fresa. También tiene menta chocolate. En su huerto, todo huele a lo que es, y hasta las rosas conservan su aroma. A un lado se apilan troncos de naranjo. «En la paella, usamos leña de naranjo, de distintos grosores, para graduar la intensidad del fuego. La almacenamos más de un año para dejarla secar», explica. Todo tiene una razón, y Vicente la conoce. Cierra la puerta del huerto, que en realidad es la de su despensa: de aquí salen todas las frutas, verduras y hortalizas que utiliza en su cocina.

  • Vicente Rioja en su huerto, próximo al restaurante -

 

En su búsqueda de la verdad, comenzó a hacerse preguntas, a investigar, a repetir prueba-error para «lograr una paella equilibrada, en la que todos los sabores se unan sin que ninguno destaque sobre otro». En ese punto se cruza la Universitat Politècnica de València y la catedrática de Química Agrícola Dolores Raigón, que lo acompaña en su empeño por entender cada proceso. «Me ha ayudado muchísimo a poner nombre a las cosas, a saber qué ocurre en cada paso de la receta», explica. Fruto de esa colaboración nació El gran libro (secreto) de la paella (Alba Editorial y Elca), con el que Vicente busca no solo enseñar a hacer una paella, sino también transmitir la historia y la cultura que hay detrás de este plato tradicional.

La labor científica que ambos desarrollaron para desentrañar los misterios químicos de la cocción les llevó a encontrar muchas respuestas. Por ejemplo, a cómo emplear la leña para que su humo no ahogue la receta —«el humo debe ser suave; no hay que ahumar una paella, sino perfumarla»—, las características ideales del arroz y por qué el romero debe añadirse junto al agua, con un tiempo de infusión que no debe superar los cuatro minutos desde el hervor. También a desmontar mitos, como que el agua de Valencia influye en la receta —«sí afecta la altitud en la que se cocina»—. Además, emplean vaquetes, un caracol fino de serrano, solo cuando el comensal lo pide. Si se da el caso «no usamos romero y ponemos tres por persona y respetamos su reproducción —fuera de temporada no es posible—».

El sabor de la tradición

Llegó el gran día. Vicente cocinó aquella paella que había disfrutado de niño y que lo había obsesionado durante años. «Fue un mes de octubre, hace cinco años. Al probarla mientras la cocinaba supe que era la paella perfecta para mí, la que había soñado tanto tiempo. Pregunté a los comensales si podía sentarme con ellos, porque estaba emocionado», recuerda todavía con la voz vibrante. No era para menos: había recuperado el sabor que lo devolvía, al fin, a los recuerdos de su infancia. «Mi cocina es la que viví desde niño, la que hacía mi madre, la que se cocinaba los domingos —dice—. Esta paella es mi verdad. Yo sé que lo que te he puesto delante es verdad, aunque pueda gustar más o menos». Y también sabe que está anclada a Benissanó: «He tenido ofertas para ir a Londres, Dubái, Madrid, Miami… pero las he rechazado todas. Mi paella no se exporta. Mi felicidad está aquí».

  • Miguel vigila el fuego. -

Vicente habla siempre de paella, sin adjetivos, vinculada al utensilio y al arroz: «La paella debe ser seca. No es caldosa ni melosa. Es sabrosa porque el arroz, en nuestra cultura, es el actor principal: debe estar suelto y absorber los sabores. Eso es una paella. A partir de ahí, cada zona tiene sus ingredientes y sus épocas. Por ejemplo, antiguamente, cuando se cocinaba con los productos de temporada y no había neveras, la paella de invierno en esta zona llevaba habas y alcachofas —desaparecía la judía—». Su conocimiento es absoluto y su pasión, contagiosa. Él, como no se cansa de resaltar, habla de su verdad, que es «la paella del Camp del Túria».

En sus paellas hay una combinación perfecta de verduras y carnes, en la que cada ingrediente tiene su protagonismo y se reconoce. Hay finura y armonía. Hay cariño y dedicación. Hay elegancia y es una paella suave y más evolutiva que impactante al primer bocado. Quique Dacosta le denominó el Paco de Lucía de la paella y otros aseguran que el restaurante Rioja es el templo de la paella. De hecho, tiene un séquito de feligreses que vienen hasta Benissanó para probar sus arroces. Valora el hecho de que muchas personalidades públicas y famosos viajen hasta su casa, pero le conmueve más ver a los comensales emocionarse. «En más de una ocasión me han llamado porque querían darme las gracias, porque era un sabor que creían que no iban a comer más y ese sabor les llevan a personas que ya no están con ellos», relata. Y ese sentimiento compartido le satisface más que cualquier reconocimiento en forma de estrella.

  • Interior del restaurante Rioja -

Bien es cierto que al restaurante Rioja se va exprofeso a disfrutar de su paella y arroces, pero en su carta también pone el acento en los entrantes, que varían en función de la temporada y que ahora, explica, van camino de ser pequeños bocados de platos regionales que también se han ido perdiendo. Raíces y tradición.

«Nunca he pretendido formar parte de la alta cocina», resalta. Es cierto que no figura en esas listas, pero la experiencia que ofrece está a ese nivel, con una bodega con grandes referencias, un servicio excepcional y un ambiente tranquilo para disfrutar de la velada. No hay rastro de aquel bullicioso restaurante de antaño, y se agradece.

Entonces surge la pregunta inevitable: ¿por qué la paella no se considera alta cocina? «Es la pelea que mantenemos desde hace años, que un plato universal como la paella no esté situado en la alta cocina, mientras que el sushi o la pasta sí lo están. No está porque es un plato contundente, que normalmente anula el desarrollo de un menú que hoy en día buscan las guías», lamenta. Pero en algo no hay discusión: la paella es mucho más que un plato; es un símbolo cultural e identitario, ligado al paisaje y al territorio, pero también es un ritual. «La paella es armonía de sabores y memoria compartida, esencia de nuestra tierra y de nuestra manera de vivir», concluye Vicente Rioja, protector de una receta que, ahora, se sabe que tiene mucho de subjetivismo, pero también de ciencia.

Descifrando el ADN de la paella

  • El gran libro (secreto) de la paella (Alba Editorial y Elca) -

El gran libro (secreto) de la paella (Alba Editorial y Elca) es el resultado de un riguroso trabajo de investigación científica que Vicente Rioja ha realizado junto a expertos de la Universitat Politècnica de València, bajo la dirección de la catedrática de Química Agrícola Dolores Raigón. El paellero —como le gusta definirse— explica: «Hemos desnudado el ADN de la paella. Hemos hecho pruebas en el laboratorio, analizando caldos para saber cuándo y cómo introducir los ingredientes en la paella. La paella es elegante, no puede haber unos sabores por encima de otros». El libro cuenta con fotografías de Francesc Guillamet —fotógrafo de referencia de la gastronomía contemporánea por su extensa labor en El Bulli o el Celler de Can Roca— y tiene un recetario coral: desde elaboraciones tradicionales de arroz hasta interpretaciones propias de chefs de prestigio internacional como Quique Dacosta, Nacho Manzano (Casa Marcial), Joan Roca o el japonés Katsuhito Inoue. «Ha sido un trabajo muy duro, pero bonito», cuenta Vicente. Preguntado por cuál será su próximo reto, sonríe y respira hondo: «Quiero relajarme un poco». Eso sí, en la mente ya sobrevuela otra receta: el arroz al horno.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 131 (noviembre 2025) de la revista Plaza

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