Estados Unidos dispone actualmente de 904 bases o instalaciones militares fuera de sus fronteras, en 95 países diferentes. Le sigue el Reino Unido con 117 en 38 países. Rusia tiene nueve bases fuera de su territorio y China solo dispone de seis. El presupuesto militar norteamericano se acerca al billón de dólares, más del doble que el de Rusia y casi cuatro veces el de China, que iguala al conjunto de la Unión Europea. Con estas cifras está claro cuál es el imperio que gobierna el mundo.
Pero la potencia mundial está en una crisis progresiva y en un aparente ataque bipolar: su antaño rival es un amigo incomprendido, mientras sus socios europeos son vistos con hostilidad. Y quien asciende al liderazgo mundial es una economía estatal dirigida por un partido comunista. Ahora, los campeones de la libertad ponen barreras y los enemigos del capitalismo son los reyes del libre mercado. En una época de crisis climáticas, guerras híbridas y chiflados furiosos al mando, la falta de sentido común resulta fatal para los negocios y para la vida de las personas.
Tras el lío de los aranceles, personalidades de las finanzas y economistas estadounidenses de primera fila han visto un renacimiento mediático advirtiendo de los peligros de una política económica que parece sacada de la película Sopa de ganso. Y no son solo economistas críticos como Stiglitz, Krugman, Roubini o Summers, también hay conocidos financieros, empresarios y hasta miembros del partido republicano.
En uno de los extremos de este abanico, Richard Wolff, profesor de Economía y habitual de varias universidades norteamericanas y europeas, vincula la política de aranceles de Trump con el declive inexorable del imperio.
Para Wolff, la causa fundamental es de origen fiscal y monetario: pocos impuestos para tanto gasto. El déficit fiscal deriva de la lealtad de los conservadores a los millonarios que detestan los impuestos, pero que ganan mucho con el gasto federal, y de la política de los demócratas, de un elevado gasto en servicios sociales pero sin gravar demasiado al conjunto.
Este esquema, perpetuado en la incapacidad crónica de las dos opciones de gobierno y en un creciente déficit comercial, ha llevado al colapso fiscal y a un endeudamiento insostenible. Desesperados por encontrar una solución, pero negando el problema real, algún iluminado pensó que, en un mundo globalizado, la manera de elevar el PIB era culpar a los demás de sus propios vicios y traer de vuelta las industrias mediante la subida de precios a los consumidores americanos.
Sin una política industrial que considere la realidad de la situación, se cierra el grifo a la investigación no militar, se despiden cientos de miles de empleados federales, se corta el gasto en sanidad e infraestructuras y se disloca el mercado con tasas al consumo, lo que provocará inflación e incertidumbre. Para rematar, el tipo de cambio tenderá a bajar y aumentará el déficit comercial, justo lo que se quería combatir. Wolff advierte que, mientras tanto, China invierte en universidades, I+D e infraestructuras y es líder en productos clave de las telecomunicaciones y la electrificación.
Y mientras tanto, Europa haciendo el Tancredo, enredada en los marrones endosados por su antiguo aliado.
La época dorada de Estados Unidos estaba asociada a su inversión pública inteligente, su apoyo a las clases medias, a la ciencia y a la tecnología, lo que atrajo inversiones y talento. Y sin esa política económica dinámica, que de verdad hizo grande a Norteamérica, ningún arancel hará otra cosa sino empeorar la situación por la que supuestamente se aplica.
Dice el analista Jeffrey Sachs que ser enemigo de los Estados Unidos es peligroso, pero que ser su amigo puede ser fatal. Nunca mejor dicho que para el propio pueblo norteamericano.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 127 (junio 2025) de la revista Plaza