Después de sufrir a los puritanos de derechas ahora nos toca soportar a los de las izquierdas. Con el señuelo de la política del ‘buen rollo’, estos catequistas laicos, entre los que el señor Ribó ocupa un lugar relevante, nos quieren convertir en buenos ciudadanos y demócratas. El nuevo y disparatado callejero de València es el último ejemplo
El alcalde de València es un político circense. A falta de argumentos para convencernos, se contenta con entretenernos. Ha entendido como nadie las grandezas y las miserias de la sociedad del espectáculo en la que todos, antes o después, acabamos idiotizados. Cada mañana el señor Joan Ribó sale a la pista central del circo y pregunta con entusiasmo:
—Com estan vostès?
A lo que todo el público —niños, adolescentes traviesos, adultos adiposos y viejos gagás— contestamos:
—Beeeeeeeeeé!
Si al señor Ribó le hubiera tocado vivir en la España de los Austrias, con seguridad se hubiera ganado el sustento como hombre de placer. No penséis mal tras leer lo que acabo de escribir. Un hombre de placer, por lo general un enano, divertía a la gente de la Corte. Su público estaba formado por nobles corruptos y decadentes. Por suerte vivimos bajo la égida del Borbón Felipe VI. Su reinado ha coincidido con una democratización de las prácticas corruptas, hasta el punto de que cualquier hijo de obrero puede meter la mano en la caja. Esto constituye un importante avance.
NOS HAN CAMBIADO EL CALLEJERO; NOS HAN PROHIBIDO APARCAR EN EL CARRIL BUS; HAN IMPUESTO EL VALENCIANO EN SU TRATO CON LOS CIUDADANOS. ¿QUÉ SERÁ LO PRÓXIMO, JOAN?
El señor Ribó, como decíamos, es el mayor divertimento de la política valenciana. Hace pocas semanas, su última ocurrencia consistió en presentar el nuevo callejero de la capital con el cambio de denominación de 51 calles. Decenas de miles de ciudadanos y cientos de comercios, bares y restaurantes se verán perjudicados por esta medida. La justificación dada es que lo exige la Ley de Memoria Histórica de Rodríguez Zapatero, que fue un accidente trágico en la historia de España. En cuanto supimos los nuevos nombres de las calles, nos lo tomamos a guasa. Esta vez el alcalde se había superado. ¡Lo había bordado! Unos amigos y yo nos mondábamos de la risa mientras lo leíamos en un bar de Patraix. Nos tuvo que llamar la atención el dueño. Seguimos echando unas risas bajo cuerda. “¡Ay, qué juego nos da este Ribó!”, me decía mi amigo Pep, que conserva sus tics blaveros de los tiempos en que militó en Unió Valenciana.
En descargo del señor alcalde hay que decir que toda la culpa no es suya porque la nueva denominación de las calles —que, según dicen, evocan el franquismo— ha sido decidida por la Universitat de València, una institución de la misma cuerda ideológica de quien le hizo el encargo. Centrándonos en el nuevo callejero, me llama la atención que la plaza de Zumalacárregui pase a llamarse de las Trece Rosas. Cuesta entender que le dediquen esa plaza a las jóvenes comunistas que fueron fusiladas por los franquistas en 1939 y se retiren los nombres de católicos de derechas que fueron asesinados por milicianos republicanos —“elementos incontrolados”, al decir los historiadores de izquierdas— al comienzo de la Guerra Civil.
En la forma de proceder del alcalde de València advertimos ciertos resabios autoritarios de su pasado comunista. Hoy el señor Ribó se define como ecosocialista, que es la etiqueta vergonzante de los antiguos comunistas. El nuevo callejero reivindica, en cierta medida, a personas con aquella ideología del alcalde. A mí me produce cierta perplejidad que se honre la memoria de quienes abrazaron, aun de buena fe, una ideología que ocasionó más muertos que el nazismo y el fascismo juntos. Será que todavía no he sido lo suficientemente aleccionado por estos puritanos de izquierdas que sucedieron en el poder a los puritanos de derechas, aquellos catolicones que se lo llevaban calentito antes y después de la misa de los domingos.
Estos puritanos de izquierdas nos han cambiado el callejero; nos han prohibido aparcar en el carril bus las noches del fin de semana; han impuesto el valenciano casi como lengua exclusiva del Ayuntamiento en el trato con los ciudadanos; han intentado silenciar las campanas de las iglesias del centro histórico. ¿Qué será lo próximo, Joan? ¿Prohibir a tus funcionarios que vistan con corbata? ¿Obligarles a comer verduras dos veces a la semana? ¿Cerrar, si pudieras, la plaza de toros de la calle Xàtiva?
En el discurso del buen rollo y de los balcones abiertos del alcalde subyace una política autoritaria de catequistas laicos que pretenden hacernos buenos ciudadanos y demócratas. No nos interesa lo más mínimo ser buenos ciudadanos ni demócratas. Que lo tengan en cuenta. Menos mal que alguien de la Universitat tuvo el detalle de incluir a Virginia Woolf en el callejero. Entre tanto desatino conviene resaltar la sensatez de tal elección. Hay que releer La señora Dalloway.