Del viaje iniciático del director Nacho Ruipérez al nuevo apeadero de los creadores de La Casa de Papel. El paisaje de Sangonereta tiene nuevos admiradores
VALÈNCIA. Contrastes. La figura totémica de Sangonereta, hijo de Sangonera, ensanchado en l’Albufera de Cañas y barro. Un pequeño hito personificando el hedonismo más bruto. La botifarra mortal. Un personaje aspiracional en alguna parte del código genético valenciano. Y en torno a él un paisaje lacustre asociando la vida rural con la vida tosca.
Unos cuantos años después. El universitario Nacho Ruipérez recorre en tren el camino hacia el Campus de la UPV en Gandia. Ve al pasar, día tras día, el horizonte de l’Albufera como un fondo de pantalla enigmático. “Desde siempre tuve la sensación de que algún día rodaría en este extraordinario lugar”, dice ahora, Ruipérez, desde otro tren, el que le lleva al estreno inminente de su primera película, la prometedora El desentierro.
Pasan más años. El actor Álvaro Morte (aka El Profesor) escudriña l’Albufera como el sustento de un mito de Sísifo renovado por el cual la frondosidad y la profundidad se alían pérfidamente, donde todo comienza y acaba sin solución de continuidad. Será el protagonista, junta a la propia Albufera, de El embarcadero, la nueva serie de Álex Pina y Esther Martínez Lobato, creadores de La casa de papel.
Y llegamos al año. A la fecha del renovado posicionamiento de l’Albufera como paraje favorito del audiovisual español. El desentierro y El embarcadero coinciden casi en el tiempo y devuelven con poderosa trascendencia el impacto visual de los campos de arroz y de un parque abierto que, en gran medida, esconde muchos de nuestros secretos.
Si La isla mínima traía al cine las marismas del Guadalquivir, ahora las sombras se acercan al espacio periurbano de València.
Hay una tesis flotando. De Sangonereta a Jordi (Jan Cornet), (Michel Noher), Pau (Leonardo Sbaraglia), Diego, personajes de El desentierro. El tiempo en el que L’Albufera ha superado su carácter de entorno impenetrable, de ruralidad blindada, hasta ser zaguán de la vida urbana, patio trasero de las cruzadas que nos suceden en la ciudad, incluso mesas de empacho para quienes, trajeados, buscan encapsularse. Es la necesidad de recobrar la conexión con nuestros lazos familiares. Pero también la advertencia -subyace en ambas creaciones audiovisuales- de que no siempre se sale de l’Albufera tal y como se entró; las vidas que se embarran a merced del paso biológico del arroz.
Alrededor de La Caseta de la Marjal, El desentierro tejió parte de su trama. “L’Albufera -explica el director Ruipérez- representa el espíritu de la película, su lado más salvaje: es la historia de alguien al que se le ha borrado el pasado, de manera que nos parecía muy interesante poder ubicar la trama en un lugar así, donde hay pueblos aislados entre arrozales”.
La crudeza, cuando se emparenta con lo bello, enmarca la emoción. Nacho Ruipérez rememora justo dos de los momentos más emocionantes del rodaje, en los que el contacto con el paisaje se vuelve epidérmico: “Había una secuencia complicada en la que una niña tenía que saltar por una ventana, correr a través de los campos empantanados y tirarse al agua al recibir un tiro. La productora contrató a una doble que medía exactamente igual que la niña actriz, Valeria Schoneveld. Las primeras tomas las hizo la doble, pero luego fui a la caravana a hablar con la actriz que tenía como unos 12 años si no recuerdo mal, y le pedí por favor de rodillas y delante de su madre si podía repetir la toma ella misma, que no había quedado del todo bien a la primera. Valeria ni se lo pensó, miró a su madre y ésta le contestó que era decisión suya. Hacía un frío de mil demonios y la cría saltó al agua decidida e hizo la toma magníficamente bien a la primera. Recuerdo con cariño el largo aplauso que le dio el equipo cuando gritamos el corte. Fue un momento muy especial. Algo parecido sucedió con Florin Opritescu, un actor rumano al cual pedí también de rodillas que volviera a lanzarse a un pozo cuya agua estaba completamente helada. Llevaba traje de neopreno pero el pobre tiritaba de frío. Aun así lo hizo y la toma quedó inmortalizada para siempre en la película. Es muy emocionante cuando los actores se entregan tanto al proyecto”.
Definitivamente l’Albufera -ahí parte de su renacimiento estético- es un lienzo de la dureza y la expresión humana. “Configura toda la imaginería de El desentierro -sigue su director-, hemos rodado en dos épocas distintas justamente para poder captar las dos etapas más características de los arrozales: la época en la que están en plena siega (más o menos hacia septiembre) y cuando están llenos de agua. Esto funciona muy bien visualmente porque separa ambas épocas sin necesidad de tener que recurrir a etalonajes ni efectismos de postproducción. Y, al mismo tiempo, ubican la historia en un territorio muy característica, lo cual le da un buen baño cultural y autóctono, algo que nos interesaba mucho justamente para retratar la historia de alguien que fue desarraigado, un tipo que ha perdido la memoria y, con ello, la identidad”.
La València Film Office, dependiente de la Turismo València, y a través de su presidenta Sandra Gómez, insiste en algunas cualidades que subrayan el efecto atractivo de l’Albufera: “el ecosistema único, la cultura del arroz, por el emblema de agricultores y pescadores que trabajan fuera del vaivén de la ciudad, y al mismo tiempo su cercanía a València, por la tranquilidad para el rodaje, su espectacularidad visual que varía en función de la época del año, pudiendo ver preciosos encharcados, territorios secos, la espiga verde, la espiga amarilla a punto de la siega del arroz…”.
Como le ocurre al protagonista de El desentierro, el paraje es un aviso de nuestra desmemoria.