VALÈNCIA. No se me conocen supersticiones, salvo una. Cuando juega el equipo de fútbol de mi tierra, apago el ordenador y la televisión. Por nada del mundo quiero saber cómo ha acabado el partido. Me espero al día siguiente a abrir el periódico y busco, con las manos temblorosas, el resultado del encuentro en la sección de deportes.
Mi equipo perdió 1-0 en Madrid. Hemos vuelto a la competición con mal pie. Sacar un punto habría reforzado la moral de los jugadores.
Esta Liga es un fraude, como todo lo contaminado por la mano peluda del virus chino. La única razón de volver a un fútbol sin espectadores era que las televisiones hiciesen caja. El Gobierno, que las necesita para su agitación y propaganda, no se iba a negar. Pero lo más sensato hubiese sido dar por terminada la temporada.
El santoral católico cuenta con un nuevo santo. Se le conoce como san Covid y a él se han encomendado decenas de familias valencianas para que sus hijos pasen de curso. Se ha obrado el milagro, por supuesto. En el Vaticano repican las campanas al conocerse que alumnos con cinco suspensos van a obtener el título de la ESO. El papa argentino dice que hay otro motivo para creer en Dios.
La ministra Celaá (hoy dejaremos de llamarla abuelita para que los espíritus sensibles que me leen no se ofendan) ha cambiado de nuevo de criterio respecto al próximo curso. Ni padres ni profesores ni alumnos saben a qué atenerse con ella. Sostiene ahora que habrá clases presenciales en los colegios y los institutos. Hace un mes veía obligatoria la enseñanza a distancia. Nadie cree que esta sea su propuesta definitiva. La señora Celaá se rectifica a sí misma cada semana.
Con satisfacción constato que Felipe González, el político español más importante de los últimos cuarenta años, sigue mi diario. Emplea una expresión muy parecida a la que utilicé aquí para definir al Gobierno hace unas semanas. “Se parece mucho al camarote de los hermanos Marx”, ha dicho. Si González volviese a ser el secretario general del PSOE, tendría asegurado mi voto.
En la iglesia del pueblo no hay forma de rezar un padrenuestro por culpa de los martillazos que dan los albañiles. Están reformando una capilla. Como los conozco, me acerco a última hora de la mañana, pero ahí están, erre que erre, rompiendo el silencio necesario para la oración. Pero todo sea por una buena obra.
Mañana hablaré con el párroco para encargar una misa en sufragio por el alma de mi tía Remedios. De su fallecimiento se cumplirán ocho años este domingo.
Lo más punki es hoy casarse por la Iglesia.
La crisis del coronavirus ha golpeado al mundo de la cultura con dureza. Después de casi tres meses cerrados, los cines reabren poco a poco en València, mientras los teatros esperan el momento más adecuado. Ayer pasé por delante del Rialto y no vi actividad. Una de las cosas que extraño de la vieja normalidad es entrar a oscuras en la sala de un cine. Confío en que la programación de este verano sea mejor que la de años anteriores. Sólo recuerdo haber visto una gran película en vacaciones y fue Dunkerque en 2017.
Miguel Bosé ha sido uno de las pocas voces críticas de la cultura con la gestión del Gobierno. El resto, salvo para reclamar un mejor trato del Ministerio, ha permanecido en silencio. Cualquier comentario negativo será interpretado como una traición. Un artista crítico se quedará sin contratos y subvenciones. Con esta gente que manda no caben bromas: o estás con ellos o estás contra ellos.
A Bosé, que vive en México y está de vuelta de todo, le importarán un comino las represalias de un concejal de pueblo o un secretario de Estado. Está por encima de todo eso.
He comenzado a leer el poemario La puerta de Margaret Atwood, conocida sobre todo por su faceta de novelista. Me he reconocido en el poema Mi madre se marchita, que comienza así:
Mi madre se marchita y se marchita
y vive y vive.
Su tenaz corazón la empuja,
inconsciente como un motor
a través de una y otra noche.
Todos dicen ‘Esto no puede seguir así’,
pero sigue.
Es como ver a alguien que se ahoga.
Una de las consecuencias del encierro es que dejaré de ver a cierta gente. Ni ellos llamaron para interesarse por mí ni yo tampoco los llamé. Será porque no tenemos nada que contarnos. Cuando se avería el motor de un avión, el comandante decide soltar lastre. En la vida sucede algo parecido: olvidamos a algunas personas para hacer hueco a otras. Son muy pocas las que nos acompañan hasta el final.