La escritora, fundadora de la ONG Women’s Time, se adentra en esta ocasión en las terribles realidades que esconde el tráfico de personas y el silencio cómplice que lo ampara
Marcha para casa antes de lo que pretendía; todos se han retirado temprano aunque le habían prometido que hoy salían, pero es que últimamente siempre le hacen lo mismo justo cuando mejor va, también es cierto que ellos no se hacen y él nunca termina de hacerse, que tiene mucho vicio, como siempre le dicen, mucho vicio, y en eso que camino de casa se da cuenta de que es demasiado pronto, que aún queda mucha noche y se ha gastado menos de lo que pensaba gastar, y que él sabe buscarse la vida solo, no tiene por qué resignarse, para un día que sale y lo dejan tirado, en realidad no sale tan poco, pero tampoco tanto como querría. Pone rumbo a su calle por si el plan que se le ha ocurrido falla, desbloquea el móvil, abre el navegador y busca la página esa de chicas que siempre mira para masturbarse. Nunca ha pasado de hacer scroll, unas capturas de pantalla y alguna llamada ocasional para pedir precio, nada serio, siempre le ha costado dar el paso, en cierta manera le intimida la situación, pero también le excita, y se da cuenta de que es posible que hoy las vitaminas -en su grupo siempre se refieren a eso como las vitaminas o la trampa- le estén ayudando a cruzar la línea, por eso baja buscando lo que más le gusta, un día es un día, lee atento los servicios, calcula por cuánto le puede salir la noche, siente el principio de una erección algo floja por el alcohol. Se palpa el bolsillo pequeño del vaquero: todavía le queda suficiente de lo suyo para dar la talla, porque tiene que dar la talla, no todos los días uno tiene la posibilidad de pedirle lo que quiera a una mujer del Este, y menos de ese calibre. Si le gusta es posible que repita. La erección va en aumento dentro de sus pantalones. Confía en hacerla durar.
La noche se le está haciendo especialmente larga. Comparte piso en una calle poco transitada del centro con varias chicas rumanas más, llevan allí ya casi un par de meses, así que pronto las moverán: los clientes se aburren rápido y además es mejor no mantenerse demasiado tiempo en el mismo sitio por lo que pueda pasar, aunque la verdad es que casi nunca pasa nada. Que recuerde, ha estado ya en Barcelona, Madrid, Toledo, Sevilla y Málaga. Esta es su primera vez allí. Los hombres no son muy distintos de ciudad a ciudad, tampoco demasiado de país a país. Cuando entran a su habitación y se quitan la ropa no hay grandes diferencias: los primerizos normales se ponen nerviosos y acaban rápido, los que ya están acostumbrados manejan mejor el tiempo y cuesta más quitárselos de encima. Hoy se ha tenido que hacer unas fotos para la página de contactos. La competencia es dura. Cada página de contactos de las que trabajan en la ciudad muestra decenas de anuncios que se renuevan cada día. Él las obliga a hacerse fotos nuevas cada pocos días. Así vienen más clientes, dice. Sabe que sus fotos consiguen buenos resultados porque a ellas no les tapan la cara. Las chicas que se prostituyen por su cuenta suelen ser más discretas, pero a los clientes les gusta ver las caras para elegir. No es lo primero que miran, pero también lo miran. A ellas nadie va a reconocerlas porque apenas salen del piso. En la página de contactos siempre aparecen como rusas: los clientes prefieren a las rusas que a las rumanas, según les han dicho. Por las mujeres rumanas se paga menos que por las rusas, así que si les pregunta un cliente tienen que decir que son rusas. Eso es lo que les han dicho. Nadie va a notar la diferencia.
Hay temas sobre los que es especialmente difícil escribir. El asesinato no es uno de ellos. La violencia sexual sí. No es sencillo acercarse a un horror de ese calibre de ninguna manera, pero a nivel literario, a veces resulta menos complicado abordarlo desde la descripción objetiva de los hechos que desde la ficción. Menos complicado, por supuesto, no quiere decir cómodo, pero lo cierto es que la descripción, paradójicamente, nos permite guardar ciertas distancias: el espanto se materializa con cada nombre y cada circunstancia, pero la ficción nos obliga a imaginar, e imaginar ciertas historias nos obliga a enfrentarnos a nuestros propios obstáculos morales -véase que estamos hablando de la dificultad de escribir, no de leer-. Recurrir a la imaginación para crear una escena en la que una mujer es engañada, desaparecida y forzada a desprenderse de sus propias ilusiones en sucesivas e interminables violaciones es doloroso y la mente reacciona ofreciendo resistencia. Hacer de la soledad y la perseverancia de la madre de una ausencia un libro que uno quiera leer hasta al final, exige talento y oficio. Maribel Medina, escritora y fundadora de la ONG Women’s Time y escritora, ha arriesgado y ha arriesgado bien, porque Sangre entre la hierba, que sigue a sus anteriores novelas Sangre de barro y Sangre intocable, es el relato de varias búsquedas condenadas a no llegar a un puerto seguro ni siquiera al vislumbrar su final, porque un desarraigo, cuando saca del todo la raíz, ya se vuelve irreversible. A La Rinconada, considerada la ciudad más alta del mundo, también se la tiene por el mayor centro de trata de personas del altiplano punero: en el infierno blanco la minería de oro ha llenado de cicatrices la montaña y a las personas. En este tejado del mundo las leyes, como el oxígeno, se encuentran presentes en menor medida, y la ausencia de unas y otro llegan a matar por igual. Hasta allí nos lleva Medina en esta novela que publica Maeva y que no deja de contener belleza en todas sus páginas, como en esa descripción de la labor de la pallaquera o de las “manos de lagarto, de árbol, de tierra” curtidas en un lugar que es lo opuesto a los sueños.