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'Furia': señoras que perdieron las formas pero no la razón

VALÈNCIA. Le robo a la gran Henar Álvarez la frase del título, ese “señoras que perdieron las formas pero no la razón”, que la guionista, cómica y comunicadora ha reivindicado en varias ocasiones, harta de esa máxima que dice que perder las formas te quita la razón, ante el hecho de que muchas mujeres están enfadadas y tiene motivos muy lógicos y razonables para estarlo y que, cuando estallan, es por algo.

La serie Furia (HBO Max), creada por Félix Sabroso, parece una ilustración de ese pensamiento, compuesta como está por la historia de varias mujeres que acaban cada una de ellas en un estallido de furia y violencia, hartas de muchas opresiones, de género, de clase o de edad, y de situaciones de injusticia muchas veces estructural que nadie resuelve. En tono de comedia negra, muy negra, y muy esperpéntica, recuerda un poco a la ferocidad del primer Almódovar, el de Qué he hecho yo para merecer esto (1984), o a la visión grotesca y violenta de aquella magnífica película argentina, Relatos salvajes (Damián Szifrón, 2014) –sería un buen título alternativo para esta serie– que nos dio, entre otras alegrías, al inolvidable Bombita, interpretado por Ricardo Darín, un ciudadano medio que estalla de forma explosiva, harto del sinsentido kafkiano de la burocracia y la impotencia que genera.

Como él, pero con realidades que tienen todo que ver con el hecho de ser mujer, las protagonistas de estas historias, una por capítulo, aunque los episodios están mínimamente enlazados entre sí, deciden dejar de ser víctimas para pasar a la acción, en unos casos impulsiva, en otro meditada, incluso aunque esa acción les suponga unos cuantos problemas con la ley o con el entorno. Tenemos la furia que provoca ser una mujer pobre obligada a ejercer de cuidadora, siempre explotada y alienada; la de quien ve cómo su edad y su físico la marginan laboralmente; la de quien sufre la injusticia patriarcal del privilegio masculino; la de la esposa sustituida por otra más joven o la de esa amante más joven, y más pobre, cuando entiende que solo ha sido un objeto. 

 

La serie está interpretada nada menos que por Carmen Machi, Candela Peña, Pilar Castro, Nathalie Poza, Cecilia Roth y Ana Torrent, actrices superdotadas que sacan sus mejores armas, y son muchas, para componer sus personajes. Con un controlado histrionismo, tremendamente eficaz, componen personajes más bien extremos, caricaturescos no pocas veces, y no necesariamente simpáticos ni positivos; de hecho, algunas nos caen realmente mal o nos resultan antipáticas. Huelga decir que están muy bien acompañadas por Claudia Salas, Alberto San Juan o Pedro Casablanc. Y es que, al margen de la calidad de cada uno de esos nombres, hay una muy eficiente dirección actoral, algo que, como siempre decimos, a veces se descuida mucho en el cine español. Por eso, aunque trabajes con actrices muy singulares y de enorme personalidad, todo encaja. La ironía preside todo el conjunto y, en ocasiones, exhibe cierto tono de irrealidad, que viene dado por las situaciones y por los escenarios, como la tienda de ropa o la casa del personaje de Carmen Machi. Y aunque hay algún subrayado de trazo grueso un poco innecesario, toda la serie brilla a gran altura. 

Lo que nunca pierde es la mirada, digamos, social. Obviamente, las cuestiones de género están muy presentes ya que son la base del relato, pero quizá más interesante, porque escasea más en las series comerciales y en el audiovisual español, es la cuestión de clase, que juega un papel fundamental en casi todas las tramas. Y, por eso, la confrontación no es solo, como cabría esperar, entre lo masculino y lo femenino, el patriarcado y las mujeres, sino entre pobres y ricas, entre quienes ostentan privilegios, varias de las protagonistas entre ellas, y quienes no. Esto enriquece el discurso feminista de la serie y le añade una complejidad y unas cuantas capas de sentido muy de agradecer

 

Este tipo de relatos, cuando están bien hechos, como es el caso, suelen ser muy liberadores. Cualquiera se siente identificada en ese hartazgo o con la frustración. Quién no ha vivido alguna situación injusta y alienante de la que nos hubiera gustado salir pegando, gritando o destrozando algo. Usualmente no lo hacemos, claro está. De hecho, la mayoría de la gente no lo hace, aunque a veces parezca lo contrario, porque para eso somos seres racionales y hemos desarrollado la educación y la cultura y, como comunidad, nos hemos dado normas escritas y no escritas que favorecen la convivencia, con las que aplacamos y reconducimos nuestros instintos y el impulso violento. Pero a veces, nos encantaría hacerlo y, en su lugar, nos damos una ducha, salimos a correr, nos hacemos una paja, llamamos a una amiga que nos aguanta el chorreo, nos vamos al gimnasio a liberar endorfinas o nos ponemos una copa de vino o dos. Y, además de todo ello, para eso está el cine, la ficción, que nos permite vivir estas situaciones vicariamente y, sin problemas ni culpa, admirar y aplaudir a Bombita o a cualquiera de estas mujeres desesperadas en sus actos destructivos. Les entendemos a la perfección porque, efectivamente, perdieron las formas, qué le vamos a hacer, pero no la razón.

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