Series y televisión

'Sherwood: Nuevo caso': Cómo la violencia nihilista llena el vacío que deja el desempleo y la frustración

La BBC narra Nottinghamshire, una región tan castigada por la desindustrialización, que la proliferación de bandas mafiosas hizo que se la llamara Shottingham

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VALÈNCIA. Los escenarios postindustriales tienen mucho predicamento. En todas partes, en Asturias, Gran Bretaña o Rumanía, flota en el ambiente que se cometió una injusticia con los cierres, ya sea de minas, astilleros o fábricas cualesquiera. Se sobreentiende que “las altas esferas” destruyeron un ecosistema próspero o salvable y destrozaron a las familias y a los descendientes. Solo queda emigración, alcoholismo en los mayores y drogas en los jóvenes sin aspiraciones en un entorno deprimido. Durante los años del neoliberalismo desatado, eran víctimas, pero qué se le iba a hacer. La macroeconomía manda.

Años después, cuando se ha visto que la economía del sector servicios no ofrecía alternativas satisfactorias, se ha terminado acuñando el término perdedores de la globalización para estos ciudadanos. Un nuevo actor que ha condicionado la política, en tanto en cuanto se cree que tiende a inclinarse por las opciones de extrema derecha que redirigen la frustración hacia los que están peor, los inmigrantes, o votos tipo Brexit supuestamente contra el establishment, pero que en realidad complican más la situación de todo el mundo. 

En este morboso contexto, llegó hace dos años la serie Sherwood, que emite filmin en España. Su autor, Lewis Arnold, es un especialista en miniseries de género negro, el tipo de ficción que causa sensación, el alfa y omega de nuestro tiempo, la única vía, por lo visto, para penetrar en problemas sociales y polémicas históricas: con sangre de por medio. Des, Time, Sherwood y la última, Long Shadow, todas tratan sobre sucesos que antes eran carne de los magazines de las reinas de la mañana, y ahora están más presentes en cuidados documentales o series como estas. 

El punto de partida de Sherwood, que acaba de estrenar su segunda temporada, era una serie de misteriosos crímenes que se produjeron en Nottinghamshire en 2004, una localidad marcada por la división que la desindustrialización había creado entre esquiroles y huelguistas en los años ochenta. La primera temporada no estuvo exenta de una polémica que ahora nos es conocida en España por el caso de Breton y Anagrama. La madre de una de las víctimas se quejó de que se empleara la memoria de su hija para una serie de entretenimiento. 

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Al margen de esta circunstancia, el fresco que dibujaba de una región con estas características era muy interesante, sobre todo con la factura de la BBC y sus actores que parecen personas normales, no como en las producciones estadounidenses, donde se suele apostar por la belleza del plantel para hacerlo más atractivo y, por tanto, irreal. Los seres humanos tenemos michelines, granos y rostros asimétricos, se agradece que la BBC guste de trabajar con seres humanos para representarlos en la ficción. Con los trabajos británicos el realismo es el gran activo y la sensación de veracidad es muy elevada, lo que aumenta por enteros la intriga e incluso el terror que se quiere transmitir.

El nexo que une las dos temporadas es un expediente X histórico como fueron los espías e infiltrados del gobierno de Thatcher entre los mineros levantiscos. Uno de ellos, en un argumento realmente interesante, se había hecho tanto al ambiente que había decidido quedarse allí a vivir, casarse, tener hijos y darse a la nueva industria que había surgido: el tráfico de drogas. El guionista, James Graham, procede del mismo lugar donde transcurre la serie, con lo que ha sabido tocar todas las teclas para que la personalidad de los personajes no tire al cliché de los thrillers de este tipo y goce de cierta profundidad. Con todo esto obtenemos lo más importante: merece la pena verla, se lo pasa uno bien y no hay vergüenza ajena. 

En esta ciudad, la violencia de bandas relacionadas con el tráfico de drogas alcanzó tales niveles que se apodó al lugar Shoottingham. El contraste con la temporada anterior es que, si bien en la primera la sociedad estaba degradada, la violencia antes tenía un propósito, ya fuese laboral o de supervivencia. Ahora, los protagonistas son de la nueva generación y el cuadro está inmerso en la violencia nihilista. Tienen el gatillo fácil. En The Guardian, se hacía referencia a esa agresividad como lo que ha venido a llenar el vacío dejado por “el desempleo, la pobreza y necesidades insatisfechas de todo tipo”

Sin embargo, aquí no hay un afán de denuncia o un intento de esclarecer problemas contemporáneos como ha habido, por ejemplo, en la exitosa Adolescencia. La trama recurre al enredo policiaco con todos los ingredientes: el malo, el tapado, el espía, el policía desencantado, la redención, etc… Y para culminar, una persecución final con su ay que te mato, ay que no te mato, ay que me matas tú

Televisivamente es una fórmula ganadora. Se mantiene un misterio artificial hasta el final, en este caso varios, y el que tenga callo ya de tanto argumento similar, se puede contentar con los secundarios, porque, aunque duela decirlo, estamos ante un más de lo mismo. Pasado el efecto encantador de la Inglaterra deprimida y sus personajes, es un policiaco arquetípico. 

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Y eso que sobre los disparos, las mafias y las drogas, planea otro argumento de mayor envergadura. Un empresario quiere reabrir la mina y la autoridad local se pregunta si no sería más oportuno invertir en proyectos tecnológicos. En ese tira y afloja podríamos haber tenido una intriga con más vínculos a la actualidad y los problemas de nuestras sociedades, cada vez más rodeadas de tiranos populistas que están desmantelando la democracias, en buena parte con el combustible del desencanto, real e inducido, de los ciudadanos. Pero lo que prima es el bang, bang

Al final, lo que tenemos es un thriller al que se le ha añadido el telón de fondo del cambio climático, notas queer, discapacidad y adicciones en un tremendo collage del que lo más salvable son los dos primeros episodios. Graham es un milénial y ha logrado incluir todos los ingredientes estéticos de todo lo que preocupa a su generación, pero no son más que cebos, falta el propósito de contar realmente algo. 

Decíamos por aquí que el género negro parece un formalismo, una condición sine qua non para abordar otros temas. Al espectador primero le pones crímenes y luego le hablas ya si quieres de los problemas de la educación pública, la ansiedad de los autónomos o el amor en la tercera edad, pero que haya sangre. Se ve hasta en los motivos que justifican los documentales, pero lo que no es admisible es que no se trascienda la premisa sangrienta.

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