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‘Superestar’: ¿estamos blanqueando la telebasura?

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VALÈNCIA. La respuesta corta a la pregunta del título es sí. Pero como aquí detestamos el pensamiento binario, el sí/no, el me gusta/no me gusta y amamos los matices y la reflexión, vamos a darle un poco de vueltas al tema, que bien lo merece, dejando claro desde el principio que vale la pena ver la serie. 

Cualquiera que conozca mínimamente la obra de Nacho Vigalondo sabe que no hay que esperar de él relatos convencionales ni trillados. El cineasta tiene el talento de mirar desde lugares poco habituales y ofrecer puntos de vista inesperados, y con un encaje muy particular en el mundo del fantástico, encuentra lo extraordinario en lo cotidiano y viceversa. Los Cronocrímenes (2007), Extraterrestre (2011) o Colossal (2016) destacan por su originalidad y su capacidad para sorprendernos. 

Esa actitud heterodoxa es algo que comparte con varias de las personas vinculadas a la escritura y dirección de Superestar, como Claudia Costafreda, coautora de esa serie arisca y sorprendente que es Cardo; el dramaturgo Paco Bezerra, cuyas obras se representan en todo el mundo y sufrió la censura de Muero porque no muero (La vida doble de Teresa), o la escritora María Bastarós, autora de la deslumbrante y nada complaciente novela Historia de España contada a las niñas, entre otras exquisiteces. Así pues, estaba claro que Superestar no iba a ir por caminos acomodaticios, como así ha sido, y que si este grupo de creadores se ponía a pergeñar una serie con la chusca historia de Tamara y su troupe igual salía de ahí algo diferente. Y aunque está producida por Los Javis, cuya marca se suele hacer notar, la serie mantiene una notoria personalidad vigalondiana.

Surrealista, rara e inclasificable, confusa y brillante, loca y extravagante, Superestar está lejos de ser una serie al uso. Y aquí siempre defenderemos las series que arriesgan, que ofrecen algo distinto y que desafían nuestra atención, aunque sean irregulares e imperfectas. Desde luego no es un biopic, aunque se centre en personajes que existieron, y si en algún sitio hay que colocarla, es en la casilla del género fantástico, con sus doppelgängers, sus realidades alternativas, sus mundos oníricos, su impronta lynchiana y su espíritu de Historias para no dormir, incluido un Vigalondo ejerciendo de Chicho Ibáñez Serrador al inicio de cada capítulo. Como en todo su cine y en el insólito late night Los Felices Veinte, la serie está llena de ideas originales y de destellos admirables. Nunca puedes prever por donde va a salir ni a donde va a llegar. Y por el camino, tan pronto te resuena David Lynch, como Valle Inclán y su esperpento, John Waters, Almodóvar, Eyes Wide Shut o Hitchcock
 

 

Y con todo esto, les confieso que no tengo muy claro cómo entrarle a la serie en este texto. Se supone que quienes ejercemos la crítica, y nos tomamos en serio lo que supone ese ejercicio y la responsabilidad que conlleva, somos capaces de desentrañar las claves y de explicar por qué las obras son como son, pero ando muy desconcertada, no les voy a mentir. Considero que cualquier obra se ha de sostener por sí misma y no en relación a la realidad, sea esa cual sea. Quiero decir que, aunque se trate de un biopic o se inspire que algo que ha sucedido, cualquier ficción ha de poder ser vista sin tener en cuenta esos referentes. Y creo que aquí eso no es posible. Todas las decisiones narrativas y estéticas que se han tomado, algunas brillantísimas, ya lo hemos dicho, están determinadas por quiénes eran y qué hacían los protagonistas. 

En mi opinión, si no conoces esa historia y a los personajes, es difícil entender lo que se está contando. No porque no se pueda seguir la trama general o la particular de cada personaje, que la trama no es el tema. Me refiero al fondo del asunto. Está claro que intenta llegar a la verdad de estos seres y de un tiempo a través de la mentira, como el propio Vigalondo explicita al principio de cada capítulo. Vamos, la pura esencia de la ficción, de cualquier ficción. Pero el resultado acaba siendo más superficial que profundo. Como espectadora que no veía Crónicas marcianas (sí, existíamos) y que, como mucho, conocía los nombres de algunos de los implicados, el estribillo de No cambié porque es imposible no haberlo oído alguna vez en la vida si has vivido este siglo en España y algún fragmento de vídeo de Leonardo Dantés y sus inefables bailecitos repetido hasta la saciedad en programas y recopilatorios, me cuesta entender por qué elegir a estos protagonistas si vas a optar por la fantasía. Podrían ser cualquiera, da igual que hayan existido o no. 

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¿Es esta la historia real de unos friquis con pocos escrúpulos, y alguno de ellos bastante turbio (ese Arlekín), que fueron utilizados en televisión y por los medios por gente con menos escrúpulos aún, pero más poder? Si es así, esa manipulación por parte de los medios no está: se apunta y se muestra en forma de ráfagas y montajes rápidos que solo puedes completar si conoces la historia real. El remedo de Crónicas Marcianas llamado en la serie Tiempo de Marte no deja de ser una parodia deliberadamente tosca e inocua, en la que estamos más ocupados en descubrir y ver qué hacen Paula Púa, Aníbal Gómez, Esty Quesada o Rubén Lardín (el problema de los cameos, ya saben), que en lo que están contando, con lo cual no hay mirada crítica posible. 

En realidad, la serie plantea una clara apelación a la nostalgia, a la memoria de los espectadores que gozaron con aquel desfile de friquis dispuestos a todo por un minuto de fama y que disfrutan en la serie de reconocer los rostros, las voces, las actitudes, las vestimentas, las frases y los hechos estrafalarios que protagonizaron. El excelente trabajo actoral, con un elenco bien elegido y dirigido, con mención especial a Rocío Ibáñez, Natalia de Molina, Secun de la Rosa y Carlos Areces, facilita la tarea. Pero la telebasura que les encumbró, les utilizó, les trituró y los ofreció al mundo como espectáculo de feria o parada de los monstruos vuelve a salir, una vez más, indemne. 

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De hecho, el término telebasura se ha desterrado y hasta está feo decirlo, según parece, porque nos hemos criado con ella y eso es sagrado, esa maldita nostalgia, por más que aquella televisión y mucha de la que se ha hecho posteriormente o de la que podemos ver ahora, lo sea. Telebasura, quiero decir. Programas empeñados en entronizar la ignorancia, la burla, el desprecio, la maledicencia, la mentira, la fealdad moral. Que quieren que les diga, aquí no comulgamos con esa máxima, más bien despreciable, de “es basura, pero hay que aplaudir lo bien hecha está”. 

Que yo no dudo del interés sociológico, y tanto que lo tiene, pero a lo que asistimos es a un blanqueamiento generalizado de aquel pasado, con la excusa cultural de que se trata de iconos pop que están en nuestra memoria colectiva, una excusa que acaba derivando en una mirada acrítica y frívola. Y así, Javier Sardá puede aparecer sin problemas en la serie de Berto Romero Mira lo que has hecho interpretando a un tertuliano en una supuesta sátira de aquello que él mismo perpetró durante años. O muchos de los personajes de esa telebasura son ahora admirados por las nuevas y no tan nuevas generaciones, en podcast como Estirando el chicle o programas como La revuelta. Ya saben, iconos pop con los que hemos crecido, qué diosa, qué reina, qué recuerdos, blablablá. 

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