Durante mis años de oficio he tenido la suerte de conocer y tratar a centenares de personas relacionadas con las Bellas Artes en toda su extensión, tanto nacionales como internacionales, de las que he aprendido mucho y me han dado más de lo que podía imaginar. Guardo más recuerdos positivos que negativos, aunque en este mundo haya de todo. Durante los últimos años he sido testigo de cómo una inmensa generación se ha ido apagando casi a diario y sin descanso. En apenas unos días, por ejemplo, hemos visto cómo se han ido otros tres de los grandes con los que tuve cierto trato especial: el diseñador, Alberto Corazón, el pintor Luis Feito y el genio del jazz Chick Corea. Sobra recordar sus biografías tan brillantes, innovadoras, intensas y extensas como apasionantes. Dos de ellos ciudadanos del mundo con pasaporte español y el otro un enamorado de nuestras raíces musicales.
A Feito lo conocí personalmente ya mayor. Nunca fue un hombre de multitudes ni de apariencias. Fue en la Galería Punto de Valencia con motivo de su última exposición. Siempre lo había admirado como uno de los promotores del Grupo El Paso y su relación artística coetánea con el Grupo de Cuenca, pero sobre todo por su gran expresividad artística y sencillez personal, representado también en la obra de Zóbel, Millares, Rueda, Torner, Viola o Canogar, entre otros.
Pasé una mañana charlando con él. Insistió en que no me fuera y le acompañara más tiempo. Argumentó sentirse cómodo ya que había demostrado mi interés por su obra. En ese caso él tenía todo el tiempo del día para mí, dijo. Hablamos mucho de arte, yo como aficionado y animado por profundizar en su generación, momento y realidad de alguien que ya había hecho un camino incuestionable. Al acabar nuestro contacto me pidió mi dirección personal. Días después recibí un gran paquete. Contenía varios libros de su trayectoria artística. Estaban firmados y dedicados. Junto a ellos una carta en la que me daba las gracias por aquella mañana. A mí, pensé entonces, cuando el placer de poder haberlo conocido en persona y compartido tanto tiempo de confianza gracias a los Agrait había sido mío. Había estado con uno de los grandes del arte español, como también tuve la suerte con otros tantos de los que guardo en la memoria el making off. Pero Feito era distinto por su sensibilidad, aunque en su obra manifestara una contundencia y expresividad muy alejada de su sencillez y cálida personalidad.
A Corazón le conocí en el IVAM con motivo de una exposición retrospectiva. Coincidía con la publicación de su ensayo “Una mirada en palabras”. Corazón, autor de infinidad de logotipos que forman parte de nuestra vida diaria, pintor, primer diseñador español en obtener el reconocimiento mundial e introductor del mismo en la propia Academia de San Fernando, me sorprendió por su proximidad, agilidad mental y espontaneidad, pero también por su discurso y rapidez intelectual. Por supuesto, creativa. No iba de divo como tanto necio. Me dedicó el libro que yo llevaba y un catálogo junto a dos bocetos que guardo en mi colección de libros dedicados y valoro como fetiches. Era un renacentista, con una sabiduría y proximidad que helaba ante tanta mediocridad del momento. Me dejó aquello de que aunque nos creíamos un país moderno la realidad es que todavía estábamos camino de la modernidad.
A Corea pude disfrutarlo en todos sus formatos durante sus múltiples visitas a Valencia. Y disfruté de su contacto gracias a los hermanos Martí del Colecctivo Jazz Promoción quienes me acercaron a él, unos días de mal genio y otros, ya entregado a la Cienciología, de mucho mejor carácter y menos camaleónico, pero siempre igual de grande y genial, como aquella noche de reencuentro con Return to Forever.
No quería ser éste un artículo de memoria ni recuerdos personales, sino de nuestra propia memoria colectiva. La crisis económica de 2008 hizo mucho mal en el mundo del arte, casi arrinconándolo o haciendo perder su valor o incluso su sentido de valor y confianza. Borrando oportunidades también a las nuevas generaciones. Luego llegó la del Covid que está marchitando lo que quedaba en pie y desnortando la realidad o el sentido de la expresividad y la confianza.
La muerte con horas de diferencia de todos ellos nos debe hacer reflexionar sobre lo mucho que se nos está quedando por el camino en estos tiempos de crisis de valores, tanto emocionales, como sentimentales, pero también estéticos. Porque es como si ya nada valiera y esos referentes generacionales desaparecieran en el silencio a ritmo de conocimiento de Wikipedia, convertidos en necrológica de urgencia y pasajera.
Y es que todas estas crisis han traído consigo otras más interiores, como la desaparición de muchas galerías y galeristas, críticos que iluminaban senderos y animaban a descubrir desde sus impresiones y sugerencias, y hasta la de coleccionistas que ya no se fían ni de su entorno más personal. Todo se ha convertido en oficial. El poder de turno cree decidir sobre lo que vale y no vale, aunque no sepa ni valore. Deja a un lado lo que no le interesa, por desconocimiento o simple arrogancia.
Pero lo peor es que esa misma mirada ha hecho mucho daño a las generaciones posteriores. Ya no digo a las más recientes que se sienten huérfanas de espacios y rincones desde los que defender su trabajo. Es lo más preocupante. Como lo es la pérdida de referentes irremplazables.
Queda por tanto un agujero inmenso entre aquella generación que nos deja, la que continúa como ha podido en tiempos de crisis y la que aún esperábamos poder descubrir y valorar.
Es una lástima la pérdida de referentes intelectuales en todos los campos y con los que muchos crecimos. Además, nuestra sociedad y el descrédito de valores han evitado que valoremos otras generaciones. Vivimos la cultura del consumo inmediato, frágil y vacuo.
Algunos, repito, hemos tenido mucha suerte. Poder recordarlo ya es un regalo.