Hay vida fuera de Ruzafa y València comienza a vivir mirando al mar, pero a Nazaret le quitaron hace 30 años la playa, 20 la huerta y hace lustros que esperan un plan urbanístico. Mientras, almuerzan que lo flipas
«Me sorprende que alguien quiera venir a mi barrio y no sea para drogarse». La frase es de una natural de Nazaret, desconcertada ante una hedonista que quiere cruzar al otro lado del Puente de Astilleros para almorzar en Los Tetes escuchando a la vida abrirse entre el silencio de una mañana de sábado: «Ieeee, des les cinc porte alçat. Pues jo vinc de pegar cinc tiros. ¡Jefe! ¡Lomo, huevo y alioli! ¡Dos tercios!».
«Nazaret es un territorio maldito, un lugar que nació de un lazareto (un lazareto era un hospital donde se trataban enfermedades infecciosas. Este se trasladó desde Monteolivete en 1720) y al que le han puesto un PAI que lo ha acabado de hundir. En un barrio popular y de renta baja un PAI como el de Moreras puede perjudicar». Al otro lado del teléfono, Josep Sorribes, economista, urbanista y jefe de gabinete del exalcalde Pérez Casado. Sí, el edil que se cargó la playa de Nazaret.
Si hacemos caso a la política de foto, el muro de Nazaret ha caído, la ciudad deportiva de Nazaret está ready y por las vías de la calle Fontilles transita el tranvía. Aunque como señaló Siegfried Kracauer en su artículo La fotografía: «Hasta ahora una época nunca supo tanto sobre sí misma (...) hasta ahora nunca una época supo tan poco sobre sí misma». Sin tanta parafernalia lingüística, José Antonio Barba, presidente de la asociación vecinal Nazaret Unido viene a decir lo mismo: «Pero es que el muro está ahí. Hicieron un orificio para la foto y le colocaron unos barrotes que parece un bis-a-bis de la prisión. Es propaganda, no tiene más». Críticas aparte al consistorio, Barba cuenta que: «la transformación del barrio está siendo fenomenal. Mucha gente que se fue está buscando vivienda para volver. El barrio está en auge y vamos para arriba».
Sorribes se corrige: «no es justo ni científico decir que es un área maldita. La vulnerabilidad urbana se puede remontar. No se puede decir que el barrio esté condenado para siempre, pero tampoco que porque venga el Levante UD y un parque se vaya a generar un movimiento de regeneración absoluto. La ciudad es complicada, toda ella».
«Pues es un barrio guay» sentencia una señora de unos cincuenta años con facciones y modos del Ensanche, después de pasar por El Mesó, el bar de Pedro Merino. Ya lo dijo Eugenio Viñas y también Almudena Ortuño, El Mesó es la herencia de Casa Jomi, el sueño de una noche de verano -o de un mediodía de invierno, porque siempre luce el sol en la peatonal y animada calle de Dalt de la Mar-, una sonrisa contagiosa que acompaña los mejores salazones hasta ahora identificados en València, ahumados que acabarían con un vikingo y lo que sea que te recomiende Pedro, tú calla y come.
Bandeja en mano, Pedro se muestra confiado en el progreso del barrio: «La ciudad se viene hacia Nazaret, somos un punto estratégico. De hecho, se está especulando con lo de la ciudad del Levante. Están intentando comprar los bajos, a nosotros nos han comentado, pero te ven trabajar y dicen “ahí no, que es complicado meterse”». A mí se me van los ojos por las bravas y puntilla que salen de la cocina y Pedro me mira decidido mientras recalca «en el barrio nunca ha habido un problema, ha sido más la publicidad externa más que realmente lo que hay, siempre nos hemos llevado bien. Esto es como un pueblo, no como en el Cabanyal».
Nazaret es también el tipismo -y por tipismo imaginad un comedor con visillos, azulejos del early 2000, la paella candente dejando una estela de aceite en el mantel de papel- de los arroces de marisco del Aquilino, que cuando se acerca Fallas se pone imposible. Un volcán desmoronado de fritura de pescado -fritísima y fresquísima- en Los Roques o menús del día avalados por el cuerpo de la Local en el Bar cafetería La Herradura.
Mientras deambulo en manga corta eterna en un barrio -con carácter de pueblo- al que le arrebataron la playa, pienso: ¿Sería Nazaret lo que es si se abriera al mar? ¿Juana, Marisa y Consuelo -vestida con una fantástica camisa jaspeada de la Mare del Desamparats, rebañando mayonesa de la ensaladilla, por su segunda clarita- serían Natalie, Savannah y Sarah ante una jarra de sangría haciendo fotos a sus paellas individuales? Los expertos señalan que las tres septuagenarias podrán seguir tomándose el aperitivo en Los Chicos sin que en la carta aparezca un tartar.
«Cabanyal el melic del món. Pues no. Hay muchos otros sitios en la ciudad, y no es un modelo replicable. Yo no creo que en Nazaret se vaya a dar un proceso de gentrificación. Con la gentrificación se expulsa, aquí se va a dar un proceso de cambios de uso, de estructura social diferente». Sorribes descarta la posibilidad de que se dé tal cambio en el tejido socioeconómico del barrio que el Nuevo Chaparral esté obligado a pasarse a la sojanesa para untar los bocadillos de sepia.
«En el Cabanyal hay calles por las que da miedo pasar, aquí no. Estamos aislados en la otra parte del Cauce, como si fuera un pueblo, no un barrio. Hemos peleado mucho para quitar la droga, todo está yendo a mejor» opina el presidente de Nazaret Unido.
Cuando el Cauce acaba y el paisaje se vuelve Calatrava, en el horizonte se dibuja la temible subida del puente sin nombre por donde transcurre el carril bici que une la ciudad y la península de Nazaret. La ascensión a este Col du Tourmalet está animada por el sonido acompasado de los Silos Turia y las obras del residencial Moreras. De fondo, la música estridente del delfinario de L’Oceanogràfic. Al pie de los silos, el restaurante Casa Martinot: más de cincuenta años de paellas, all i pebre y almuerzos de bandera.
La diferencia entre el olor húmedo y terroso de la huerta norte y la sur es inenarrable, pero ahí está, flotando entre las casas bajas de La Punta, entreverándose con el aroma a fideuà negra y caldoso de pollo y conejo. L’horta y el puerto comparten bocatas de sang amb ceba, cacaos y cremaets en esta casa, que va por la tercera generación de la familia Soler.
«Los bohemios madrileños tenían fobia de todos los paisajes que se extienden más allá del Teatro del Real y la Iglesia de San José». Esto lo decía Ricardo Baroja, aquí es el valenciano bon vivant el que le tiene fobia a los parajes desconocidos que hay más allá del Teatre el Musical y la Iglesia de San Valero. Pero fuera de esos límites, hay más mesas, más barras y más barrios. Sed valientes.