Qué época para estar vivo y dedicarse al Derecho… Parece que estemos inmersos en un test de estrés de absolutamente toda la legislación e instituciones conocidas. Con resultados fascinantes. Interesa en estos tiempos incluso lo que jamás en la vida pensaste que lo haría. Para muestra, un botón. Coge el bol de palomitas y vamos a hablar de seguros. Concretamente, de los seguros de cese de actividad y su papel en el sector de la hostelería.
Las pólizas de cese de actividad, ese contrato de adhesión soñado, suscritas por algunos empresarios y que han de ser interpretadas a la luz de las necesidades del coronavirus, son mel de romer. La historia que quita el sueño cada vez a más gente es la siguiente: hay aseguradoras que han ofrecido durante años a bombo y platillo un tipo de seguro llamado “de cese de actividad por cuenta propia”, que puede ser empleado para dar cobertura a muchos y muy variados riesgos: la responsabilidad civil profesional, las retribuciones que sirven para complementar el “paro de autónomo”, o, y ésta es la importante ahora, la cobertura de la posible pérdida de beneficios, también llamada de lucro cesante, que es la que está haciendo temblar como conejillos asustados a algunas compañías que no hace tanto planeaban como orgullosas águilas sobre estos mercados.
En general, aunque habría que ver cada una de las pólizas individualmente, se trata, básicamente, de una cobertura para pérdidas de rendimiento económico, causadas por distintas circunstancias siempre descritas en el contrato y que obliguen a cerrar el establecimiento. No quedaría incluida como siniestro susceptible de indemnizarse la pérdida derivada del cierre voluntario, porque los seguros, como contratos aleatorios que son, no pueden cubrir aquellos eventos cuya actualización dependa de la voluntad del asegurado, por evidentes motivos.
La obligatoriedad o voluntariedad del cese de actividad no es precisamente baladí en este asunto en relación con la cobertura del lucro cesante de la hostelería durante la pandemia, especialmente si se pone en relación con el llamado “deber de salvamento” (en serio, ¿no es magnífico todo el campo semántico de los seguros?). Este deber consiste en la carga que se hace recaer sobre el asegurado de básicamente, “salvar los muebles” o, dicho técnicamente, reducir de la forma más eficaz posible la extensión o envergadura de los daños producidos. Por ello, dependiendo de cómo de generosa o restrictivamente se interprete, puede o no incluir la necesidad de reconversión de un establecimiento de restauración in situ en restaurante delivery o to go, siempre que el objeto social no se altere.
La idea perseguida por este tipo de seguro es la de permitir a los asegurados obtener una indemnización equivalente al resultado que se habría producido de no haberse causado el siniestro (incluyendo daño emergente y lucro cesante). Se puede hilar fino, compensando diariamente por jornada laborable de cierre, pactar un capital de beneficio bruto, que suele ser el correspondiente al último ejercicio económico (con la jugada maestra de que habría que aportar la contabilidad, aquí no hay sistema de módulos que valga), o cubrir los gastos, como, por ejemplo, en caso de no ser propietario del local donde radica la explotación empresarial, el importe del alquiler.
Muchos de los empresarios que tenían suscrito este tipo de seguro pensaron que podrían estar cubiertos por el cese de actividad consecuencia del cierre decretado para frenar la expansión de la covid-19. Sin embargo, en la mayor parte de supuestos, las aseguradoras consideraron que el siniestro descrito era *checks notes* no indemnizable. Lo nunca visto ni oído, que un seguro niegue tres veces la misma causación del siniestro. Esta opinión puede justificarse, entre otras razones, por lo dispuesto en las cláusulas delimitadoras y limitativas del riesgo (el gran juego trilero de los seguros, un nudo gordiano difícil de deshacer) o porque se considere un riesgo catastrófico (en cuyo caso hay siempre un último recurso: el CCS). La vida es un frenesí en el mundo de los seguros y los tribunales están empezando a cortar el nudo en favor de los hosteleros.
De todas formas, sea como fuere, e independientemente de lo que hagan los tribunales, que en todo caso deberían interpretar éstos y todos los contratos conforme a la intención de las partes (ya que, al ser un contrato de adhesión, el profesional del análisis de los riesgos y predisponente de las cláusulas tiene una responsabilidad superior), y que podrán ser más o menos rápidos en ir decidiendo caso por caso, queda una última cuestión por resolver: los seguros sólo indemnizan ante la existencia de un daño. Habiendo un rescate público masivo (algo que ya está en curso con criterios totalmente desligados, en la mayoría de los casos, de factores que ayudarían a sanear la economía española y habiendo renunciado, como se hace con Satán, a cualquier intento de política industrial seria y de respeto por la creación de empleo digno) no existe daño o éste se reduce radicalmente.
El problemilla ha quedado pues resuelto por el Estado, que pregunta mucho menos que un seguro y es el Jacques Clouseau de los investigadores. Y claro, como siempre, habría que cuestionar, si lo estamos haciendo con dinero público, a quién y por qué se rescata, aunque, pensando bien, sea de carambola. Porque podría parecer a primera vista que se esté lanzando el salvavidas a los empresarios de la hostelería, algo que, por supuesto, sin duda alguna se está produciendo. Pero indirectamente a quien se está rescatando también o, como mínimo, se beneficia (y está pasando muy inadvertido), es a las compañías de seguro, cuyas reservas técnicas muy difícilmente podrían soportar un siniestro transversal en los sectores centrales de la economía española como son el turismo y la hostelería. Eso, como poco. Porque en el mejor de los casos se les están regalando, con poco o nulo control, en beneficios (buena parte de) los famosos 11 millones de euros que van a repartirse entre los empresarios por el Estado, Comunidades Autónomas y otros organismos públicos. De nada.