VALÈNCIA. Nadav Lapid debutó en la dirección con Policía en Israel (2011), con la que ya llamó la atención por su manera de abordar la realidad de su país de origen, aunque su verdadero éxito internacional llegaría con La profesora de parvulario (2014), una ambigua e incómoda película en torno a la sobreprotección de una educadora ante el genio infantil de uno de sus pupilos que llegó a tener un remake norteamericano con Maggie Gyllenhaal como protagonista.
Ahora regresa con un Oso de Oro de la Berlinale debajo del brazo por la que es su primera película rodada en Francia, inspirada en su estancia en París a principios de los 2000. Después de completar el servicio militar, comenzó a estudiar filosofía en la universidad de Tel Aviv y a escribir historias. Y un día decidió que debía abandonarlo todo, coger un avión y marcharse a Francia, aunque no conociera a nadie y no tuviera permiso ni visa. Se negó a volver a hablar hebreo y cortó los lazos con su familia. Se dedicó de forma compulsiva a aprender palabras de un diccionario y se embarcó en una serie de trabajos surrealistas para salir adelante. Solo y pobre.
Ese es el punto de partida de Sinónimos. Aquí el alter ego de Lapid es Yoav (el magnífico debutante Tom Mercier), que abandona el ejército donde había alcanzado un puesto de rango para repudiar por completo no solo sus raíces y su forma de vida, sino también a un país con el que le resultaba imposible sentir una conexión. En su imaginación, Francia es el símbolo de la libertad, un sitio donde poder ser él mismo sin arrastrar la rémora de su pasado. Pero en el fondo es demasiado inocente. Al fin y al cabo, es un extranjero en una tierra inhóspita, y aquellos que encuentre en su camino le seguirán mirando como un extraño, como un ser que vive al margen y que no tiene pleno derecho a pertenecer al sistema, aunque algunos lo traten con cierta conmiseración.
Nada más llegar a la tierra de sus sueños, Yoav se queda literalmente desnudo, sin posesiones ni identidad. Vacío. Conocerá a una pareja pija que lo ayudará más por curiosidad que por mero altruismo. Émile (Quentin Dolmaire) se obsesionará con sus historias. Quiere ser escritor y no tiene el talento suficiente, así que se nutrirá de su imaginario para explorar su creatividad. Su novia, Caroline (Louise Chevillotte) lo deseará desde el primer momento, aunque será la más crítica a la hora de aceptar esta nueva incorporación a sus vidas.
El director nos adentra en la precaria vida de Yoav, en su día a día, memorizando palabras sin descanso, sinónimos que repite con frenesí, comiendo la comida más barata del supermercado, intentando integrarse, pero al mismo tiempo sintiéndose excluido. El director propone todo este proceso como un ejercicio catártico. Hay rabia en sus imágenes y muchas capas de lectura a medida que nos sumergimos en las contradicciones a las que ha de enfrentarse el personaje en su camino de fuga.
Es Sinónimos una película densa, quizás demasiado hermética. Quiere funcionar a demasiados niveles, político, social e íntimo, y alcanza algunos instantes tan potentes como otros demasiado confusos, pretenciosos y ambiguos. Incluso intenta alcanzar un discurso mitológico al introducir la admiración del protagonista por el héroe de Troya Héctor, y su trauma infantil al conocer su cobardía al enfrentarse con Aquiles, convirtiéndose este capítulo en un trasunto de su intrincado sentimiento de fracaso, lo que lo dota de una dimensión todavía más trágica.
El director nos ofrece una perspectiva de París nada tópica, desde la mirada de su personaje, incapaz de levantar los ojos más allá del suelo. Sus paseos por las calles se encuentran filmados a través de una cámara nerviosa que lo sigue como si se encontrara totalmente desubicado. Se trata de una pulsión muy interna, que nace de la propia incapacidad de Yoav para ver una realidad que lo aplasta y condiciona por completo.
La puesta en escena de Lapide es incómoda y muy física. Hay una violencia soterrada durante toda la película, como si todo el pasado del personaje y los traumas que lleva arrastrando fueran a explotar en algún momento, sobre todo cuando se enfrenta a todo ese panorama hostil que lo condena a convertirse en un desheredado, en un cuerpo maltratado por todos, humillado y vejado hasta en los gestos más insignificantes. En su choque con el ambiente más elitista de París se encuentran algunos de los momentos de la película, como ese baile desenfrenado a rimo del ‘Pump Up The Jam’ de Technotric en un bar exclusivo en el que el protagonista se arrastra entre la pista de baile para conseguir un poco de pan en medio de una multitud sin conciencia.