El exceso de velocidad no es cosa del presente, ni mucho menos del futuro; la aceleración comenzó bastante antes, y desde entonces seguimos tratando de mantener el equilibrio montados en la bala
VALÈNCIA. Prisa mata. Prisa mata, insisten los bereberes a quien quiera escuchar. Me estás estresando, decía la parodia de un caribeño en un célebre anuncio televisivo. La prisa del conejo blanco de Alicia en el País de las Maravillas, siempre asfixiado por la urgencia del reloj, es la prisa de nuestros tiempos. Una prisa de pollo sin cabeza que ya es más una constante que un apremio real. ¿Quién no siente de vez en cuando ese nudo en el estómago, esa sensación de estar llegando tarde a alguna parte, a cumplir con algún plazo, a no ser reprendido por algún jefe cuando ni siquiera tiene una cita, un pago que realizar y para colmo se encuentra en casa y no en la oficina? La mayor parte del día corremos. La parte restante descansamos, acusamos el esfuerzo. ¿Hacia dónde corremos? ¿Quién nos persigue? ¿Quién nos espolea para que vayamos a galope tendido hacia el despeñadero? La mano sobre la fusta es nuestra propia mano, la de algunos, porque pese a la globalización, no todos los pueblos viven igual el día a día en este planeta, aunque el primermundismo nos impida verlo. Quizás las diferencias no sean enormes -quizás sí lo sean-, pero sí son importantes. Las sociedades con mayor número de víctimas en otras partes del mundo son las reinas del sprint. Usain Bolt hasta arriba de speed llegando tarde a una competición olímpica.
Ese nudo que atenaza nuestras vísceras gran parte del día es la manifestación somática de la velocidad terminal. Nuestros mecánicos en los hospitales y en las consultas privadas no dan abasto con tanto estrés: las piezas se desgastan muy rápido. Vamos todo el día por el carril de la izquierda haciendo luces al que nos precede y huyendo del que nos las hace a nosotros. Pero este fenómeno, estas Velocidades malignas, como las ha llamado Benjamin Noys para dar título al libro que ha publicado Materia Oscura Editorial, no son patrimonio exclusivo del presente, y puede que la solución para no sucumbir a ellas no pase por echar el freno. Tal vez lo oportuno sea emular a Groucho con aquello de “es la guerra, traed madera”, frase mítica que nunca dijo -la frase apareció en el doblaje español-, e incrementar la velocidad hasta tal punto que adelantemos a la locomotora del capitalismo y rasguemos las costuras de la realidad como en el final de la poco convincente película The Signal. Acelerar y acelerar hasta hacer descarrillar el sistema que nos obliga a correr, dopados si es necesario, para no llegar nunca a la meta. “Ya no estamos, como en la época de Marx [Karl, no Groucho], encadenados a las máquinas de las fábricas, pero ahora algunos arrastramos nuestras cadenas en forma de ordenadores portátiles y teléfonos”, afirma Noys.
El protagonista de esta historia, según se nos dice, es víctima de algo parecido a una amnesia anterógrada que le impide formar nuevos recuerdos, lo cual lo obliga a vivir en un presente en blanco que da pie a una narración especialmente recomendable para esas personas que buscan entre las páginas de un libro una transfiguración onírica de los sentimientos más universales, o dicho de otro modo y empleando las propias palabras del autor, que van tras la pista del “salvaje advenimiento de aquello que ninguna palabra puede explicar sin mentir”.
La Consentida edita el tercer poemario de la hispanoperuana, un volumen que contiene oscuras visiones brillantes y un número de versos inolvidables fuera de lo que es común